Casa Rorty XXXI. Grados de disidencia

En democracia no caben las utopías ni resultan funcionales los rigores éticos del luchador antitotalitario; otra cosa es que se recurra a ellos para movilizar a la opinión pública.
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Quienes permanezcan atentos al estado de la opinión en las redes sociales, lo que quiere decir en contacto con el flujo caótico de relatos factuales y opiniones políticas que circulan por ellas, hemos perdido ya la cuenta: son ya miles los tuiteros que han anunciado su marcha de X so pretexto de la degradación que habría sufrido esta plataforma desde que la adquiriese el magnate Elon Musk, convertido entretanto en excéntrico consejero áulico de Donald Trump. Ya veremos en qué queda esta Gran Renuncia; lo que me interesa aquí es subrayar el estilo grandilocuente empleado en la mayoría de los mensajes de despedida y en los de quienes han decidido quedarse tras –dicen– sopesar cuidadosamente la situación.

Y la situación es, por si alguien no lo sabe, el combate entre los defensores de la democracia y los neofascistas que intentan acabar con ella; su método es la propagación malintencionada del virus de la desinformación con la inestimable ayuda de los algoritmos. Cuando se lee a algunos de estos presuntos disidentes, parecería que estamos en 1941 y la red social BlueSky es el underground donde se organiza la resistencia antinazi. Es difícil saber si quien teatraliza de tal manera su propia conducta la cree genuina o si, más bien, solo persigue validarse ante los miembros de su propia tribu y no se engaña acerca de los límites de su propia gestualidad. No está de más recordar que la esfera pública es un espacio basado en la autorrepresentación: sabemos que los demás están mirando y nos vemos mientras nos dejamos mirar. En cualquier caso, resulta conmovedor que una acción tan banal como dejar una red social sea presentada como un valiente acto político encaminado a defender la democracia: solo en una sociedad abierta puede pasar algo parecido.

Pocos días antes de que se produjese la estampida, tan parecida a las estampidas del western clásico por el influjo que la conducta de cada usuario produce sobre el resto, el novelista Antonio Muñoz Molina publicó una tribuna de opinión en el diario El País cuyo tema no era otro que la valentía. O, más bien, la falta de ella: el propósito del texto no era otro que defender el comportamiento de Pedro Sánchez en Paiporta. Recuérdese que su visita en compañía de los Reyes y Carlos Mazón fue recibida con agresivas protestas, ante lo que el Presidente del Gobierno decidió marcharse; por su parte, Felipe VI se expuso a la ira vecinal y logró reconducirla. Para Muñoz Molina, que reprochó al novelista Manuel Vilas los reproches que este último había dirigido en el día de autos al líder socialista, nadie sabe de qué manera se comportaría cualquiera de nosotros si sufriéramos una presión análoga. Y no le faltaba razón.

Sin embargo, en un artículo publicado por El Mundo una semana después, el también novelista Arturo Pérez Reverte vino a señalar –entre otras cosas– que una cosa es disculpar la cobardía y otra distinta aplaudirla como si fuera digna de encomio. Y también decía bien. Aunque siempre puede alegarse que los escoltas del Presidente del Gobierno consideraron más prudente sacarlo de allí, la renuencia de Felipe VI a abandonar el lugar –imaginen la fuerza simbólica negativa que hubiera tenido esa escena– merece nuestro aplauso. El riesgo difería en cada caso: la posición de neutralidad que ocupa la Corona no puede compararse con la responsabilidad que se atribuye al Presidente del Gobierno, cuya respuesta ante la crisis causada por la DANA tampoco parecía tener como prioridad ganarse el afecto de las víctimas. En cualquier caso, cabe preguntarse si Muñoz Molina habría escrito el mismo artículo en caso de que Núñez Feijóo hubiera estado en el lugar de Sánchez; dado que la pregunta se responde sola, quizá no haya que perder demasiado el tiempo en ese debate.

La fuerza del ejemplo

Máxime cuando la publicación de un pequeño libro ha venido a recordarnos lo que es el verdadero coraje cívico: se trata de Elogio de la desobediencia, selección de textos del periodista polaco Adam Michnik a cargo de su compatriota Maciej Stasinski, quien también los ha traducido para la editorial Ladera Norte. Hijo del 68, Michnik había sido un joven disidente anticomunista en la Polonia de finales de los 70 y comienzos de los 80; contribuyó de manera destacada a la transición a la democracia y se convirtió después en analista de cabecera de la Gazeta Wyborcza, desde donde no dejó de comentar los avatares de la Polonia democrática.

Pese a las evidentes diferencias entre ambas recopilaciones, a mí el libro de Michnik no me ha traído el recuerdo de otros testimonios de la disidencia anticomunista, sino el de aquel volumen que reunía los artículos sobre la mafia siciliana que Leonardo Sciascia publicó en el Corriere della Sera y otros diarios italianos entre 1979 y 1988. Titulado Para una memoria futura (lo tenemos en Tusquets), su tema no es otro que la connivencia del poder público italiano con la actividad mafiosa. Su encabezamiento es una memorable cita de Georges Bernanos que reza: “Prefiero perder lectores a engañarlos”.

Y es que lo habitual, cuando de política hablamos, consiste en lo contrario: en ganar lectores por medio del engaño. Pero nuestra época nos ha enseñado que abundan quienes ganan lectores sin saber que los está engañando, pues todos ellos –autor y lectores– participan del mismo engaño. Bien sabemos eso los españoles de ahora mismo, familiarizados con ese tipo humano que dice luchar por la democracia poniéndose del lado del gobierno… por más que ese gobierno se haya demostrado poco amigo de la democracia. La ficción antifascista resulta así de lo más conveniente: se puede estar del lado de quien manda y, al mismo tiempo, creerse enemigo de la ultraderecha global y el neolberalismo rampante.

Habría que ver a nuestros valerosos antifascistas enfrentados a las circunstancias en que tuvo que desenvolverse el joven Michnik durante la dictadura comunista, cuando fue encarcelado durante dos años y se vio ante la disyuntiva de sopesar la oferta que le hizo el régimen a finales de 1983: seguir en prisión o exiliarse en la Costa Azul. Pese a sus escasos 27 años o quizá gracias a ellos, Michnik respondió sin ambages en su célebre carta al Ministro del Interior: “Hay que ser un cerdo para –siendo el jefe supremo de los carceleros– proponerte la Costa Azul a cambio de un suicidio moral a una persona que lleva dos años presa”. Nuestro hombre tenía ya clara la fuerza del ejemplo, o sea, la necesidad que los polacos tenían de contar con el ejemplo de alguien que no se dejaba corromper. “No soy yo el preso, es Polonia la que está presa”, escribe. Nosotros, los occidentales contemporáneos, no tenemos la culpa de vivir en un marco sociopolítico que ofrece menos oportunidades para el heroísmo. Pero contar con testimonios como el de Michnik habría de movernos a la prudencia: la hora de la resistencia contra el totalitarismo, sea fascista o comunista, hace tiempo que pasó; hoy los peligros son otros y hace falta mayor finesse para reconocerlos.

La disidencia será difícil cuando sea genuina

A ese respecto, conviene señalar que la selección de artículos de Michnik no se solaza en la celebración retrospectiva del pasado anticomunista. Todo lo contrario: se reúnen aquí un puñado de penetrantes textos que giran en torno a la disidencia del intelectual, ya se desenvuelva este último en un contexto totalitario o lo haga en uno democrático. Y lo menos que puede decirse es que Michnik está dotado de una especial sensibilidad para apreciar los matices y ambigüedades de esta difícil tarea. Insistamos en ello: la disidencia será difícil cuando sea genuina; y será genuina allí donde el disidente ponga en riesgo algún bien mayor –libertad o bienestar– en vez de limitarse a recibir el aplauso de los suyos y el abucheo de sus oponentes. Todo lo cual es independiente de lo que crea estar haciendo en cada caso quien alza la voz a través de algunos de los medios a su disposición.

De hecho, uno de los mejores artículos del libro está dedicado a estudiar la posición adoptada por Thomas Mann tras la llegada al poder de Adolf Hitler. Dado que Mann optó inicialmente por mantenerse en silencio, muchos lo acusaron de ambigüedad pese a que él había optado por votar con los pies: estaba en Suiza cuando le llegó la noticia de que Hitler ya mandaba y prefirió no regresar a Alemania. Michnik comprende las razones mundanas de Mann: no quería renunciar a sus bienes, entre ellos su casa muniquesa, ni al pasaporte que algún día le permitiría volver a la patria. Pero adivina otro motivo, que los españoles interesados en el debate intelectual durante la II República y la Guerra Civil reconocerán de inmediato:

Creo que el escritor tenía miedo a que la política lo encasillara. Durante años había venido defendiendo su estatuto de hombre apolítico, independiente de los partidos y las doctrinas, refugiándose en la ironía frente a la vulgaridad, la suciedad y el maniqueísmo de la política.

En una de sus cartas de agosto de 1934, sin embargo, Mann ya se barruntaba la necesidad de decir públicamente todo lo que pensaba de los nazis. Y ello por la sencilla razón de que el discurso público ordinario –más o menos inclinado al tacticismo– solo es posible dentro de una democracia; cuando llega el totalitarismo, las reglas habituales dejan de ser aplicables y es preciso decir la verdad. Nótese que esta es una verdad evidente, discernible, enunciable: cualquier evaluación imparcial de carácter empírico nos permite diferenciar la democracia del totalitarismo; también, dicho sea de paso, una democracia plena de una democracia iliberal. ¡Los hechos son los hechos! Díganlos Agamenón o su porquero.

Es por eso deprimente que incluso el más feroz de los totalitarismos –por no hablar de nuestros más terrenales iliberalismos– encuentre sus defensores; también entre personas de mérito de las que se habría podido esperar una mayor clarividencia o un poco más de coraje. Michnik da cuenta de alguno de los desengaños que hubo de sufrir Mann; no pocos de sus amigos se alinearon con el nazismo. Pero él mismo sufrió tras la guerra el rechazo de una parte de la opinión pública alemana: “a las patrias no les gustan aquellos hijos suyos que tienen razón contra ellas antes de que toque y jamás perdonan esa temprana razón”. Hay para ello un motivo elemental: quien dice la verdad retrata a los que abrazan la mentira. O bien: “La audacia permite sentirse moralmente cómodos a quienes son audaces, pero perturba la paz moral de quienes no lo son”.

En la tierra todo es imperfecto

En cualquier caso, la riqueza del libro reside asimismo en la agudeza con la que Michnik se enfrenta al problema de la disidencia en el interior de los regímenes democráticos. El autor no deja de subrayar en todo momento la diferencia que existe entre estos últimos y los proyectos totalitarios, consagrados a la realización de un fin sagrado antes que a la gestión del pluralismo ideológico: “el ideal solo reina en los cielos, en la tierra todo es imperfecto o perfectible”. Eso, por cierto, plantea un problema para quien se ha opuesto a la dictadura, ya que esta última admite y casi reclama un juicio moral absolutista que se compadece mal con las necesidades de la democracia. “¡Ay de los absolutistas morales que triunfan políticamente!”, escribe, sin que los españoles podamos evitar reconocer en esa figura a algunos de los líderes políticos que han marcado nuestra última década y media: de Iglesias a Junqueras, pasando por Abascal y Puigdemont, sin olvidarnos de un Sánchez que, siendo lo contrario de un absolutista moral, tiene pocos reparos en disfrazarse de tal siempre que le convenga.

Sucede que en la democracia no caben las utopías ni resultan funcionales los rigores éticos del luchador antitotalitario; otra cosa es que se recurra a ellos para movilizar a la opinión pública y, de hecho, una parte de esta última abrace con entusiasmo esa falsa leyenda épica. Para los absolutistas morales, a quienes podemos llamar también monistas o zelotes, la democracia liberal es un obstáculo porque distribuye el poder y pone límites al Estado; se conforma con evitar lo peor en vez de imponer lo mejor. De acuerdo con Michnik, el mensaje más importante del siglo XX es que “la depuración del mundo del pecado no es más que una peligrosa quimera de una mente sedienta de bien”; nuestro destino es la imperfección y la democracia nos defiende de los perfeccionistas.

A la luz de su propia experiencia como intelectual público, Michnik está asimismo en condiciones de analizar este curioso tipo humano. La del intelectual es una figura que se ha democratizado: aunque no todos los participantes en el debate público son intelectuales en el sentido tradicional, abundan quienes utilizan las redes sociales para desempeñar una función parecida. Y si bien no todos tienen el mismo éxito, los mensajes de contenido moral –a menudo sostenidos sobre la indignación– resultan populares dentro de este espacio comunicativo. En la esfera pública digital, por lo tanto, el sumo sacerdote ya no gobierna en solitario; lo acompañan multitud de monaguillos. Y así como se va diluyendo la vieja figura del intelectual comprometido, proliferan sus réplicas a pequeña escala.

Va de suyo que el problema no reside en la multiplicación de los participantes en el debate, sino en la disposición que adoptan quienes se lanzan a esa piscina. Para Michnik, el intelectual o aspirante a serlo debe mantener las distancias con el poder:

Ríete como un bufón y sospecha como libertario del manso mundo de valores decretados. Porque tu misión no es celebrar triunfos políticos, ni adular a tu propio pueblo. Lo tuyo es guardar fidelidad a causas perdidas, decir verdades desagradables e incómodas, despertar el rechazo.

¡Ahí es nada! Pero la democracia es tan complicada que, como se ha visto más arriba, uno puede creerse disidente mientras en la práctica defiende al poderoso o líder de su tribu; considerar que la independencia de Cataluña es una causa perdida que merece ser defendida; o juzgar como una verdad incómoda aquello que molesta a la oposición, incluso si lo que uno está diciendo es mentira y quien dice la verdad es la oposición. Nunca subestimemos la capacidad humana para el autoengaño.

En ese terreno fangoso, solo podemos confiar en el juicio político ejercitado con honestidad y en la función orientativa que tienen los hechos socialmente observables. O que estos últimos deberían tener: ni es sencillo fijarlos siempre, ni aceptamos con docilidad aquellas realidades que desbaratan nuestros juicios morales o restan crédito a nuestras propuestas políticas. El buen desempeño intelectual en una democracia liberal nos exige algo distinto de la valentía con que se conducen los disidentes en las dictaduras; en una sociedad abierta donde la discrepancia es norma, la verdadera disidencia se ejerce con uno mismo. Se parece a esa yihad que el Corán describe primeramente como una lucha interior: nos toca someter nuestros prejuicios a un examen constante, desactivando las trampas que nos pone la percepción sesgada de la realidad y liberándonos del miedo a molestar a quienes forman parte de nuestro grupo de referencia. Bernanos otra vez: “Prefiero perder lectores a engañarlos”. Eso, como dicen los anglosajones, is easier said than done. Pero nadie dijo que fuera fácil; si lo fuera, ¿qué mérito tendría llegar a hacerlo bien?

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(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).


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