Sabrán disculpar la referencia localista los dos o tres lectores que este blog pueda tener al otro lado del Atlántico: la celebración en Sevilla durante el pasado fin de semana del Congreso Federal del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) ha deparado a los españoles un memorable espectáculo que no debe pasarse por alto. Ocurre que las reflexiones a las que ese evento local da lugar tienen un carácter potencialmente universal, pues el funcionamiento de los partidos políticos en las democracias representativas concierne –habría de concernir– a todos los ciudadanos.
De ahí que no sea necesario ofrecer muchos detalles; los interesados pueden encontrarlos en las abundantes crónicas aparecidas estos días en los periódicos españoles. Baste señalar que la instantaneidad de los medios digitales –redes sociales incluidas– ha hecho posible tener una impresión del cónclave que se parecía mucho a la que resultaría de mirar por una ventana las reuniones a puerta cerrada de una secta religiosa. El símil, con todo, es inexacto; los asistentes al congreso sabían que sus mensajes estaban siendo emitidos al exterior: nada hay de impúdico en quien se desnuda a puerta cerrada y mucho en quien se exhibe ante los extraños. Ni que decir tiene que los discursos e imágenes que salieron del congreso habían sido cuidadosamente elegidos para lanzar un mensaje extramuros del partido.
En ese sentido, lo llamativo no ha sido que los socialistas españoles escenificaran su unidad, pues nada distinto cabría esperar de un partido que ocupa el gobierno y que pese todo no se ha desplomado en las encuestas. Es comprensible que una formación política que ya no cosecha las mayorías absolutas del pasado reprima con relativa facilidad el debate interno; tener un amplio respaldo electoral hace posible que los partidos se concedan el lujo de la disidencia interior. Sin desdeñar el papel clave que juegan factores tales como el reparto de cargos, la cualidad cesarista del liderazgo de Pedro Sánchez y la correlativa remodelación de la estructura orgánica, se diría entonces que los socialistas españoles se encuentran justamente en la posición que menos se presta a la crítica endógena: ni atesoran el número de votos necesario para relajarse, ni han perdido tanto apoyo que el jefe empieza a ser cuestionado.
Más preocupante resulta que los dirigentes de la socialdemocracia española hayan procedido a radicalizar el discurso oficial de su centenaria formación, cooptando con éxito a los partidos situados a su izquierda y abrazando un ideario filopopulista cuya expresión en la agenda iliberal del gobierno es a estas alturas –para quien quiera verlo– más que evidente. En el curso del congreso hemos oído a una ex portavoz del ejecutivo decir que algún día “acabarán con la derecha” y podrán hacer las políticas que el país merece; la mera crítica del gobierno, de hecho, ha sido identificada con el “golpismo”. El partido ha hecho suyo el argumentario del gobierno y continuado con sus ataques a la prensa y a los jueces; no solo se ha aclamado a los investigados por la justicia, sino que se ha procedido a rehabilitar con todos los honores a los dirigentes andaluces que fueron condenados por su responsabilidad política en el llamado “caso ERE”. Orgullosos, en fin, de los suyos; hagan lo que hagan. El resto es “asedio” de un líder al que no se logra derrotar en las urnas; aunque de hecho fuera derrotado por el candidato conservador.
Este cierre de filas confirma –por si hacía falta– la singularidad de los partidos, que cumplen en la democracia parlamentaria una función similar a la de las empresas en el mercado capitalista: si estas compiten por ganar consumidores, los partidos quieren sumar votantes. La diferencia es obvia, sin embargo, ya que los votantes son también ciudadanos y la democracia no persigue la producción de beneficios sociales por medios indirectos, como sucede con la economía de mercado, sino que procura la conciliación de intereses en el marco de la búsqueda del bien común o –si rebajamos la ambición– trata de encontrar soluciones para los problemas colectivos. Que la economía de mercado padezca externalidades y produzca fallos de mercado no invalida la premisa consecuencialista sobre la que se basa su funcionamiento; aunque todos persigamos en ella maximizar nuestros intereses, al hacerlo generamos sin quererlo beneficios sociales más amplios. De ahí que el egoísmo del consumidor o la empresa sean conductas aceptadas en el interior del mercado, a diferencia de lo que sucede –moralmente hablando– en el seno de la familia o en las relaciones de amistad: en ellas no vale todo, aunque se haga de todo.
En el caso de los partidos, la cosa es aún más complicada, ya que a ellos se los supone democráticos: respetuosos de la legalidad y del pluralismo. Es el suyo un egoísmo constreñido, que encuentra en los jueces, la prensa y el voto popular sus principales contrapesos. Pero ya se ve –no es la primera vez– con qué facilidad pueden deslizarse los partidos por la pendiente del sectarismo: hablamos de personas que se sienten vinculadas entre sí por fuertes lazos emocionales y por la convicción de que son moralmente mejores que sus rivales, con los que luchan por conquistar el poder y todo lo que el poder trae consigo. En otras palabras, existe una tensión inevitable entre la naturaleza de los partidos políticos y las funciones que se le asignan; el catálogo de estas últimas solo puede hoy contemplarse melancólicamente en unas democracias liberales donde el iliberalismo –ya traiga causa del populismo o del extremismo– ha enraizado con fuerza.
El manual y la realidad
Recuerdo que en el viejo manual de Ciencia Política editado por el fallecido Rafael del Águila se hacía un estimulante recuento de las funciones atribuidas a los partidos políticos en el marco liberal-democrático. Se leía allí que los partidos políticos contribuyen a la formación de la opinión pública y a la estructuración de las identidades políticas, reduciendo la heterogeneidad social a magnitudes “gobernables”. Es algo que, sin duda, siguen haciendo; el problema está en cómo lo hacen o en las consecuencias que tiene el que lo hagan como lo hacen. Mucho hemos leído en los últimos años acerca del tribalismo epistémico que producen las versiones alternativas de la realidad política manufacturadas por los asesores de comunicación de los partidos y difundidas a través de los canales de comunicación a disposición de estos últimos; unos canales que, como es obvio, ven multiplicada su fuerza cuando los partidos están en el gobierno. En cuanto a las identidades políticas, la literatura académica ha terminado por identificarla como una de las fuentes principales de rigidez del voto y como un condicionante inevitable de la percepción de los asuntos públicos: cuanto menos identitario sea el ciudadano, mejor para la democracia y peor para los partidos; también, claro, viceversa. Y aunque los grandes partidos de masas de la posguerra se han empequeñecido a consecuencia de la fragmentación partidista, los efectos del identitarismo partidista no han desaparecido y siguen condicionando el funcionamiento de la democracia.
También corresponde a los partidos la armonización de intereses de los distintos grupos sociales, para lo que presentan programas globales de gobierno que –de nuevo– reducen la complejidad a términos inteligibles y manejables. Bajo esta premisa se entendería la aparición del llamado “partido atrapalotodo”, que reduce su carga ideológica y presenta un discurso más genérico, apostando por políticas sectoriales moderadas capaces de atraer a amplios sectores de la sociedad. Es patente que esto sí ha cambiado: el discurso de los grandes partidos se ha hecho en no pocos casos más agresivo, pendientes como están de neutralizar a los rivales que los amenazan desde sus extremos, mientras que la sensación de que los poderes públicos son incapaces de responder eficazmente a las amenazas del momento –desclasamiento, impacto de la inmigración, cambio climático, crisis demográfica, violencia de género– explican la apuesta verbal por políticas más radicales tanto a la izquierda como a la derecha. Va de suyo que la preferencia por unos intereses conduce con frecuencia al relegamiento de otros; no se puede contentar a todo el mundo. Sin embargo, el populista necesita de la discordia y el extremista la intensifica: crece así entre los ciudadanos la impresión de que las políticas públicas son un juego de suma cero donde uno gana lo que pierde el otro, aumentando así la polarización y convirtiéndose las elecciones en el escenario de una lucha existencial.
Otro tanto puede decirse de la formación y selección de élites políticas, tarea que ejecutan los partidos políticos en busca de personas con las que nutrir sus cuadros, sin olvidarnos de los cargos de designación política dentro de la administración; pocas democracias realmente existentes se parecen a esa que vemos en Sí, señor ministro, memorable serie de la BBC donde los funcionarios de carrera –Whitehall– se dedican a frenar las iniciativas políticas de sus ministros. Y mucho se ha hablado en los últimos años de la tendencia de nuestras democracias a la selección negativa de las élites políticas; una tendencia más acusada allí donde la administración pública está menos profesionalizada y la carrera funcionarial depende en mayor medida del favor de los partidos que gobiernan: España, por ejemplo.
Cazadores de rentas
Por otro lado, cuando el poder público puede repartir en abundancia cargos públicos y licitar contratos públicos de todo tipo aparecen los cazadores de rentas de toda clase: quienes quieren hacer de la política su medio de vida o que la política les haga ricos. Por ahí asoma eso que Peter Mair llamó “el partido cártel”, que reacciona a la pérdida sostenida de ingresos –menos militantes pagando su cuota y reducción del poder público durante la oleada liberal de los años 80– mediante el acaparamiento de los recursos públicos disponibles; el resultado es eso que entre nosotros ha estudiado Rafael Jiménez Asensio, a saber, un “Estado de partidos” dominado por el clientelismo y donde surge la tentación permanente de ampliar las dimensiones y alcance del sector público: quien tiene más, más reparte. Asunto distinto es que pueda apreciarse un menor nivel intelectual en nuestros líderes políticos, que a menudo no tienen más oficio y beneficio que la política misma. No todas las sociedades son iguales; no todas las sociedades toleran a cualquiera. Pero si aumentan la fragmentación partidista y la volubilidad del votante, un partido no necesita a un candidato que haya leído a Petrarca, sino al líder carismático que carece de escrúpulos morales y reticencias doctrinales: ese killer de la política que hace las delicias de los militantes.
No está claro, en cambio, que se haya producido una regresión en materia de canalización de las demandas populares a los poderes públicos, pues no parece que esa canalización se haya producido nunca. Cuidado: organizaciones cívicas, movimientos sociales y grupos de presión tratan de influir sobre el gobierno y esa influencia se deja sentir cuando se elaboran políticas sectoriales a través de procedimientos que incluyen la consulta a los actores implicados y los expertos del ramo. Pero no cabe duda de que la mayor parte de los ciudadanos carece de una ideología articulada y coherente, como ya demostrase Philip Converse a comienzos de los años sesenta; la mayor parte de ellos experimenta una identificación de base emocional que no se asocia a programas concretos o ideas específicas. La mejor prueba de ello es que si un partido cambia de planteamiento en un asunto capital, la mayor parte de sus votantes cambia con él; ahí tenemos la sinuosa trayectoria doctrinal del PSOE de Pedro Sánchez para demostrarlo. Esa elasticidad no es infinita: cuentan la historia, las tradiciones, los precedentes; cuenta, también, la sociología electoral. Desde ese punto de vista, en el caso español, bien podríamos concluir que Zapatero y Sánchez han llevado a su partido de vuelta al socialismo revolucionario de inspiración largocaballerista –en su versión redux de corte populista– y con ello ha convertido al Felipe González que se miró en el sólido espejo de las socialdemocracias del norte de Europa en un mero paréntesis de tres décadas.
Desde luego, los partidos políticos siguen protagonizando la formación, dirección y control del gobierno, que en los sistemas parlamentarios depende del apoyo prestado por el partido mayoritario; esos partidos también organizan y componen las cámaras parlamentarias. Aquí el problema consiste en la confusión creciente –que los populistas justifican por la necesidad de que la política se imponga al Derecho y con ello gobierne auténticamente el pueblo “auténtico”– entre partido, Gobierno y Estado. Los miembros de los partidos gobernantes tienden a perder de vista que estas tres entidades tienen una naturaleza distinta y han de desempeñar funciones dispares. Pero la voracidad de los partidos tiende a la apropiación del Estado en nombre del Gobierno; de ahí que traten de colonizar las instituciones estatales con nombramientos partidistas que reducen o eliminan su obligada neutralidad. Y de ahí, también, que los partidos menos escrupulosos suelan poner en su punto de mira a ese Poder Judicial cuyo control se les escapa, atribuyéndole un partidismo incompatible con su naturaleza.
Finalmente, se nos decía en aquel manual que corresponde a los partidos políticos –ya se encuentren en el gobierno o la oposición– la tarea de reforzar y estabilizar el sistema político para asegurar con ello la continuidad de la democracia liberal, salvedad hecha para unos partidos antisistema que quieren acabar con ella y sustituirla por no se sabe bien qué. No hace falta subrayar que la agenda iliberal de los partidos, en especial de aquellos que acceden al poder, constituye una seria desviación respecto de esa función; los partidos se convierten en enemigos de la democracia liberal cuando se dedican a neutralizar los contrapesos institucionales, abandonan el principio de legalidad, socavan la separación de poderes, estimulan la polarización o atacan a la prensa. Es algo que sucede hoy en muchos países occidentales; a la vista está. Otra cosa es que esa realidad –los hechos son los hechos– se vea debidamente reconocida allí donde se manifiesta; hablar sobre el desempeño de los partidos políticos es muy difícil, pues son muchos los ciudadanos que los convierten en marcadores de su identidad y no pocos periodistas y académicos se vinculan a ellos sea material o afectivamente o ambas cosas a la vez. ¡Pero así es la rosa!
Partitocracia y pluralismo
En su excelente Partido y democracia, el politólogo Piero Ignazi dibuja con solvencia la historia de los partidos y de los conceptos que nos sirven para caracterizar su evolución. Allí empieza por señalar que la etimología de la palabra –partire, o sea dividir– nos indica que la aceptación de los partidos presupone la posibilidad del conflicto y de la diferencia. En una sociedad democrática y pluralista, por lo tanto, no podemos sino tener partidos; y dado que el anhelo occidental por la armonía y la unidad casan mal con la naturaleza de los partidos, su legitimación ha sido ardua. Frente al partido único definitorio de los totalitarismos, donde la parte se apropia del todo, los partidos de la democracia exigen la aceptación previa del pluralismo; sin la posibilidad de la alternancia pacífica, recordémoslo, no hay democracia. Para Ignazi, la actual ola populista y plebiscitaria solo puede frenarse mediante la relegitimación de los partidos. Ahora bien: ¿qué hacemos cuando la ola populista y plebiscitaria es provocada por los partidos mismos? Y peor aun: ¿qué pasa si los partidos tradicionales que se hacen populistas ganan apoyo en lugar de perderlo? En ese caso, que es el caso, tenemos un serio problema.
No descartemos que el sociólogo Max Weber, temprano estudioso de los partidos políticos en los albores de la modernidad democrática, nos diera hace un siglo las claves de lo que estamos viviendo un siglo después. Así podemos deducirlo de la lectura atenta de sus trabajos sobre la democracia plebiscitaria, que han sido desentrañados con mano maestra por uno de sus principales especialistas –el español Joaquín Abellán– en un trabajo reciente. Para Abellán, no cabe duda de que ese concepto es en Weber sinónimo de la modernización de los partidos que sigue a la extensión del sufragio electoral; no designa, pese a las interpretaciones habituales, ninguna forma específica de Estado o de gobierno. Weber trata del asunto en su célebre ensayo “La política como profesión”, así como en un pasaje de Economía y sociedad que redacta y corrige para su publicación; hablamos de los años 1919 y 1920. Veamos esto brevemente.
Frente a los partidos de notables y un estado de cosas en el que los diputados dirigen la vida política de los Estados, el sufragio universal provoca que vayan a ser los dirigentes de los partidos –ya profesionalizados– quienes pasen a hacer tal cosa. Son ellos también quienes dirigen a la formación de manera oligárquica, mientras que los seguidores esperan la victoria del líder carismático. Escribe Weber:
lo que esperan es, ante todo, que, en la campaña electoral, el efecto demagógico de la persona del líder gane votos y escaños para que el partido llegue al poder y que se amplíen al máximo las posibilidades de que su aparato encuentre la esperada retribución.
Comentando la victoria de William Gladstone en Inglaterra, Weber destaca la fe de las masas en el carácter ético de su persona y –esto tiene más actualidad– define el fenómeno como la entrada en la política de un elemento plebiscitario-cesarista: el “dictador del campo de batalla electoral”. Este dictador electoral arrastra a las masas y se sitúa –explica Weber– por encima del Parlamento; los diputados son “prebendados políticos” que forman parte de su aparato partidista. Y luego destaca Weber el discurso demagógico como criterio clave para la selección de líderes: de un discurso que se dirigía a la inteligencia, señala, pasamos a uno que utiliza medios puramente emocionales con el fin de seducir a las masas; Abellán destaca que el sociólogo alemán llega a hablar de la situación como de una “dictadura basada en la utilización de la emotividad de las masas”. Es verdad que por dictadura entiende Weber aquí no un régimen opuesto a la democracia, sino una concentración de poder que resulta de las elecciones. A ese respecto hablará también de “democracia de líderes”, caracterizadas por la tendencia a seguir al líder a partir de una confianza de carácter emocional; una democracia sin líderes, por el contrario, es impensable en una sociedad de masas.
Ahora bien, no todas las democracias de líderes son iguales; las tradiciones históricas y las culturas políticas de cada país –entre otros factores– marcan diferencias de peso entre ellos: España no es Suecia e Italia no es Holanda; a estas alturas, España no es ni siquiera Portugal. Y ahí está el congreso de nuestros socialistas –lo que allí se dijo acerca de lo que viene sucediendo– para demostrarlo. Así que no todo es lo mismo en todas partes, ni estamos condenados a que la democracia liberal se despeñe por el barranco del populismo iliberal: que eso sea lo último que olvidemos.
(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).