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México, los dragones y la frontera

Si la clase política estadounidense no tratara a México como un universo inexplorado y amenazante, sería posible un diálogo serio para resolver los problemas de la relación bilateral.
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Se habló mucho de la supuesta crisis migratoria y de la frontera en el debate entre Donald Trump y Kamala Harris del pasado 10 de septiembre, pero curiosamente México nunca se mencionó en la discusión (nuestro país solo obtuvo una mención en toda la noche, y en otro contexto, de política industrial y fabricación de autos en México). Es como si nadie supiera que México está al otro lado de la frontera, como si fuera el clóset para llegar a Narnia o aquellos espacios en mapas antiguos designados “hic sunt dracones”, donde termina el mundo conocido y empieza un universo inexplorado, fantástico, poblado por dragones.

Dragones que cruzan la frontera, según contó Trump en el debate, para comerse a los gatos y perros de las familias en pueblos en Ohio, o sea, en el Estados Unidos profundo.

Ya no nos debe sorprender que el tema de la frontera y la migración –y de la relación bilateral con México, más ampliamente– no se trate con seriedad en la política estadounidense. Lo que bien dijo Harris sobre Trump –que prefiere aprovecharse políticamente del problema que resolverlo– se podría decir de la mayoría de la clase política del país vecino en el último cuarto de siglo.

Por muchos años yo me he quejado de que Estados Unidos tiene el lujo de ignorar a México porque este no le ha representado un problema desde que Pancho Villa atacó Columbus, Nuevo Mexico, en tiempos de la Revolución. Ahora tendré que enmendar mi queja: Estados Unidos se puede dar el lujo de crear fantasías absurdas, pero electoralmente poderosas, sobre México y la frontera por la misma razón: en realidad no son un problema para Estados Unidos.

Nuestro vecino es muy categórico a la hora de resolver verdaderas crisis existenciales. Si la migración hacia Estados Unidos y la situación en la frontera realmente fueran una crisis de la magnitud que describe Trump (y que los demócratas ya casi no refutan), podemos estar seguros de que el remedio propuesto no sería agregar otros 1,500 agentes migratorios y unos cuantos jueces en la frontera.

El público estadounidense no aprecia el hecho de vivir en un país que se sacó la lotería geográfica, al tener a Canadá y a México como vecinos. Estados Unidos es la única potencia continental en la historia que no ha tenido que desplegar a sus fuerzas armadas para defender sus fronteras. En sus tiempos de potencia mundial, han tenido el lujo que disfrutó el imperio británico por ser una isla: el lujo de proyectar su poderío militar a otras regiones del mundo, ya sea Europa, Asia o el Medio Oriente, sin tener que preocuparse por su retaguardia. Las fronteras se protegen no por fuerzas armadas sino por agentes de una entidad policíaca federal –la Border Patrol– que cuenta con menos elementos que el Departamento de Policía de la ciudad de Nueva York. El hecho de que México (o Canadá) no haya representado una crisis existencial para los Estados Unidos significa que por generaciones las élites del ecosistema de grand strategy y seguridad nacional estadounidense se han dedicado a estudiar ruso, chino, o árabe y la geografía de Europa, el sureste de Asia, o el Medio Oriente. Solo en el ámbito más corporativo existe conocimiento y enfoque más especializado en México, porque somos un vecino que siempre ha representado más oportunidad que amenaza.

A pesar de la negligencia o complacencia histórica, y aunque poco se aprecie, México figura enormemente en la creación y el enriquecimiento de la identidad estadounidense.

Yo vivo en Phoenix, Arizona, una de las metrópolis más importantes de lo que podemos denominar MexUS, la entidad que incluye todo el territorio estadounidense que también en su momento fuera parte del territorio mexicano. MexUS abarca desde el norte de California hasta la costa del Golfo en Texas. Si fuera un país independiente, contaría con una población de unos 85 millones de habitantes y sería la tercera economía del mundo. Y si MexUS aún fuera parte de México, la población del país sería de casi 220 millones de habitantes, comparada con 245 millones para lo que resta de Estados Unidos.

Frecuentemente me toca dar pláticas a oficiales de las fuerzas armadas estadounidenses. Les comparto toda esta historia no para entrar en polémicas revanchistas o narrativas de victimización, sino para resaltar lo asombroso que es que Estados Unidos tenga vecinos que quieren convivir en paz y comparten sus valores, a pesar de esta historia. En otras partes del mundo, el traspaso de territorios infinitamente menos impresionantes que California y Texas de un país vecino a otro ha creado tensiones que duran generaciones y acumulación de efectivos militares en la frontera. Acá, en cambio, basta con la Border Patrol, a pesar del legado de una guerra a la que Abraham Lincoln se opuso como congresista.

Cuando hablamos de crisis fronterizas, hay que poner todo en su debido contexto. México y Estados Unidos existen en una relación simbiótica e interdependiente, como pocos vecinos. Es una relación complicada, claro, pero con un saldo positivo para ambas partes.

Lo trágico es que, al convertir a México y a la frontera compartida en piñata electoral, en chivo expiatorio para todo tipo de ansiedades que existen en el electorado, la política estadounidense cancela cualquier trato racional hacia México y cualquier esfuerzo para desarrollar al máximo el potencial de la relación bilateral.

Por eso México ni se mencionó en el debate.

Trump hizo el ridículo con sus exageraciones absurdas, y quizá esta vez sí le perjudique. Pero más allá del debate y de esta elección, Trump ya triunfó en su campaña de demonización de los migrantes. Los demócratas han cedido el terreno y adoptado, sin los excesos racistas, la prognosis trumpista. A diferencia de 2020, la plataforma demócrata incluye muchas de las medidas que implementó en su momento la administración de Trump. Nadie cuestiona si estamos pasando por una crisis migratoria o no. Acá en Arizona, uno de los siete llamados estados bisagra, cada noche salen en televisión anuncios de la campaña de Harris argumentando que para resolver un problema tan difícil como lo es el de la frontera, necesitamos una fiscal con mano dura, como lo es ella. En el debate, Harris no defendió a los migrantes, sino que culpó a Trump de sabotear una propuesta de ley para fortalecer la frontera.

Si la clase política no estuviera tan distraída tratando a México como un mundo fantástico de dragones, los problemas y fricciones en la frontera y con la migración se podrían resolver. Se podría entablar un diálogo serio entre los dos gobiernos para crear una política migratoria regional a largo plazo, basada en un entendimiento mutuo de lo positivo que es la simbiosis transfronteriza, a pesar de sus retos.

Cualquier economista creíble mantiene que la migración sigue siendo una de las grandes ventajas comparativas para la economía estadounidense. Sin inmigración, habría una crisis demográfica en muchas comunidades, como la que vive Japón, y tasas de crecimiento más bajas. Trump habla de una invasión de migrantes que se roban los empleos de otros, pero la tasa de desempleo en Estados Unidos en años recientes (dejando de lado el periodo de pandemia) ha sido bajísima. Muchas industrias se quejan de la falta de mano de obra. Y a diferencia de las narrativas ficticias de la política, las comunidades migrantes tienen menores tasas de criminalidad y suelen ser las más emprendedoras.

El hecho de que haya tantos inmigrantes indocumentados sí es un problema en un país que quiere respetar el estado de derecho. Pero la solución a este problema es la creación de flujos de migración legal que reflejan la verdadera necesidad y demanda de la economía estadounidense y la regularización del estatus de la población actualmente indocumentada. También es razonable buscar formas de minimizar abusos al derecho a solicitar asilo y revisar políticas alrededor de la reunificación familiar. Pero al hacer imposible cualquier reforma a la política migratoria, nos quedamos con el caos y la hipocresía. La política migratoria estadounidense actual se puede ilustrar como un muro fronterizo con dos letreros: uno que dice “se prohíbe el paso”, y otro que dice “se buscan empleados, pase a preguntar”.

Si en vez de apreciar las aportaciones de comunidades migrantes la política los convierte en una amenaza a la civilización, ninguna de estas medidas se implementará. Al contrario: al ritmo que vamos, en poco tiempo la propuesta de Trump de una deportación masiva, de cerrar vías a cualquier inmigración, empezará a sonar razonable.

Y entonces sí, los Estados Unidos tendrán su crisis existencial. ~

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es director editorial de Future Tense y profesor en la Walter Cronkite School of Journalism de la Arizona State University.


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