Silvia Rosas es enfermera y trabaja en el área covid del Hospital General de Tijuana, en Baja California, una las sedes más afectadas por la pandemia en México.
Silvia asegura que estaba consciente de que su vida cambiaría cuando, hace dos meses, se supo que, debido a su cercanía con Estados Unidos, el aumento de los contagios era inminente en Tijuana. Lo que nunca se imaginó es que la situación la orillaría a vivir dentro de una camioneta para salvaguardar la salud de su familia.
“Mientras el hospital se iba llenando de pacientes contagiados, me di cuenta que volver a casa todos los días ponía en riesgo a mis seres queridos. Yo amo mi trabajo y lo hago con pleno convencimiento, pero ellos no tienen la culpa de nada y jamás me perdonaría que por mi responsabilidad se enfermaran”, asegura.
La mujer habló con su esposo y decidieron transformar su vieja Voyager blanca en una habitación sobre ruedas, para que ella pudiera dormir ahí entre semana, aislada del resto. Con la ayuda de uno de sus cuatro hijos le quitaron al vehículo una fila de asientos, metieron un colchón y almohadas, mudas de ropa y algunos víveres.
“Esa fue mi casa temporal. Desayunaba en el hospital, trabajaba ocho horas y me bañaba escrupulosamente antes de salir de nuevo al mundo. Luego comía en los puestos de la calle y me encerraba en la camioneta. Solo salía de vez en cuando por agua, atún en lata o sardinas al Oxxo. El plan era quedarme ahí durante toda la contingencia pero, ni bien pasó una semana, mi caso se volvió viral y tanto la Secretaría de Salud como la Asociación de Hoteles de Baja California me consiguieron un cuarto gratuito en el Grand Hotel Tijuana”, cuenta Silvia.
La enfermera dice estar muy agradecida por la ayuda que recibió, pero también reconoce que extraña mucho tener una “vida normal” con su familia. Solo los ve un rato los fines de semana, bajo medidas de higiene y protección muy estrictas. Lleva así un mes y medio.
“A pesar de que ahora estoy más cómoda, no dejo de añorar mi casa, mi centro emocional. Luego me tranquilizo y pienso que soy afortunada de tener salud, un techo seguro y la posibilidad de seguir ayudando a los pacientes. La vida nos da unas por otras”, dice la mujer.
Ansiedad infinita
Desde las primeras semanas de la pandemia en México, y a semejanza de lo que ocurrió antes en distintos países de Europa, el gobierno y las autoridades del sector salud buscaron acuerdos con hoteles cercanos a los centros hospitalarios para proveer de estancias gratuitas y subsidiadas al personal que labora en estos últimos. Con esto se busca proteger a sus familiares de eventuales contagios, pero también salvaguardar al personal médico de ataques u hostigamientos por parte de la población.
No todos corren con la misma suerte que Silvia Rosas. Ella pudo acceder a un alojamiento de inmediato porque su caso ganó atención mediática, pero la realidad es que muchos trabajadores de la salud aseguran no que tienen información sobre cómo acceder a dichas alternativas.
De acuerdo con datos proporcionados por la Secretaría de Desarrollo Económico (Sedeco) de la Ciudad de México, hay cerca de 300 hoteles y moteles dispuestos para estos fines en la capital del país. A ello hay que sumar las cerca de 2 mil 500 noches sin costo, o con precios especiales, que la plataforma Airbnb ha ofrecido a personal médico y de socorro.
Según cuenta la doctora Cecilia Bustamante, quien atiende urgencias de pediatría en el Centro Médico Nacional La Raza, del IMSS, a algunos colegas sus caseros les han pedido entregar sus departamentos porque piensan que podrían ser un foco de infección, y ahora no encuentran a dónde mudarse. La pediatra vive en un departamento de Airbnb desde hace quince días y dice que tomó la decisión de salirse de su casa porque el trabajo de especialistas como ella conlleva un riesgo especial: si un niño que llega a consulta tiene covid-19, puede ser completamente asintomático pero tener una carga viral muy superior a la que podría presentar un adulto. Bajo esas circunstancias, es fácil contraer el virus.
En la casa de la doctora Bustamante se quedaron su esposo y su madre, quien tiene un padecimiento crónico que la hace más propensa a enfermarse. “Un día mi mamá tuvo un cuadro intenso de fiebre, combinado con dolores de cabeza, y me espanté muchísimo porque pensé que había contraído el virus. Por fortuna no fue así, pero de inmediato tomé la decisión de rentar un espacio lejos de ellos”, dice.
Según cuenta la médica, tuvo días de ansiedad infinita. Quienes trabajan en el área de urgencias de un hospital son siempre la barrera inicial ante las enfermedades que ingresan al nosocomio. Eso, dice ella, influye en el hecho de que el personal tema por su vida a todas horas y se generen ambientes de tensión.
“Cada día, al llegar e irme del trabajo, sentía que jugaba a la ruleta rusa. Conseguir un lugar a donde llegar por las noches para bañarme, cenar y tratar de descansar me ha ayudado a estar mejor. El riesgo que evitas al quedarte en casa hace sentir muchísima seguridad. Ahora siento que mi situación es un poco más llevadera, pero al mismo tiempo no me permito bajar la guardia”, afirma.
Enrique Martínez también se separó de los suyos. Él y su esposa son ginecólogos en el Hospital General Gregorio Salas, del centro de la Ciudad de México, pero ella tiene lupus eritematoso y esa condición la convierte en población de alto riesgo ante el coronavirus. “Lo hablamos mucho y llegamos a la conclusión de que la mejor solución sería que ella se fuera a casa de sus papás, para que no estuviera sola, y yo me quedara en nuestro departamento. Sigo saliendo diario a trabajar y, aunque no tengo como consigna atender sólo a las pacientes con covid o sospecha de tenerlo, por la fase 3 de la pandemia debemos asumir que todas son portadoras asintomáticas. Es angustioso y desgastante, pero es lo que hay”, cuenta.
El doctor se considera una persona tranquila, que siempre busca tomar decisiones con la cabeza fría. Pero en este punto, dice, lo estresa hasta la logística de conseguir sus alimentos para toda la semana.
“Me siento como si fuera un repartidor de comida. Mi esposa y mi suegra insisten en cocinarme, así que nos ponemos de acuerdo para que yo pase ciertos días a su casa por bolsas llenas de tópers con comida. Yo llego, toco el timbre, saludo de lejos a mi mujer, me pasan la bolsa, me despido y me voy. Llevamos así un mes y medio. Prepararme mis alimentos es un gesto muy bonito de su parte, pero lo que realmente necesito es abrazarlas”, afirma.
“A veces nos supera el golpe”
Xenia García es médica residente de ginecología en el Hospital General de México y dice que desea profundamente hacer una maleta para irse a Oaxaca y ver a sus padres. Tiene 29 años y asegura que el encierro se le ha vuelto insoportable.
“Yo no me mudé a un nuevo hogar porque mi familia no está acá y las personas con las que comparto departamento también son médicos en activo, aunque de otras áreas. Estamos expuestos diario al mismo peligro. Y aunque sé que confinarme en la casa es lo más prudente, a veces siento como si me hubiera quedado encerrada por siempre. No hago más que ir a trabajar durante el día y regresar al edificio. A veces salgo a comprar despensa, pero solo eso. Extraño a mi mamá y a su comida, extraño mi vida pasada, extraño tener libertad de ir a donde quiera”, afirma.
Sus tiempos libres son con los que más le cuesta lidiar. Xenia está acostumbrada a salir al cine frecuentemente o a irse a conocer nuevos lugares, por lo que ha tenido que suplir esas actividades viendo series de Netflix, pasando horas en la cocina o escribiendo los últimos detalles de su tesis para licenciarse.
“Todos hemos pasado por episodios de mucha tristeza durante el encierro. En mi caso, por ejemplo, al escuchar a mi madre llorar de preocupación cuando le hablo por teléfono; o por tener gastos que no tenía contemplados, como el de material de protección para el trabajo y la comida. Recuerdo especialmente algo que me hizo sentir muy mal: un día salí del hospital con mi uniforme y un indigente me escupió en la calle porque pensaba que lo iba a contagiar de covid. Son cosas que se van acumulando y en algún punto estallan”, cuenta Xenia.
En su hospital han puesto a disposición de todos los trabajadores algunas líneas gratuitas de contención emocional. Xenia dice que aún no las ha usado, pero que tampoco descarta hacerlo pronto.
Octavio N. (quien pidió mantener su identidad en secreto) sí pidió ayuda psicológica remota. Él labora en el área de urgencias de un hospital del Seguro Social de la Ciudad de México y aceptó un alojamiento gratuito en un motel aledaño, debido a que en su casa uno de sus padres tiene un diagnóstico complicado, por lo que exponerse a una potencial infección podría retrasar el tratamiento que tiene en curso o hasta acabar con su vida.
“Dejarlos fue una decisión especialmente dolorosa. A eso hay que sumar que en el hospital donde trabajo se siente un clima muy lúgubre: tememos contagiarnos y al mismo tiempo nos enteramos de que algunos colegas fallecen o tienen enfermos en sus familias. Por todo ello fue que pedí ayuda psicológica. Y me ha ayudado a estar un poco más tranquilo, porque a veces sí nos supera el golpe”, dice con voz apagada el médico, desde el cuarto de hotel que se volvió su hogar desde hace 15 días.
El confinamiento dentro de una habitación, luego de ocho horas de trabajo, tampoco le da mucha tregua a su congoja. El hotel donde se aloja tiene reglas muy específicas para el personal médico y de socorro que se queda ahí: hacer el mínimo ruido posible, tomar los desayunos que se les brindan de forma aislada, mantener perfectamente limpios los lugares en que permanecen más tiempo y, principalmente, evitar salir.
“A pesar de que nos ayudan mucho y nos evitan exponer a los nuestros a un riesgo innecesario, no puedo evitar sentir ajeno este sitio. El factor de aislamiento impacta mucho más de lo que nos imaginábamos. Siendo personal de la salud, ni siquiera nos atrevemos a platicar con otras personas que están en la misma situación y a solo una puerta de distancia”, reconoce el doctor Octavio.
El médico dice que se da ánimos al pensar en sus planes a futuro; en la especialidad en cirugía que quiere hacer, así como la maestría en Economía y sistema sanitario que tiene pendiente. Cada quien echa mano de sus esperanzas de forma distinta.
Enrique Martínez, el ginecólogo del Hospital General Gregorio Salas, también ideó la forma de lidiar con la zozobra y sus preocupaciones diarias: toma sus clases de maestría en línea todos los sábados, y entre semana alecciona a los internos del hospital vía remota. Dice que eso le ayuda a despejar la mente.
Para Cecilia Bustamante no hay más: siempre que quiere sentirse mejor piensa en su familia, en volverse a ver como antes, y en que su madre y esposo tengan salud. Cuando por la noche llega al departamento de Airbnb, disfruta hacerse de cenar, leer novelas y artículos médicos. Hasta ver la conferencia vespertina encabezada por el subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud, Hugo López-Gatell, es parte de su rutina de naufragio.
Xenia García se hace de comer platillos que la transportan a Oaxaca. También logró disciplinarse para hacer ejercicio, leer, escuchar música y platicar con sus roomies por la tarde, para conocerlos más.
A Silvia Rosas, la enfermera de Tijuana, es la llegada del fin de semana lo que la mantiene andando a pesar de los turnos extenuantes y la carga emocional de cuidar diariamente de pacientes con coronavirus.
“Puedo leer horas y horas sobre nuevas técnicas para voltear a un paciente con covid y lograr que respire mejor; puedo distraerme viendo algo en la tele del hotel; puedo platicar con mi familia todos los días por videollamada. Pero lo que verdaderamente me da ánimos de seguir adelante es acabar responsablemente mis labores en el hospital el viernes y correr a ver a mis hijos y a mi esposo. Yo sé que la realidad, tal como la conocemos, ya nunca será la misma, por eso he aprendido a valorar mucho más a mi gente. Si de algo estoy segura es que no quiero estar lejos de ellos nunca más”, dice.
es periodista.