Cómo acabar desde el periodismo con el conflicto irresoluble de la prostitución

La constitución de OTRAS, el Sindicato de Trabajadoras Sexuales, ha vuelto a poner en el centro de la opinión pública la controversia en torno a la prostitución. Los medios deberían iluminar espacios desde los que reflexionar porque el debate no acabará pronto.
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La veterana periodista estadounidense Amanda Ripley recomienda en su artículo “Narrativas más complejas”, publicado en The whole story, no caer en el mismo error que cometió ella durante veinte años de ejercicio profesional: sobreestimar la capacidad para entender rápidamente qué empuja a la gente a hacer lo que hace, no sobrevalorar la capacidad colectiva para razonar, ni infravalorar el peso del orgullo, el miedo y la necesidad de pertenencia, cuando nos enfrentamos a conflictos irresolubles. ¿Es la prostitución uno de estos conflictos que parecen no tener solución? No cabe duda, al menos de momento.

La prostitución forma parte de una tendencia contemporánea en la que los desacuerdos entre tribus (políticas, religiosas, étnicas, raciales o de otro tipo), según explica Ripley, responden a una dinámica por la que se vuelven cada vez más acusados. En estos contextos de polarización solemos sentirnos amenazados y desde esa emoción es imposible ser curioso. “En ese estado de hipervigilancia, sentimos una necesidad inconsciente de defender nuestra posición y atacar al otro. La ansiedad nos hace inmunes a nueva información. En otras palabras: no hay cantidad de periodismo de investigación ni de documentos filtrados que vaya a poder cambiar nuestra opinión, no importa cuál”, explica.

Ripley nos recuerda que en estas circunstancias de conflicto y máxima intensidad afectiva el cerebro humano tiende a ordenar y a crear una falsa coherencia y unidad en el discurso que facilite la comprensión de los hechos, una dinámica que en el oficio periodístico se puede traducir en elegir aquellos entrecomillados y datos que encajan en nuestra narrativa e hipótesis para darles coherencia, corriendo el riesgo de caer en la simplificación. Una simplificación que retroalimenta la confrontación al borrar los matices, las contradicciones e incoherencias intrínsecas a cualquier proceso social. Y una vez que la dinámica de deliberación enmarca los conflictos como irresolubles “la complejidad colapsa, y la narrativa del nosotros versus ellos agota el oxígeno de la habitación”, sentencia Ripley. Un proceso que se suele agudizar con el paso de los años, mediante la búsqueda y la reafirmación en los argumentos que confirman nuestra creencia y, consecuentemente, el rechazo a la de los otros.

Pero no todo está perdido. Como explica Sharon Krause, ante el disenso y la incertidumbre –por muy radical que sea– tenemos otras herramientas como la imparcialidad emocionada, una experiencia cotidiana que podemos ejercitar y que desde los medios de comunicación podría fomentarse. Para convivir en democracia aprendemos, con más o menos éxito, a ponernos en el lugar del otro y eso nos ayuda a entender sus intereses, simpatías o convicciones. Este ejercicio nos permite superar nuestras visiones particulares y vivir con otros. Y somos capaces de hacerlo porque más allá de la diferencia, existe un horizonte de valores, principios y expectativas hacia el que podemos proyectarnos como parte de un espacio político común que queremos preservar. Más allá de esto la democracia acaba.

La pluralidad y los medios

La pluralidad de ideas es un valor fundamental en las democracias, y los “conflictos irresolubles” o los posicionamientos polarizados han existido siempre. Sin embargo, el auge de los discursos xenófobos y fascistas basados en fake news, rumores y prejuicios y la tendencia creciente –alimentada por los algoritmos endogámicos de Google y las redes sociales– de parte de las audiencias a exigir que sus periodistas y medios de comunicación de referencia sean un espejo de sus preconcepciones ha obligado a los profesionales de la información a repensar qué función estamos jugando en esta tendencia de nuestras sociedades a simplificar y polarizar los discursos, en detrimento de prácticas como esta imparcialidad desde la que tomar en consideración a los otros.

Los medios de comunicación pueden facilitar esta toma de distancia y fomentar el diálogo, tanto como pueden bloquearla, reforzando el statu quo. La cuestión es que siempre –y más aún antes estos conflictos- tienen una responsabilidad con la ciudadanía y con los colectivos que ven vulnerados sus derechos. No puede haber una apuesta cómoda por la reiteración, por las narrativas del ‘nosotros versus ellos’, del blanco y el negro frente al tecnicolor.

La prostitución es buen ejemplo de ello. Es difícil no categorizarla como uno de esos conflictos irresolubles no solo en España, también en la Unión Europea y en el contexto internacional. Esta controversia es además la gran brecha entre los feminismos: polarizada de tal forma entre el abolicionismo y el regulacionismo más extremos que uno siente que no hay lugar para matices. La relación entre sectores es excluyente y no se escenifica el más mínimo denominador común.

Cíclicamente se alerta sobre la necesidad de modificar las lógicas de este debate, por muchas razones, quizá la más importante la responsabilidad que como sociedad tenemos hacia las personas que ven vulnerados sus derechos. Sin embargo, aquí estamos otra vez: o estás a favor de crear un sindicato y, por tanto, de regularizar o lo estás de abolir y niegas cualquier posibilidad de existencia al trabajo sexual; o te centras en la dimensión estructural o argumentas desde la legitimidad de las experiencias individuales. Pero las posiciones son más diversas, por ejemplo los planteamientos despenalizadores de parte del movimiento proderechos que no defienden una regularización neoliberal al uso, como la propuesta de Amnistía Internacional. Incluso, (¡qué locura!) cabe la posibilidad de que no sepamos aún cuál es nuestra opinión al respecto, o que intentemos suspender la toma de posición hasta que la incertidumbre se reduzca.

¿Y qué podemos hacer los y las periodistas con este conflicto? Es evidente que esta polarización nos afecta, porque si decidimos abordar el asunto desde una perspectiva no hegemónica o previsible seremos acusadas de traidoras por una de las facciones en liza, casi inexorablemente: aliadas de los proxenetas y de las redes de trata o, por el contrario, negadoras del derecho de la ‘trabajadoras sexuales’ a tener unos derechos laborales como cualquier otra persona.

Lo estamos comprobando estos días, una vez más, a raíz de la constitución de OTRAS, el Sindicato de Trabajadoras Sexuales, y las acusaciones que desde los distintos sectores están sufriendo aquellos profesionales que informan sobre el asunto.

El ruido y el silencio

Pero si del ruido podemos extraer claves, más atronador resulta a veces el silencio. ¿Por qué en un contexto de crisis, que ha favorecido la aparición de temas sociales en los medios de comunicación, no estamos apenas contando cómo están afectando las ordenanzas municipales contra la prostitución a un número importante de mujeres que la ejercen en las calles de nuestras ciudades? Desde que en 2005, el Ayuntamiento de Barcelona aprobase la Ordenanza de medidas para fomentar y garantizar la convivencia en el espacio público –destinada a erradicar la prostitución de sus calles–, más de una decena de consistorios han aprobado una copia de la misma en sus ciudades.

Investigadoras como Paula Arce, del Grupo Antígona de la Universidad Autónoma de Barcelona, han documentado cómo en esta ciudad hay mujeres que acumulan multas por valor de más de 20.000 euros –que nunca podrán pagar–, por lo que no pueden tener cuentas bancarias –que les serían embargadas–, se les ha retirado ayudas de inserción por la deuda, y, en el caso de estar en situación administrativa irregular –sin papeles– nunca podrán solicitar su permiso de residencia por tener esta deuda con la Administración. Como señalaba Arce en un seminario organizado por el grupo académico de investigación Mediasociosex[1], entre las afectadas hay víctimas de trata que seguían acumulando multas sin que pudieran decidir dejar de estar en la calle, ya que estaban obligadas por la red a quedarse.

Desde la llegada del equipo de Ada Colau al Ayuntamiento de Barcelona, la policía local no está imponiéndoles multas. Hasta ese momento, como ocurre en Sevilla –donde el consistorio se niega a hacer públicas el número de multas impuestas–, las prostitutas han denunciado el acoso policial que sufren para que se retiren de las calles. Y además de las multas por la ordenanza, se les aplican las previstas en la Ley Mordaza, por desobedecer sus órdenes, por delitos contra la libertad e indemnidad sexual y por exhibición obscena. Ante esta situación, muchas de ellas han tenido que trasladarse a clubes donde tendrán que pagar a sus propietarios una parte de sus ingresos o a pisos, donde la clandestinidad y la opacidad son mayores, como le ocurrió a Jénnifer, víctima de trata.

Si no se está contando las consecuencias de estas ordenanzas municipales y de la Ley Mordaza en el ámbito de la prostitución es, en parte, por la autocensura anteriormente señalada: denunciar las consecuencias económicas y sociales para estas mujeres podría ser interpretado por sectores abolicionistas como una defensa de la prostitución y eso conllevaría un castigo social en términos de visibilidad, seguimiento y reputación por parte de estos personas que, por lo demás, aplaudirían el resto de los trabajos de estos periodistas dedicados a denunciar situaciones de vulnerabilidad y empobrecimiento.

Pero más allá de las consecuencias para la independencia de los periodistas de determinadas prácticas de presión desde los grupos con opiniones dicotómicas, ¿cómo afecta a la ciudadanía recibir informaciones cribadas por enfoques también polarizados? ¿Es posible subvertir esta degeneración de la función social informativa con enfoques de derechos desde los que crear espacios de diálogo? ¿Desde qué premisas se está contando mayoritariamente la prostitución? ¿Por qué desde hace una década prostitución y trata aparecen como sinónimos en algunas informaciones? ¿Quiénes son los y las actores más recurrentes en los medios de comunicación y aquellos más invisibilizados? ¿Hay forma de empezar a desenredar la controversia en torno a la prostitución a través de la información?

Estas son algunas de las preguntas que investigadoras de distintas universidades españolas, reunidas en un grupo interdisciplinar llamado Mediasociosex, intentamos abordar a través de seminarios, entrevistas y encuentros desde hace tres años. Para ello, hemos reunido y escuchado a mujeres que ejercen la prostitución, activistas abolicionistas, investigadoras académicas de distintos países y periodistas que cubren esta cuestión en medios y agencias informativas.

El tratamiento periodístico de la prostitución

Y estas han sido algunas de las conclusiones: En términos generales, lo que sabemos de prostitución por los medios de comunicación casi se restringe a las informaciones sobre redadas de supuestas redes de trata con fines de explotación sexual, presentadas como éxitos de la lucha contra la trata y la prostitución, mezclando ambos términos, cuando esta última en España no es ilegal. No siempre fue así. Los movimientos de mujeres dedicadas a la prostitución han tenido una voz desigual en el espacio público en función del contexto sociohistórico y si bien la estigmatización de la prostitución es casi una constante, la confusión entre prostitución y trata ha sido un proceso paulatino más reciente. Tal y como recoge Belén Puñal en su tesis doctoral sobre el tratamiento periodístico de la prostitución, en 1977 hubo una manifestación de prostitutas contra la ley de peligrosidad social, por la que se les podía encarcelar durante la dictadura. “Hasta entonces, tenían voz, tenían agencia, en los medios. De hecho, en este mismo año, se constituyó un sindicato unitario de trabajadoras del amor en Málaga. Y aparecieron en los medios de comunicación”. Según Puñal, fue a partir de 1987, con la alarma generada por el sida, cuando se incrementa su estigmatización mediática, y el discurso higienista reaparece en medios como ABC, señalándolas como transmisoras del virus del VIH, al igual que sucede con las personas trans.

No es hasta 2007 cuando el debate político sobre la prostitución cobra protagonismo con el informe que elabora la comisión del Congreso y el Senado sobre esta cuestión con una visión abolicionista. En ese momento, se decide dejar de lado la prostitución para centrarse en la trata con fines de explotación sexual y desde 2008 comienzan de forma sistemática las campañas institucionales contra la trata que recogerán este planteamiento, identificando ambos fenómenos y centrándose en la desincentivación de la demanda.

No solo en España los partidos políticos optan por esta vía desterrando la prostitución voluntaria del debate y se centran en exclusiva en la trata. También la Unión Europea decide, con no poca ambigüedad y de forma no explícita, que la prostitución no entra en su agenda y destina todos los esfuerzos a producir políticas públicas en torno al fenómeno de la trata sobre el que existe más consenso. Gill Allwood analiza los motivos de este bloqueo en la agenda y del silencio institucional de la UE en torno a la prostitución. Entre otros factores señala la definición estratégica de competencias, el carácter conflictivo de la cuestión, el profundo disenso que hay entre los modelos nacionales y la acción desigual de los lobbys, que se ve afectada por el silenciamiento de actores clave como las organizaciones de trabajadoras sexuales.

Es difícil señalar una fecha pero podríamos situar en torno a 2012 el momento en que el discurso abolicionista se hace hegemónico, tanto en los ámbitos institucionales como mediáticos. Los discursos que enmarcaban la prostitución como criminalidad, inseguridad, conflictos vecinales, riesgos de salud pública se van desplazando hacia el relato que hoy es mayoritario: las redadas para acabar con mafias y salvar a las víctimas de trata.

Las fuentes del relato

En este relato las fuentes para los periodistas son fundamentalmente las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Por lo tanto, la narración periodística mayoritaria se encuadra normalmente en la sección de sucesos y desde el prisma de los éxitos policiales cuando desmantelan redes de trata en los prostíbulos. Esto transmite a la ciudadanía la imagen de que la prostitución es una cuestión de seguridad y delincuencia, una aproximación a esta cuestión que ahonda en la estigmatización de estas mujeres y que se subraya al solo mostrarlas a ellas en el momento de las redadas. Además, al tener que pixelarles los rostros para salvaguardar su identidad, se profundiza en su imagen tenebrosa vinculada con la clandestinidad. Incluso, según diferentes periodistas, la competencia en términos de comunicación que existe entre la Policía y la Guardia Civil para vender sus “éxitos” ha degenerado en los últimos años en que distribuyan las imágenes que graban de estas redadas cuando conviene a su estrategia comunicativa.

La estadística, la prostitución y la trata

Uno de los argumentos más utilizados para sustentar este discurso de prostitución es igual a trata es el uso de datos estadísticos. Estos días hemos escuchado que “un 70% de las mujeres que ejercen la prostitución son víctimas de trata según la Policía” –un porcentaje que hemos preguntado de dónde extraen sin obtener respuesta por el momento–, otras organizaciones hablan de un 80%, otras voces abolicionistas han hablado estos días de un 90 y hasta un 95%. Pero ¿de dónde salen estas cifras?

La propia Naciones Unidas admite que no hay datos fiables sobre esta cuestión y estima que entre 3 y 4 millones de mujeres y niñas son vendidas al año en el mundo para la trata con fines de explotación sexual, laboral y matrimonios forzosos. En el ámbito de la trata con fines de explotación sexual se centra en que su mayor incidencia es entre las mujeres: 7 de cada 10 víctimas. Si bien es cierto que se ha puesto cada vez más esfuerzo en identificar y cuantificar el fenómeno, fuentes de entidades que llevan años trabajando en el ámbito de la trata rechazan la fiabilidad de los porcentajes citados anteriormente, simplemente porque por su naturaleza oculta es, si no imposible, muy difícil saberlo. Se sabe cuántos clubs hay y se puede estimar cuántas mujeres puede haber en cada uno de ellos, pero no cuántos pisos, ni cuántas mujeres están prostituyéndose de manera regular o puntual en las calles. Además, las mujeres que acuden a entidades sociales y ONGs a menudo acuden a varias distintas, por lo que, al no haber una base de datos compartida ni cruce de datos, pueden ser contabilizadas varias veces.

Además hay una gran movilidad: las mujeres que ejercen la prostitución, como muchas víctimas de trata, hacen “plazas”, es decir, van variando mensualmente de clubs. Y por otra parte, hay muchas víctimas de trata que nunca han sido identificadas o que, como reconoce la propia Fiscalía General del Estado, en su memoria de 2017, suscriben la versión de sus tratantes por temor a sufrir represalias o a ser deportadas. Por todo ello, los únicos datos contrastables sobre la trata en España –aunque haya una infrarrepresentación por los déficits de identificación– son aquellos de la Fiscalía y las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Según datos del Centro de Inteligencia contra el Terrorismo y el Crimen Organizado (CITCO), en 2017 fueron identificadas 422 víctimas por explotación sexual y 155 por trata con fines de explotación sexual. En el mismo periodo, fueron rescatadas 475 personas víctimas de explotación laboral y 58 de trata laboral, aunque esta casuística atraiga mucho menos la atención que la primera. En cualquier caso, es de sobra conocido que el número de mujeres víctimas de trata es mucho mayor, pero también es cierto que esta es la única cifra certera con la que contamos.

En este sentido, necesitamos mejorar nuestras técnicas de investigación para no caer en errores como el que destapó en un hilo de Twitter @GemaGoldie. Esta estudiante aficionada a corroborar las fuentes y los datos evidenció una falsedad comúnmente repetida: que el 40% de los españoles pagan por tener sexo con prostitutas. Buceando en las fuentes originarias, describió que el 39% al que se referían en realidad procedía de un libro de 1992. Finalmente, el dato más reciente y fiable resultó ser el del CIS de 2008 en el que un 25% de los encuestados reconocía haber pagado al menos una vez por mantener relaciones sexuales.

¿Dónde se pone el foco?

En este relato, como sucedió también en cómo se ha contado tradicionalmente la violencia de género, se suele poner el foco en las mujeres, raramente en los clientes o en los dueños de los clubs. Frente a la imagen de la prostituta como peligro, como outsider social habitual en décadas anteriores nos hemos acostumbrado a la de la “víctima ideal”. Es habitual que a la prostituta se la describa como sumisa, desprovista de capacidad de decisión, pobre, sin formación, avergonzada… No suelen ser ellas las que tienen voz en los medios, sino portavoces de ONG y entidades sociales, así como activistas con amplia visibilidad mediática mayoritariamente de corte abolicionista.

También es habitual que esta representación conviva con otras minoritarias de corte mercantilista y sensacionalista que ponen el énfasis en la sexualización, lo pornográfico, lo escabroso, mostrándolo desde la fascinación por lo desviado. Se trata de representaciones que legitiman sin cuestionar la industria del sexo hegemónica.

Otras formas de contar la prostitución

En los últimos años ha habido un cierto desplazamiento de estas formas de contar la prostitución y, si bien tímidamente, el movimiento proderechos ha logrado dejarse oír en la prensa, desde las primeras apariciones en redes sociales, hasta el éxito moderado del lema Puta feminista, excepcionalmente se ha reconocido la dimensión reivindicativa, organizativa y política de esta perspectiva minoritaria. Se pueden consultar estudios sobre el tema aquí y aquí.

Hoy todavía cuando se cubre el tema no suele aplicarse el enfoque de derechos humanos, pese a que es una metodología cada vez más habitual en las informaciones con contenido social. Abordar estas informaciones sobre prostitución desde este enfoque permitiría identificar qué derechos fundamentales ven vulnerados las personas que ejercen la prostitución y relacionarlo no solo con las condiciones socioeconómicas y políticas, sino de modo más concreto con el limbo legal en el que se encuentra esta actividad en nuestro país, con las políticas represivas que se han implantado a través de las ordenanzas municipales y con la Ley Mordaza. El ejercicio periodístico tiene que ir más lejos de lo que va una campaña de sensibilización con el lema No a la trata, o una que abogue por la sindicación. No sirve si no se pregunta por la igualdad sin discriminación de circunstancia personal o social (art. 14), por el derecho a la libertad y a la seguridad (art. 17). Incluso –por muy polémico que sea–, habrá que abordar qué sucede con el derecho al trabajo (art. 35), a la salvaguardia de los derechos económicos y profesionales (art. 42) y el derecho a sindicarse libremente (art. 28).

Incorporar la información sobre las violaciones de derechos fundamentales y la discusión sobre los límites del reconocimiento de derechos o la conceptuación de la prostitución –no en abstracto, sino en el momento actual– aporta a la cobertura periodística la capacidad de radiografiar cuáles son las consecuencias en las vidas de las personas de las políticas públicas y si realmente responden a sus supuestos objetivos.

Algunas recomendaciones para periodistas

Para ello, es necesario contar que las mujeres que están sometidas a la trata con fines de explotación sexual suelen ocupar los mismos espacios en los que otras ejercen la prostitución no forzada. Hay que contextualizar cómo las redes de trata se han convertido para muchas mujeres de países empobrecidos en la única vía que las políticas de cierres de frontera de los países del Norte global les han dejado para cumplir su legítimo deseo de migrar y mejorar sus condiciones de vida y las de sus familias. Y debemos también subrayar que muchas de las mujeres que ejercen la prostitución lo hacen condicionadas por la falta de oportunidades laborales, y que como parte de las estrategias de supervivencia algunas deciden ejercer la prostitución antes que trabajar en sectores de la economía que les ofrecen menos ingresos.

Hay que relatar que muchas de estas mujeres, en el marco de la sociedad patriarcal y machista en la que vivimos, han sufrido violencia y tratos denigrantes durante el ejercicio de la prostitución, pero no hacerlo como excusa para reforzar el argumento propio, sino por la exigencia de practicar el testimonio ético: escuchar para reconocer y reparar el daño. Y en esa línea resaltar que estas situaciones de violencia se ceban más en un contexto en el que la Ley de Extranjería que obliga a las personas en situación administrativa irregular a esperar tres años en la clandestinidad antes de poder solicitar el permiso de residencia si consiguen una oferta de contrato de un año de duración y 40 horas semanales– favorece la explotación, la vulneración de derechos y la falta de oportunidades. También se puede explicar que si existe una aspiración legítima de abolir la prostitución, eso no es incompatible con que mientras no se logre, las mujeres que la ejercen tengan sus derechos reconocidos para que sus condiciones de vida no sean aún más precarias.

En definitiva, el periodismo podría ofrecer instrumentos para iluminar la controversia que ayuden a entender –con datos, relatos, metáforas, relaciones, etc., contenidos que nos faciliten aguantar la incertidumbre de no saber qué está bien o qué está mal, a darnos cuenta de que nos enfrentamos a zonas grises y estar dispuestos a tomar distancia y aguantar, porque el debate no acabará pronto y tenemos que estar en disposición de seguir escuchando. La rabia descontrolada, el refuerzo de la tribu desde el sentido de pertenencia, la indiferencia o la superioridad moral atribuida al argumento no facilitaran el camino. Tampoco lo hace el silenciamiento de temas incómodos con los que no se ganan seguidores, o las coberturas negligentes que pretenden hacerse sin la lectura y la reflexión previas.

Que no es fácil es obvio, pero los periodistas podemos, al menos, no contribuir a la polarización, la deshumanización y el enfrentamiento. También en la cuestión de la prostitución, que lejos de ser solo un debate teórico, es la realidad de miles de personas que ven vulnerados sus derechos diariamente.

Y si pese a todo sigue el silencio: “No lo confundas con cualquier clase de ausencia” (Adrienne Rich).

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Patricia Simón es periodista. Fue subdirectora de Periodismo Humano. Escribe en Pikara Magazine, La marea y otros medios. Forma parte del grupo de investigación académica “La mediatización de los imaginarios sociosexuales: la controversia sobre la prostitución". @patriciasimon


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