Durante los últimos meses, el sistema de justicia penal acusatorio se ha convertido en el enemigo público número uno. Sin evidencia de por medio, varios gobernadores y titulares de instituciones de seguridad pública han alegado que los incrementos delictivos son provocados por la “laxitud” del modelo que el 18 de junio pasado cumplió un año de operaciones a nivel nacional. Exigen que se incremente el uso de la prisión preventiva y se reduzcan las alternativas al proceso penal tradicional. Tras sus declaraciones se esconde la preocupante creencia que sostiene que el respeto al derecho a la presunción de inocencia y el debido proceso constituyen obstáculos para la seguridad pública. Sin embargo, más allá de sus opiniones personales, es necesario destacar los efectos nocivos que provocan al señalar al “nuevo sistema de justicia”, así en abstracto y sin evidencia, como el culpable directo de la inseguridad. Las consecuencias que sus declaraciones pueden tener sobre la ya desgastada legitimidad del sistema de justicia pueden ser devastadoras.
La existencia de legitimidad institucional es fundamental para garantizar la obediencia de la ley, la cooperación con las autoridades e, inclusive, el desarrollo social y económico de las comunidades[1]. Por el contrario, la ausencia de legitimidad deriva en escenarios conocidos por los mexicanos: desconfianza en las autoridades, ausencia de cooperación e incumplimiento de las normas. Cuando las autoridades atribuyen equivocadamente las causas de la violencia al modelo acusatorio, lo hacen como si la legitimidad institucional fuera algo que pudiera recuperarse de un día para otro. Ahí se equivocan. En materia de seguridad y justicia, la construcción de la legitimidad institucional es mucho más compleja de lo que se piensa.
La experiencia de los Estados Unidos puede servir como ejemplo: durante los últimos veinticinco años, el crimen disminuyó más de 50%; sin embargo, lejos de lo que podría suponerse, la legitimidad de la policía no se ha incrementado e inclusive disminuyó entre ciertos sectores de la población[2]. Si bien las instituciones policiales atacaron el crimen, lo hicieron con estrategias agresivas y profundamente autoritarias que terminaron por dañar la relación entre las instituciones y las comunidades. A pesar de los resultados, la legitimidad de la policía no incrementó porque su construcción requiere, además de una reducción en los índices delictivos, un cambio profundo en las formas de actuar de las autoridades: procesos imparciales, respetuosos, justos y que consideren los intereses y necesidades de los ciudadanos[3].
Una de las razones que impulsó la aprobación de la reforma penal de 2008 fue la ausencia histórica de legitimidad en el sistema de justicia mexicano. En este sentido, el modelo se presentó como la respuesta a un sistema que operaba de forma arbitraria y opaca y que por ello había perdido la confianza de las personas: de acuerdo con la última medición nacional, policías, ministerios públicos y jueces locales se encuentran entre los servidores públicos menos confiables entre la ciudadanía. El modelo acusatorio incluye, en su diseño normativo e institucional, las condiciones requeridas para construir progresivamente la legitimidad necesaria en nuestro sistema de justicia. Las características del modelo requieren una mayor transparencia y respeto a los derechos humanos, lo cual se traduce en la exigencia de que nuestros policías, ministerios públicos y jueces se conduzcan precisamente de forma imparcial, respetuosa y justa.
En la implementación del modelo acusatorio, una cantidad exorbitante de recursos se han invertido para intentar ganar la confianza de la ciudadanía. Según un reporte del Centro de Investigación para el desarrollo (CIDAC), 17% del total de recursos –4 mil 173 millones de pesos– destinados por el gobierno federal para la implementación del nuevo sistema se invirtió en proyectos de difusión con el objetivo de cambiar el rostro del sistema de justicia. Es evidente que esto no se la ha logrado y, lo que es peor, las autoridades parecen obstinadas en hacerlo todavía más difícil. No obstante, la causa no se encuentra en el modelo –como señalan las autoridades- ni en las costosas pero malogradas campañas de difusión, sino en las fallas en el desempeño de las instituciones. En particular, existe evidencia de sobra que demuestra que las policías y las procuradurías –instancias que irónicamente son dependientes, en la mayoría de los casos, de los gobernadores– son los eslabones más débiles del modelo acusatorio.
A pesar de haber contado con casi una década de preparación desde que se aprobara la reforma penal en 2008, estas instituciones lograron poco para superar sus históricas deficiencias en materia de investigación del delito. En este contexto, no sorprende que las autoridades culpen al nuevo modelo por “propiciar” un incremento en la criminalidad y “olviden” mencionar que ellas han sido negligentes al fallar en el desarrollo de las competencias necesarias para las policías y procuradurías. Se comportan como el estudiante que no estudió y que además de culpar al examen quiere que le pongan uno más fácil.
Desafortunadamente la apuesta institucional que implicó la reforma penal de 2008 no llegó en un momento de paz y bonanza que hubiera facilitado su adopción, sino en el contexto más problemático del último cuarto de siglo. México lleva por lo menos diez años inmerso en una de las crisis de seguridad más profundas de su historia. En este escenario, nuestras autoridades están siendo incapaces de ver el potencial del nuevo sistema y están optando por la salida fácil. Al señalar al “modelo acusatorio” como laxo y protector de los delincuentes, evitan lidiar con las causas multifactoriales de la inseguridad, las cuales poco tienen que ver el nuevo diseño normativo. Asimismo, pierden la oportunidad de invertir en un sistema que ofrece mayores posibilidades para la construcción de la legitimidad y, por ende, la obediencia de la ley y la cooperación con las autoridades de forma sostenible.
La crítica a la operación del sistema acusatorio es necesaria, pero la crítica tiene que ser objetiva, basada en evidencia y, sobre todo, bajo la guía de los derechos humanos y el uso proporcional de la fuerza del Estado. Las acusaciones de las autoridades son todo lo contrario: carecen de evidencia y se basan en intuiciones autoritarias que presentan como la única opción posible regresar a un modelo arbitrario y opaco que además no funciona. Al culpar al nuevo sistema por la inseguridad, las autoridades evitan que se discutan sus pobres resultados en materia de prevención del delito y de sus omisiones para generar condiciones que favorezcan el desarrollo social y económico. Lo costoso de la estrategia por la cual han optado es que mientras intentan deslindarse de sus responsabilidades el tiempo suficiente para que sean sus sucesores quienes tengan que responder por sus omisiones, sus declaraciones están minando, quizá para siempre, la legitimidad del sistema acusatorio.
[1] Tom R. Tyler & Jonathan Jackson, Popular legitimacy and the exercise of legal authority: Motivating compliance, cooperation and engagement. Psychol. Pub. Pol. & L., 1, 12, (2013)
[2] Tom R. Tyler (2014) What Are Legitimacy and Procedural Justice in Policing? And Why Are They Becoming Key Elements of Police Leadership?, Legitimacy and Procedural Justice: A New Element of Police Leadership A Report by the Police Executive Research Forum (PERF)
[3] De acuerdo con los postulados de la teoría de justicia procedimental, propuesta por Tom R. Tyler y colegas, la legitimidad se construye a partir de interacciones positivas entre las autoridades y el público que cumplan dichas características. Esta teoría se encuentra apoyada por los resultados de múltiples estudios empíricos.
Abogado por la UNAM, Maestro por la Universidad de Yale y candidato a Doctor por la misma universidad.