La Constitución maleable: ¿todo es modificable?

Para bien o para mal, la profundidad y calidad de los cambios constitucionales está, irremediablemente, sujeta a las capacidades de los legisladores en turno.
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El carácter dinámico de nuestra Constitución implica la existencia de procesos que permiten modificarla. Para bien o para mal, la profundidad y calidad de estos cambios está, irremediablemente, sujeta a las capacidades de los legisladores en turno. En vista de lo anterior, preocupa que no sean pocas las ocasiones en las que se polemice respecto de la idoneidad de ciertas previsiones adoptadas por la Constitución y, en específico, sobre el alcance derechos humanos por considerar que su respeto obstruye un combate eficaz a la delincuencia[1].  En este contexto, los triunfos logrados en materia de protección a los derechos humanos parecen pender de un hilo[2].

Sostener la idea de que las normas constitucionales solo funcionan como lastres para la persecución de la delincuencia es una idea riesgosa, sobre todo si lo que se entiende como “lastres” es una serie de plazos, procedimientos y controles judiciales que tienen como objetivo reducir las posibilidades de violar los derechos humanos. Esta “camisa de fuerza” del Estado no es fortuita, sino el resultado de un proceso, de varios siglos, de desarrollo y consolidación del constitucionalismo cuyo fin es la domesticación del otrora arbitrario poder político. Ignorar estos antecedentes y asumir a los requerimientos garantistas como obstáculos para la acción gubernamental puede terminar justificando toda una serie de escenarios indeseables.

De facto son muy habituales las situaciones en las que la acción del gobierno ignora o contraría las reglas constitucionales en nombre de ambiguos conceptos como el bien común o la razón de Estado. En la mayoría de estos casos, la inconstitucionalidad del acto resulta obvia: por ejemplo, la tortura como mecanismo de investigación criminal[3].  Sin embargo, a diferencia de la tortura, no todas las irrupciones al orden constitucional son tan fáciles de identificar. El Comisionado para la Seguridad y el Desarrollo Integral en el Estado de Michoacánes un ejemplo de esto. Su nombramiento se presentó como la respuesta más eficaz para una situación extraordinaria para la cual los mecanismos legales disponibles aparentaban ser insuficientes, pero su fundamento normativo es cuestionable y no se descarta incluso considerar su impugnación a través de algún medio de control de constitucionalidad.

Sin embargo, ¿qué ocurre cuándo estas contradicciones han sido integradas a la Constitución? La idea de la guerra contra el narcotráfico –tan popular durante el sexenio pasado- derivó en la justificación perfecta para convertir una excepción en una regla. Así lo entendió el gobierno de Felipe Calderón y por ello encontró la manera de “constitucionalizar” la excepción por medio de la reforma en materia de seguridad en el año 2008.[4]

Por medio de esta reforma, y dentro del contexto de la guerra contra el crimen organizado, el Congreso introdujo a la Constitución una serie de figuras contrarias a la lógica de respeto a los derechos humanos, entre ellas el arraigo, y la considerable reducción de derechos procesales que ampliaron los márgenes de discrecionalidad del Estado. El argumento detrás de este cambio sostenía que los métodos disponibles resultaban insuficientes para garantizar un eficaz combate a la delincuencia organizada.

El arraigo[5] es la figura perfecta para ejemplificar lo ocurrido en 2008. Varias resoluciones del Poder Judicial, previas a aquel año, habían determinado la inconstitucionalidad de esta medida y concedido amparos en su contra por resultar violatoria de derechos humanos. En vista de lo anterior, se decidió elevar a rango constitucional la figura del arraigo para que su anterior inconstitucionalidad no pudiera ser impugnada. La constitucionalización de todas estas situaciones de excepción –que en conjunto se denominan “derecho penal del enemigo”- es un ejemplo claro de cómo la Constitución es un instrumento maleable que por sí sola es incapaz de impedir su perversión[6].

Entre febrero de 1917 y febrero de 2014, la Constitución ha sido reformada en 601 ocasiones. De 1970 a la fecha se realizaron 463 cambios, 77% del total. En medio de estas reformitis vale la pena preguntarnos por la capacidad de la Constitución para proveer un marco normativo estable que garantice, al menos, un conjunto de principios inmutables. Aunque, por necesitar de un procedimiento agravado[7] para su modificación, en toda escuela de derecho se califique de “rígida” a nuestra Constitución, seiscientas modificaciones a un texto de 136 artículos hablan de una flexibilidad patente.

Bajo esta perspectiva, la Constitución parece indefensa ante las inclemencias del poder político que la amenazan con excepciones legalizadas y procesos legislativos deficientes. En algunas constituciones existen artículos denominados “clausulas pétreas” que establecen principios que no pueden ser modificados bajo ninguna circunstancia o con instancias encargadas de revisar, de forma previa, la constitucionalidad de una reforma para evitar controversias posteriores. En México, la Constitución carece de este tipo de figuras y, por ello, en estricto sentido todo es modificable.

¿Cómo impedir que la Constitución sea modificada para normalizar situaciones de excepción? ¿Cómo impedir que los avances en materia de derechos humanos sean revertidos por una ocurrencia del legislativo? La idea del “bloque de constitucionalidad[8]”, tan discutida el año pasado, abría la posibilidad para establecer una esfera de principios que estuviera fuera del alcance de los ensayos del Congreso pero, al final la resolución de la Corteconvino que –aunque se conserva el rango constitucional de los derechos humanos de fuente internacional- siempre que haya una restricción constitucional el derecho convencional debe subordinarse.

Aunque la discusión en torno a las implicaciones de la decisión de la Corte sigue abierta, la maleabilidad de la Constitución nos lleva necesariamente a replantear el debate en torno a los límites de la democracia; sobre todo en un país donde la deliberación legislativa se encuentra comprometida con la disciplina partidaria. Que todo sea modificable no implica que estas modificaciones no puedan ser revisadas. En este sentido, considero que la apuesta debe ser insistir en la idea de un bloque de constitucionalidad, en específico sobre la posibilidad de que el Poder Judicial interprete la legitimidad de las posibles restricciones que se integren al texto constitucional. De otra forma, entonces estamos indefensos ante llamados populistas y legislaciones al vapor.

 

 

 



[1]Un ejemplo concreto de este tipo de controversias se produjo recientemente en torno a la figura de la geolocalización establecida por el Código Nacional de Procedimientos Penales. Por una parte, los defensores de derechos humanos la acusaron de violar el derecho humano a la privacidad mientras quienes defendían la figura argumentaron que establecer controles previos a la geolocalización implicaba “burocratizar” la investigación.

[2] A comienzos del año 2013 se presentó una iniciativa de reforma al artículo 1 de la Constitución por el Diputado priista Francisco Arroyo Vieyra, la cual básicamente pretendía la neutralización de los efectos progresistas introducidos por la reforma de derechos humanos de 2011 bajo el pretexto de “armonizar” el texto constitucional. Al final, el Diputado retrocedió en sus pretensiones debido al llamado de organizaciones sociales y académicos.

[3]Sobre este hecho, el relator especial de la ONU sobre la tortura y otros tratos crueles, Juan E. Méndez afirmó recientemente que en México todas las instituciones que cuentan con facultades para realizar detenciones, es decir policía, ejército y marina, practican la tortura de forma cotidiana.

[4]En 2008, de forma simultánea, se promulgó una reforma para transitar hacia un sistema penal acusatorio que garantice la protección de derechos humanosy que aplica a todos aquellos que no sean acusados por conductas vinculadas con delincuencia organizada.

[5]El arraigo se encuentra contemplado en el artículo 16 de la Constitución y consiste en la detención sin que medie una acusación formal por 40 días, prorrogable a 80, con fines de investigación cuya finalidad es prevenir que los imputados puedan evadirse de la autoridad o bien puedan obstaculizar la investigación.

[6]La idoneidad del arraigo como método de investigación es altamente cuestionable. De los 4 mil arraigos efectuados durante la administración de Felipe Calderón sólo en 120 de los casos se ejerció acción penal.

[7]Se sostiene que el proceso de reforma constitucional en México es agravado debido a que su aprobación establece mayores requisitos en relación con el procedimiento legislativo ordinario, en específico una mayoría calificada en el Congreso más la aprobación de la mayoría de los congresos locales.

[8]Por bloque de constitucionalidad se entiende un conjunto de normas que tienen la máxima jerarquía constitucional en el ordenamiento jurídico, sin que necesariamente figuren en el texto constitucional pero a las cuales la propia Constitución remite. Por ejemplo, las normas relativas a derechos humanos contenidos en tratados internacionales firmados por México.

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Abogado por la UNAM, Maestro por la Universidad de Yale y candidato a Doctor por la misma universidad.


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