Cuatro teorías histórico-ideológicas sobre el origen de la guerra en Ucrania

El conflicto en Ucrania no puede explicarse simplemente como la agresión de una autocracia contra una democracia. La crisis económica en la URSS y el nacionalismo ruso explican cómo hemos llegado aquí.
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La primera teoría, y la más popular, considera la guerra como un conflicto entre democracia y autocracia. Se basa en la premisa de que Rusia está dirigida por un dictador y Ucrania por un presidente elegido popularmente. Sin embargo, este punto de vista pasa por alto una serie de hechos, como que el cambio de gobierno en Ucrania en 2004 fue el resultado de una revuelta social contra unas elecciones injustas, mientras que el cambio de 2014 fue un golpe de Estado contra un gobierno legítimamente elegido.

Además, Ucrania era, antes de la guerra e incluso antes de 2014, el Estado más fracasado de la antigua Unión Soviética. No solo el nivel de corrupción era extremadamente alto, el parlamento en gran medida disfuncional, varios oligarcas, incluido el que ayudó a llevar a Zelenski al poder, estaban fuera de control, sino que los índices económicos de Ucrania eran probablemente los peores de todas las repúblicas de la antigua Unión Soviética. Mientras que en 1990 el PIB per cápita de Rusia y Ucrania era bastante similar, en vísperas de la invasión rusa, el PIB per cápita de Rusia era más del doble que el de Ucrania. La opinión de que, de algún modo, Ucrania representa, o representaba, según los propios rusos, una alternativa deseada a la autocracia rusa queda desmentida por los hechos. El movimiento de población se produjo en la dirección “equivocada”: los ucranianos se trasladaron a Rusia y trabajaron en Rusia porque los salarios allí eran aproximadamente tres veces más altos que en Ucrania, en lugar de que los rusos se trasladaran a Ucrania.

La segunda explicación del conflicto actual adopta la postura de que la guerra es el resultado del imperialismo ruso. Según esa teoría, el régimen de Putin es heredero del régimen zarista que pretendía someter y controlar las zonas de alrededor de Rusia, desde Rumanía (Moldavia) hasta Polonia, el Báltico y Finlandia. Esa teoría se ve respaldada en gran medida por las declaraciones de Putin realizadas justo antes de la guerra, donde trataba de ofrecer una justificación para la misma. Rusia sufrió, en opinión de Putin, “el siglo de las traiciones”, cuando sus territorios históricos (incluida Novorossiya, conquistada por Catalina la Grande, que Putin reivindica hoy abiertamente) fueron dilapidados por los comunistas. Putin ataca así primero a Lenin por haber dado a Ucrania el Donbás, luego a Stalin por haber dado a Ucrania la parte oriental de Polonia y finalmente a Jruschov por haber transferido Crimea de Rusia a Ucrania. La implicación, a menudo formulada por autores nacionalistas rusos, es que el régimen comunista fue una “conspiración” antirrusa que diluyó los territorios históricos tradicionales de Rusia y se los dio a otras nacionalidades para aplacar su sentimiento de agravio contra el chovinismo ruso.

La teoría une así de forma interesante a quienes sostienen que el imperialismo ruso es de algún modo innato a la psique rusa y a los propagandistas de Putin. La teoría tiene cierta relación con la realidad, pero el problema es que no aborda el origen de la actual ola de nacionalismo e imperialismo. Podría explicar el nacionalismo ruso del siglo XIX, pero no el actual, cuyas raíces se explican de forma mucho más plausible por lo ocurrido desde 1917. Pasamos a ello a continuación.

El tercer punto de vista sobre los orígenes del conflicto examina las raíces del nacionalismo actual. Comienza tras los acontecimientos históricos de 1989-1992 que condujeron a la caída del comunismo. La caída del comunismo no fue precipitada por revoluciones democráticas como suele afirmarse en el relato popular en Occidente. En realidad fueron revoluciones de liberación nacional del dominio indirecto de la Unión Soviética. Adoptaron una forma aparentemente democrática debido a un amplio acuerdo sobre la autodeterminación nacional entre muchos sectores de la población en 1989. Así, nacionalismo y democracia se fusionaron y fue difícil distinguirlos. Esto ocurrió especialmente en países étnicamente homogéneos como Polonia o Hungría: nacionalismo y democracia eran lo mismo, y es comprensible que tanto los revolucionarios nacionales como los observadores occidentales prefirieran hacer hincapié en lo segundo y restar importancia a lo primero (el nacionalismo). Solo podemos distinguir ambos cuando observamos lo que ocurrió en las federaciones multiétnicas.

Ninguna teoría que considere que la democracia fue el hilo conductor de las revoluciones de 1989 puede explicar el hecho de que todas las federaciones étnicas comunistas se desintegraran. Si la democracia era la principal preocupación de los revolucionarios, no había ninguna razón para que esas federaciones se disolvieran una vez democratizadas. Además, la disolución no tiene ningún sentido dentro de la narrativa liberal más amplia que considera el multiculturalismo además de la democracia (o incluso como parte de la democracia) como un desiderátum. Si la democracia y el multiculturalismo fueran las fuerzas que guiaron las revoluciones de 1989, las federaciones de la Unión Soviética, Checoslovaquia y Yugoslavia deberían haber sobrevivido. El hecho de que no lo hicieran indica claramente que las fuerzas rectoras de la revolución eran las del nacionalismo y la autodeterminación.

Además, como ya he mencionado, la teoría de la naturaleza democrática de las revoluciones de 1989 no puede explicar por qué todos los conflictos y guerras han tenido lugar en las federaciones comunistas disueltas, y por qué once de doce, incluyendo la actual guerra en Ucrania, son conflictos étnicos sobre fronteras. Estos conflictos no tienen nada que ver con el tipo de organización política interna o de gobierno (democracia frente a autocracia), pero tienen mucho que ver con la conquista de territorio, el nacionalismo y el deseo de las minorías que se encuentran en los Estados “equivocados” de tener sus propios Estados o unirse a un Estado vecino. Estos hechos elementales casi nunca se mencionan en la narrativa dominante. Hay una buena razón para ello: van en contra de la simplista “narrativa democrática”.

La cuarta teoría parte de la tercera, pero va un paso más allá. Plantea la pregunta crucial, ignorada por todas las demás teorías: ¿de dónde procede el nacionalismo que condujo a la ruptura de las federaciones étnicas? La respuesta hay que buscarla en la configuración constitucional de las federaciones comunistas y en la economía. Como es bien sabido, los comunistas no solo intentaron resolver los problemas económicos ligados al capitalismo, sino también el problema étnico que ha atormentado a Europa del Este durante varios siglos. En líneas generales, siguieron el planteamiento austro-marxista, que pasó de defender la autonomía personal a favorecer la autodeterminación nacional. Por eso se creó la Unión Soviética como una federación de Estados de base étnica. La Unión Soviética debería haber trascendido la cuestión étnica dando a cada etnia su propia república, una patria. La Unión Soviética, desde este punto de vista, proporcionó el modelo para un futuro Estado federal global que también estaría compuesto por Estados de base nacional que cumplían dos funciones: proporcionar seguridad nacional a sus miembros y un rápido desarrollo económico gracias a la abolición del capitalismo. El mismo planteamiento fue adoptado por otras dos federaciones étnicas: Checoslovaquia y Yugoslavia. Ese enfoque tenía mucho sentido sobre el papel y probablemente habría resuelto el problema étnico si el comunismo hubiera cumplido su promesa de rápido crecimiento económico.

La razón por la que las federaciones comunistas no lograron resolver el problema étnico se hizo mucho más evidente en la década de 1970. La razón principal residía en el fracaso económico para alcanzar al Occidente desarrollado. A medida que ese fracaso se hacía más evidente, bajo la condición de un sistema de partido único la única legitimidad que podían buscar las diferentes élites de los partidos comunistas era representarse a sí mismas como abanderadas de los intereses nacionales de sus propias repúblicas. En ausencia de relaciones de mercado y con precios arbitrarios, cada república podía alegar haber sido explotada por las demás. Las élites republicanas se aferraron a ello para hacerse más populares en casa (en sus repúblicas) y, a falta de elecciones, conseguir cierta legitimidad. Les ayudó el hecho de que las estructuras políticas republicanas fueran consideradas estructuras legítimas dentro del Estado de partido único. De este modo, las élites republicanas no tuvieron que salirse del sistema político existente (lo que las habría expuesto a la represión) para obtener el manto de la legitimidad y el apoyo popular.  Irónicamente, si no hubieran existido estas estructuras republicanas, es decir, si los Estados multinacionales hubieran sido simples Estados unitarios, las élites comunistas locales no habrían tenido las herramientas ni la base política para desafiar a otras élites y proyectarse como defensoras de los intereses nacionales. Sin embargo, al hacerlo, también crearon la base para la difusión y aceptación de ideologías nacionalistas que acabaron por desintegrar los países.

Así pues, para comprender mejor la guerra actual es importante remontarse a la historia. Lo que observamos hoy se debe a dos factores: en primer lugar, el fracasado desarrollo económico de los antiguos países comunistas y, en segundo lugar, la configuración política estructural que permitió a las élites republicanas encubrir el fracaso económico defendiendo los intereses nacionalistas de sus electores. Esto último era a la vez una solución fácil y estaba permitido por la forma en que estaba organizado el régimen. Si uno defendía la vuelta al capitalismo, era probable que acabara despedido de su trabajo o en la cárcel. Pero si uno argumentaba que su república recibía un trato desigual, era probable que ascendiera por las escaleras del poder.

La legitimación del interés nacional como tal proporcionó entonces la legitimación de las ideologías nacionalistas y, en última instancia, el deseo de independencia nacional y la ola de nacionalismo que motivó y siguió a las revoluciones de 1989. La fuerza motriz de estas revoluciones fue la misma tanto en los países étnicamente homogéneos como en los étnicamente heterogéneos: fue el nacionalismo. Pero el nacionalismo en el primer grupo de países confluyó con la democracia, y el nacionalismo en el segundo grupo de países, debido a cuestiones territoriales sin resolver, desembocó en guerras. Rusia tardó en adoptar una postura nacionalista fuerte, y su reacción puede considerarse tardía. Pero debido a su tamaño, gran población y enorme ejército, representa una amenaza mucho mayor para la paz una vez que el nacionalismo es dominante. Porque, obviamente, un Estado muy pequeño con la misma ideología nacionalista es una amenaza mucho menor para la paz mundial que un Estado con seis mil misiles nucleares.

Si no vemos que las raíces del conflicto actual son históricas y son consecuencia de la configuración inicial de las federaciones comunistas y del fracaso económico del modelo comunista de desarrollo, difícilmente entenderemos el conflicto actual, todo el que queda por resolver, y posiblemente incluso los que aún puedan venir.

Traducción de Ricardo Dudda.

Publicado originalmente en el blog del autor. 

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Branko Milanovic es economista. Su libro más reciente en español es "Miradas sobre la desigualdad. De la Revolución francesa al final de la guerra fría" (Taurus, Mayo de 2024).


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