Foto: Lucas Aguayo Araos/dpa via ZUMA Press

En Perú se ha impuesto el caos autoritario

En Perú, una democracia agonizante ha quedado en suspenso. La presidencia de Dina Boluarte le ha dado una estocada que podría ser mortal.
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“Quizá sea que ahora yo aborrezca
Lo que oteo en las tardes: mi país”
Luis Hernández

Pensé que teníamos un trato con mi país. Se suponía que en Perú se sufre pero también se goza. Cuando la crisis política empezaba, al menos teníamos fútbol. ¿Lo recuerdas, Perú? La angustia de vernos empatar con Colombia igual nos permitió llegar al repechaje. Luego lloramos de emoción, maravillados. Cuevita le dio ese pase de gol a “Jefferson Agustín Farfán Guadalupe por su mamacita” y se nos abrieron las puertas del mundial Rusia 2018. Pudimos gozar.

Se suponía, querido Perú, que ese era nuestro trato. Yo sé que no dejamos de ser un país imperfecto, desigual e injusto. Las ciencias sociales nunca dejaron de advertirlo. Pero empezábamos a cerrar brechas durante las últimas décadas. O, al menos, había mejores condiciones para emprender cambios necesarios. También se nos hinchaba el pecho de orgullo por Machu Picchu y la gastronomía. Y hasta pudimos resistir lo peor de la pandemia. ¿Lo recuerdas? El virus fue despiadado con nosotros y, aún así, nos levantamos. Luego de meses encerrados, pudimos despedir con un mínimo de dignidad a nuestros muertos y abrazarnos entre supervivientes.

Hoy, en cambio, solo hay sufrimiento. Uno que parece eterno. No llega el gozo ni siquiera un poco de alegría. No hay fútbol ni nada que nos consuele. En este momento ya no cabe esperar un final feliz. Bastaría con una pausa. Mis anhelos se han vuelto humildes porque ser peruano duele. Te consume las entrañas.

Mientras escribo estas líneas, otro de mis compatriotas ha muerto en el contexto del estallido social que inició hace mes y medio. Su nombre era Víctor Santisteban Yacsavilca. La televisión nacional también ha transmitido en vivo cómo un ciudadano se desplomó en el piso tras ser lastimado en la cabeza. No son casos aislados. En total ya contamos con cerca de 60 personas fallecidas y más de 1,200 heridos en un contexto de preocupante represión militar y policial.

Las protestas cuestionan la legitimidad del poder Ejecutivo y el legislativo para continuar en el poder.

Lo que sucede en mi país es que la democracia agonizante que teníamos desde hace años ha quedado en suspenso. La presidencia de Dina Boluarte le ha dado una estocada que no sabemos si será mortal. Es innegable que muchas democracias sucumben en ocasiones a una represión desmedida que las empobrece. Ha sucedido en Perú en el pasado. Quisiera resaltar por eso que los niveles represivos que vivimos en estas semanas son escandalosos.

En las seis semanas desde que inició el gobierno actual han muerto más personas en protestas que en la totalidad de los cinco años de la presidencia de Ollanta Humala (2011-2016). Boluarte se acerca peligrosamente al récord mortal del segundo gobierno de Alan García (2006-2011); es decir, ocupa el segundo lugar desde la transición a la democracia en el año 2001. Cuando se revisa la cifra de heridos, sin embargo, encabeza el deshonroso podio. Y si se toma como punto de referencia los recientes estallidos sociales en América Latina, esta presidencia excede lo visto en Ecuador en 2009 (6 fallecidos), Chile en el mismo año (34 fallecidos) y Colombia en 2021 (29 fallecidos).

Nos encontramos en un rumbo autoritario con destino incierto. La naturaleza de la represión también debe resaltarse. Se dirige a unas protestas, esto es clave, que no reclaman a favor o en contra de medidas puntuales. Más bien, cuestionan la legitimidad del poder Ejecutivo y el legislativo para continuar en el poder. Últimamente parecen lo mismo. Están juntos en una coalición de gobierno que incluye –toca decirlo– un rol excesivo de las fuerzas del orden, que no veíamos hace décadas. La reacción excesiva desde el Estado, desde este punto de vista, se dirige a una oposición en las calles. La ausencia de liderazgos visibles en las calles, propio de un tejido social débil como el peruano, no nos debería engañar.          

Y no se trata de excepciones sino de un patrón de conducta. Una vulneración sistemática de las reglas que regulan la interacción entre gobernantes y gobernados en democracia. Hay desproporción, repetición y, por ahora, impunidad. El periodista Christopher Acosta ha sido contundente al mostrar que “la institución policial violó abiertamente sus propios protocolos para enfrentar protestas sociales”. La abogada y periodista Rosa María Palacios ha indicado que, en su accionar, los policías “olvidan la prohibición legal, porque se saben impunes”. La Coordinadora Nacional de Derechos Humanos denuncia la existencia de “ejecuciones extrajudiciales” incluso contra menores de edad. Y la Defensoría del Pueblo señala que existe “un uso desproporcionado de la fuerza” y que “se ha perdido sensibilidad para apreciar la vida”.

Los últimos hechos trágicos sucedieron en Lima, la capital peruana, donde las protestas empiezan a concentrarse. Pero no fue hace muchos días que la portada del diario New York Times mostró las escenas de dolor en Ayacucho tras un despliegue militar desmedido. Viene a la mente el nombre de Edgar Prado. ¿Lo recordarás, Perú? La agencia Reuters presentó evidencia de una cámara de seguridad donde se puede observar que es asesinado por ayudar a un herido, sin participar en la protesta.

Días después nos interpeló una desgarradora comunicación con radio La Decana (Juliaca, Puno): “por favor, esa maldita que renuncie. No es justo que así nos mate (…) no somos extranjeros, somos peruanos (…) ¿Hasta cuándo va a seguir esto? ¿Hasta cuándo?” La ciudadana se refiere a la actual presidenta, recordada en esa ciudad por prometer un año atrás que renunciaría si a Pedro Castillo lo vacaban. Pasaron doce meses y no solo no renunció, sino que gobierna el país. Declaraciones como esta la responsabilizan por las 18 muertes que ocurrieron en un solo día. ¿Los recordaremos? Las condolencias y supuestas disculpas que ofreció Boluarte por las muertes en Ayacucho no sirvieron para nada.

A estas alturas, poco importa que la sucesión presidencial en Perú haya sido constitucional. Un autogolpe como el que intentó dar Castillo no es la única forma de atacar la democracia. Ni la más común en nuestros tiempos. En este sentido, Boluarte debería recordar que no es mejor que su predecesor, solo ha sido más exitosa en reventar la democracia peruana. Primero fue la vicepresidenta del individuo que buscó destruirla desde la izquierda, ahora lidera un gobierno reaccionario aliado de la derecha radical y que impulsa una contra reacción exagerada propia de las mentalidades de la Guerra fría. O, acaso, una contradanza más antigua en la política peruana “en donde en poco tiempo se está al lado de quien se tuvo al frente y viceversa”, como escribió nuestro historiador Jorge Basadre.

Repito: hay un patrón de conducta. Cada vez hay más voces que advierten la politización de –por lo menos– algunos sectores de la policía que han sido vistos convocando y hasta estructurando contramanifestaciones “por la paz”. Los altos mandos militares han participado en una conferencia de prensa junto a la presidenta. En un tuit posteriormente borrado, la cuenta del Ejército del Perú puso como mensaje “cuando la patria está en peligro, todo está permitido, excepto no defenderla”.

Esta retórica de guerra contra la gente también es difundida por el gobierno. Especialmente contra sectores de la ciudadanía históricamente excluidos y reconocidos por las élites como enemigos internos. La presidenta ha llegado a decir, con torpeza e indolencia, que Puno no es el Perú. Además, ha resaltado la “conducta inmaculada” de las fuerzas del orden y resalta el “inmenso sacrificio y profesionalismo de la policía nacional y nuestras fuerzas armadas”.

Se ha cruzado una línea donde ya no podemos hablar de una protección amplia de las libertades básicas de la ciudadanía. A la represión sistemática se le suman otros abusos, como la intervención de locales sindicales, partidos políticos y la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. En esta casa de estudios, un policía fue grabado diciendo “se cumplió, detuvimos a todos estos terroristas”. Mentira: hicieron 200 detenciones arbitrarias. No obstante, el control político sobre el gobierno es básicamente nulo.

Ni democracia ni dictadura. La mejor manera de describir la situación actual es una donde prima el caos autoritario.

Ahora bien, quisiera destacar que mi país se desangra pero también se desmorona. La estrategia del gobierno y sus aliados es absolutamente incompente. Las protestas no han dejado de crecer, expandirse en el territorio nacional y hay grupos cayendo en actos de violencia condenables como quemar a un polícia e incendiar la casa de un congresista.

La privatización de la violencia preocupa. En Virú, La Libertad, se denuncia que organizaciones criminales aprovechan los bloqueos de carretera para convertirse en una suerte de peaje paralelo al Estado. Si no les pagas una cuota, te pueden matar. Al mismo tiempo, escuchamos a empresarios estar “dispuestos a abrir (…) carreteras con nuestros recursos”, lo que sería reemplazar funciones gubernamentales con métodos que no han esclarecido. ¿Y no hemos visto lo que pasó en Madre de Dios? Una turba ataca la casa del gobernador regional y él responde con disparos al aire. La barbarie.

A pesar de todo esto, la imaginación política sigue secuestrada por radicales y oportunistas que se niegan a hacer el necesario adelanto de elecciones generales en el 2023, que no resolvería problemas de fondo, pero nos daría una pausa tan necesaria en el descalabro generalizado. Pensemos en cómo Boluarte se niega a renunciar y el entrampamiento en el congreso entre la derecha radical, que parece cómoda con la situación del país, y la extrema izquierda, que insiste en una Asamblea Constituyente sin tener suficientes escaños. En estos días, los dimes y diretes entre el congresista Alejandro Cavero (Avanza País) y el jefe de Perú Libre (Vladimir Cerrón) recuerdan que la irresponsabilidad indolente no tiene colores políticos. ¡Tienes que recordarlo, Perú!

Ni democracia ni dictadura. La mejor manera de describir la situación actual es una donde prima el caos autoritario. Boluarte y el premier Alberto Otárola insisten en decir que defienden el Estado de derecho, pero nos están empujando hacia un estado de naturaleza hobbesiano signado por el desorden y la tragedia. Destruir nuestra democracia maltrecha ha sido fácil para ellos, pero –por el momento– carecen de las capacidades necesarias para construir algo ligeramente estable como un orden autoritario. Sin legitimidad ni instituciones fuertes, la represión pura no suele dar resultados –salvo trágicos– y probablemente fracasará.           

De cualquier manera, hay que actuar con sentido de urgencia. No hay receta mágica para construir un país con fundamentos democráticos más sólidos. Pero tenemos claro lo que no funciona y lo que debemos hacer para detener el sufrimiento de hoy. Debemos poner fin a este caos autoritario y aprobar con urgencia el adelanto de elecciones generales. Si lo hacemos, quizá todavía haya chances de soñar que algún día la alegría vuelva a ser peruana. ~

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es politólogo y candidato a doctor en ciencia política por la Universidad de Northwestern, donde se desempeña como docente y miembro del equipo de ciencia de datos.


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