“If something did go terribly wrong in human history…then perhaps it began to go wrong precisely when people started losing that freedom to imagine and enact other forms of social existence.”
David Graeber y David Wengrow
En Perú estamos en caída libre, pero el fondo del abismo no se asoma. El miércoles 7 de diciembre, el presidente Pedro Castillo intentó establecer un autoritarismo. Falló estrepitosamente. El congreso lo destituyó, la policía lo capturó y fue reemplazado constitucionalmente por la vicepresidenta Dina Boluarte. Ahora el país arde entre protestas sociales que piden el adelanto de elecciones.
Todavía no está claro cuál será el desenlace de esta conflictividad social. Hasta el momento han fallecido al menos diecisiete personas, incluyendo menores de edad. También existen heridos de gravedad. Las imágenes de horror de los últimos días incluyen a policías motorizados que atropellan a personas, bombas lacrimógenas lanzadas contra aquellos que cargaban los ataúdes de manifestantes fallecidos y, en general, un uso desproporcionado de la fuerza por parte de policías y militares. Seguimos cayendo.
Y las protestas también se han tornado cada vez más violentas. Hemos visto tomas de aeropuertos y bloqueos de carreteras, así como ataques contra policías, periodistas, locales de medios de comunicación y hasta personal médico en ambulancias. Caemos, caemos y no dejamos de caer.
Señalar el origen exacto de esta debacle no es una tarea fácil. Cada quien parece tener su villano favorito. El podio de los aborrecidos está actualmente conformado por Boluarte, Castillo y, por supuesto, los congresistas. Es imposible defenderlos y se merecen todo nuestro repudio. Pero el sustrato del descalabro parece ser más profundo. Hasta hace poco, recordemos, nuestros villanos eran otros: Fujimori, Kuczynski, Merino y Vizcarra. Por eso, en lugar de buscar una respuesta en personajes específicos, parece más sensato enfocarnos en el escenario político que los produce.
Benedict Anderson propuso definir un país, o mejor dicho una nación, como una “comunidad imaginada”. Personas que no se conocen pero que se imaginan como parte de una comunidad con “un compañerismo profundo” y “fraternidad”. En nombre de las naciones, no quiero dejar de notarlo, se hicieron barbaridades en el pasado. Pero en Perú nos hemos pasado dos paraderos en sentido contrario. Hoy somos un puñado de individuos enemistados, insolidarios y despojados de imaginación colectiva. Incapaces de pensar en aquello que nos une, mucho menos en soluciones a la debacle. Somos una suerte de anti-nación.
Lo que quiero decir es que estamos rotos. O, para ser más exactos, aquello que se ha resquebrajado son las bases de la convivencia democrática. Durante años estiramos nuestra constitución y leyes hasta un punto en que ya no parecen importarle a prácticamente ningún actor relevante. Basta con escuchar aquello que pide la calle en estos momentos. Las demandas de la población movilizada han terminado convergiendo en convocar a elecciones generales de inmediato. Un imposible jurídico y, seamos francos, práctico. No se puede organizar una elección de la noche a la mañana.
Pero, ¿cómo culpar a la gente? ¿No es acaso este el país donde la legalidad se ha acomodado una y otra vez al interés político de paso? ¿No hemos visto a gobiernos y congresos agarrarse a chavetazos leguleyos para destruirse unos a otros? Mejor dicho, ¿de verdad nos sorprende tanto que la manipulación de la ley por años haya dado paso a intentos por romper abiertamente con ella?
Justo antes de las demandas maximalistas de las protestas sucedió el autogolpe de Castillo. No había una pizca de pretensión de legalidad. Pero la crisis política no comenzó hace una semana. Y todos sus episodios previos estuvieron plagados de remedos de legalidad. Ya estábamos cayendo.
Desde 2016 nos convertimos en las estrellas mundiales de aquello que en inglés se llama constitutional hardball o “jugar bajo las reglas, pero empujar hacia sus límites […] una forma de combate institucional dirigido a derrotar permanentemente a los rivales […] sin importar si el juego democrático continúa”. Bajo interpretaciones legales creativas –si no directamente abusivas– hemos alcanzado el triste récord de siete presidentes en seis años. Y las elecciones generales de 2021 pusieron la democracia del Perú al límite. Castillo ganó legítimamente la segunda vuelta electoral, pero la perdedora Keiko Fujimori y sus aliados quisieron robarse la elección. No lo lograron.
Lo que pasó luego es constitutional hardball de manual. Había congresistas que querían vacar a Castillo desde el primer día de su presidencia, antes del desgobierno y los serios indicios de corrupción que ahora conocemos. Frustrados por no conseguir los votos necesarios en dos intentos de vacancia, otras innovaciones legales tuvieron lugar. Por ejemplo, la fiscal de la Nación, Patricia Benavides, impulsó una controvertida acusación constitucional. Y, por supuesto, Castillo también hizo lo suyo. Pretendió falsamente que el Congreso le había negado una de las dos cuestiones de confianza necesarias para disolver constitucionalmente el congreso.
Entonces, el desprecio por la ley ya estaba presente. Lo que ha cambiado es que se ha elevado el desafío contra el Estado de derecho y, sobre todo, hemos dejado de fingir. Como ha sentenciado el politólogo Martín Tanaka, el Perú ha entrado en un momento pre-hobbesiano de pura confrontación.
¿Cómo salir de este entrampamiento? No apuesto un centavo por los villanos mencionados líneas arriba. Boluarte es una presidenta que ha demostrado profundo desprecio por la vida y unas ganas de quedarse en el poder inversamente proporcionales a su talento político. En noviembre de este año, una encuesta del IEP arrojaba que 87% de la población prefería nuevas elecciones generales si el presidente Castillo salía de la presidencia. Boluarte inauguró su gobierno diciendo que se quedaba hasta 2026. Hoy dice que no entiende por qué la población se levanta. Se nota. Su premier Pedro Angulo es capaz de encender la indignación popular con cada declaración. Desde que lo nombró, Boluarte no gobierna sino regatea: cada día que pasa sugiere acortar un poco su mandato. Si llegara a perder la presidencia pronto, lo merecería.
No hay más vicepresidentes. En ese escenario quedaríamos en manos de los congresistas, los villanos más repudiados en Perú. Solo una de cada diez personas aprueba su desempeño. El miércoles hicieron lo que tocaba: vacar a un presidente que hizo un autogolpe y se proclamó dictador. Hasta ahí llega lo bueno. Después celebraron, lloraron de felicidad y se tomaron fotos. Un triunfalismo infantil que indigna. No son Messi ni han metido goles. ¿Qué celebrás, bobo? ¡El país se nos cae!
Lo peor de todo es que luego se sinceraron: pretendieron quedarse en el poder como si nada hubiese pasado. Ahora la gente no se los perdona. Entre la ceguera y la miseria, algunos de ellos piden aumentar la represión contra la ciudadanía o amenazan con su propia ruptura democrática atentando contra los organismos electorales. Este viernes 16 de diciembre no llegaron a un acuerdo sobre su urgente salida. Siguen atrincherados en el poder.
Y no nos podemos olvidar de Castillo. ¿Qué decir? Cualquier calificativo queda corto. Un agudo observador lo ha descrito como “un pícaro que se burló de todos para saquear la hacienda pública y permitir que sus amigotes se repartieran obras y gollerías”. Es así. Castillo se comunica más desde la prisión que como presidente. Durante su paso por el poder estuvo reñido con la rendición de cuentas y no puso en marcha política coherente alguna.
Ahora el expresidente juega falsamente a ser un perseguido político, sin importarle que el país se reviente en el camino. Y parte de la izquierda se olvida que lo negaba o lo insultaba y lo presenta como el adalid del cambio. Uno no sabe exactamente por qué. Mi impresión es que se relamen con el descalabro generalizado: creen que su viejo anhelo de una asamblea constituyente está más cerca que nunca. Habría que preguntarles para qué quieren tanto una nueva constitución cuando, dado sus antecedentes, seguramente tampoco la respetarán.
Nos toca pensar fuera de la caja y recuperar la imaginación política. No podemos seguir secuestrados por oportunistas y radicales de todo tipo. Son pocos y pertenecen a los confines de la sociedad –a los márgenes de la política– y no al centro de la vida democrática. Parece increíble tener que decirlo pero en este momento lo más innovador no sería empujar más la violencia ni las agendas autoritarias sino recuperar niveles mínimos de sensatez, decencia, compasión y autocrítica. El sentido común es escaso, pero algunos gobiernos regionales y organizaciones de la sociedad civil vienen demostrando que existe materia prima para conseguirlo. Hemos caído, pero podemos levantarnos.
Lima, 16 de diciembre de 2022
es politólogo y candidato a doctor en ciencia política por la Universidad de Northwestern, donde se desempeña como docente y miembro del equipo de ciencia de datos.