De Gaulle, espejo y esencia del populismo francés

Charles de Gaulle, presidente de Francia entre 1959 y 1969, todavía ejerce una gran influencia en la política francesa.
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El ocaso del gaullismo que parece anunciar la campaña presidencial francesa llega acompañado de una paradoja: los cuatro aspirantes con opciones de avanzar a la segunda ronda evocan algún aspecto del legado del general.

Charles de Gaulle es todavía un espejo en el que se miran los políticos franceses sin importar sus orígenes o su ideología. Rescató a Francia del oprobio de Vichy, exasperó a Churchill y Roosevelt con sus tics de prima donna durante la guerra y acarició una alianza con Stalin que nunca se hizo realidad. Su ramalazo autoritario le empujó a dejar el poder en 1946 y le ayudó luego a recobrarlo en 1958 al ofrecerse como salvador de un país encerrado en el laberinto de la Argelia colonial.

El general es hoy para los políticos franceses como el estanque de Narciso: un espejo en el que se miran y en el que adivinan el reflejo de la Francia que quieren construir. François Fillon evoca a De Gaulle como el inspirador de sus políticas de recorte del gasto y Jean-Luc Mélenchon elogia su política exterior. El centrista Emmanuel Macron lo cita en sus diatribas contra la partitocracia y Marine Le Pen se presenta como la heredera de su legado para pescar votos entre los restos del gaullismo más conservador.

¿Pero quién era de verdad De Gaulle y por qué tiene ese atractivo tan duradero para los franceses? Es la pregunta de la que parte el libro The General, que publicó en 201o el británico Jonathan Fenby

The General es un ensayo biográfico conciso y bien escrito por un periodista que conoció al protagonista durante sus años como corresponsal. El libro está lleno de detalles que trazan un retrato psicológico del personaje y destapan las manías y los delirios de grandeza de un líder que nunca abandonó del todo la retórica castrense y que insistía en que le llamaran mon general.  

Hay un párrafo al principio del libro en el que Fenby se hace un puñado de preguntas que resumen la ambivalencia del personaje: “¿Fue un demócrata o un autócrata que no quería oposición y que usaba los referéndums como plebiscitos? ¿Tuvo una visión inclusiva de Francia o sus palabras sobre una nación unida no fueron más que un disfraz de su conservadurismo estatista? ¿Le llevó su misión al borde de lo irracional o fue un hombre calculador que usó su personalidad como un ariete para conseguir lo que quería? […] ¿Fue un gran estadista o un conspirador a gran escala? ¿Un verdadero padre fundador de la Francia de hoy o una especie de Mago de Oz manipulando una enorme máquina de ilusiones?”.

El autor del libro aventura que el general era a la vez todas esas cosas. Pero si hay algo que define el perfil de Charles de Gaulle como gobernante es la búsqueda de una comunión casi mística con la nación.

Es imposible no percibir a De Gaulle como el predecesor del populismo que hoy asedia (a izquierda y derecha) tantos países de Occidente. El mesianismo del general, su nacionalismo terco y el desprecio que siempre sintió por los políticos de la Tercera y la Cuarta República se ajustan a la retórica de líderes tan dispares como Jeremy Corbyn, Geert Wilders o Íñigo Errejón.

De Gaulle nació en 1890 en el seno de una familia católica que pertenecía a la pequeña nobleza de provincias y que siempre vio con desconfianza las conquistas sociales de la revolución. Su referente moral nunca fue Robespierre sino Juana de Arco, con quien se comparaba a menudo en los momentos de debilidad.  

“Uno no puede imaginar a Juana de Arco casada, como una madre de familia y engañada por su esposo”, dijo unos días antes de dimitir como primer ministro el 13 de enero de 1946.

Francia era un país en ruinas y dividido entre quienes habían servido al régimen de Vichy y quienes habían combatido en la resistencia. Las prostitutas que se habían acostado con los soldados alemanes sufrieron la cólera de la turba. Fenby cuenta que a una la desnudaron, la sentaron en una bayoneta y le prendieron fuego en una bañera llena de gasolina. Hasta 126.000 personas fueron arrestadas por colaborar con los nazis y se ejecutó a 767. De Gaulle conmutó decenas de sentencias: la justicia se subordinó a la necesidad de reconstruir el país.  

De Gaulle se habría encontrado cómodo en este nuevo orden global en el que Estados Unidos se repliega y donde pesan cada vez más los gobernantes personalistas y con cierto regusto militar.

Los años convencieron al general de que necesitaba un partido político que extendiera sus tentáculos en las provincias y defendiera sus ideas en la Asamblea Nacional. Pero De Gaulle siempre desconfió del sistema de partidos, al que culpaba del declive de la nación y de la derrota de Vichy.

Los seguidores del general crearon movimientos conservadores que han ido cambiando de siglas hasta nuestros días. Pero el desprecio por la casta política fue uno de los pocos elementos fundacionales del gaullismo. Fue ese desprecio lo que empujó a De Gaulle a dimitir como primer ministro al comprobar cómo la nación adoptaba un sistema similar al de la república que había desembocado en el desastre de Vichy.

“El régimen de los partidos ha reaparecido pero no tengo medios para impedirlo y me retiro en lugar de establecer por la fuerza una dictadura que no quiero y que acabaría mal”, dijo el general al renunciar en 1946.

A esa dimisión le siguió una especie de travesía del desierto que duró 12 años y que no apagó su popularidad. De Gaulle se retiró a su casa de campo de Colombey-les-Deux-Églises, publicó sus memorias en 1954 y renunció cuando lo invitaron a ser académico (“El rey de Francia no pertenece a la Academia y tampoco Napoleón”).

A menudo les decía a sus incondicionales que la coyuntura jugaba a su favor y apuntaba que estaban de moda figuras monárquicas como Stalin, Roosevelt, Tito, Perón o Chiang Kai-shek. Pero no fue el entorno global sino el ruido de sables en Argelia lo que precipitó su retorno en la primavera de 1958. De Gaulle no quería volver a lomos de una asonada. Pero dejó que sus adversarios imaginaran que estaba dispuesto a liderar un pronunciamiento militar.

François Mitterrand comparó su retorno al poder con el golpe de Napoleón III. Pero con Argelia en llamas y los comunistas al acecho, muchos franceses percibieron su ascenso como el único dique que los separaba de una guerra civil.

“Soy un hombre que no pertenece a nadie y que pertenece a todos”, le dijo el general a un periodista unos días antes de volver al poder durante una rueda de prensa en el Hôtel d’Orsay. “¿He puesto en peligro las libertades? Todo lo contrario. Restablecí las libertades cuando habían desaparecido [en 1940] . ¿De verdad cree que con 67 años voy a empezar una carrera como dictador?”.

Muchos socialistas compararon a De Gaulle con Franco y con los caudillos latinoamericanos pero no les quedó más remedio que aceptarlo como la mejor alternativa al caos.

Al asumir el poder, De Gaulle se aseguró de diseñar un sistema a su medida con la ayuda de su amigo Michel Debré, que redactó el borrador de la nueva Constitución. En la Quinta República el presidente tendría un poder casi omnímodo durante su mandato. Debería designar al primer ministro y podría asumir poderes especiales y convocar referéndums sobre la organización del Estado o sobre un tratado internacional.

Según el borrador de Debré, el mandato del presidente duraría siete años y sería elegido por un colegio electoral de unos 80.000 miembros: concejales, alcaldes, diputados, senadores y miembros de la administración. De Gaulle retocó unos años después este capítulo e instauró la elección del presidente en dos vueltas y por sufragio universal. Un procedimiento que aseguró al general y a sus sucesores un vínculo espiritual con la nación.

En el otro extremo estaba una Asamblea Nacional inerme, condenada por la Constitución a ser una mera comparsa del inquilino del Elíseo, sin poderes para aumentar el gasto ni para controlar la acción gubernamental.

“Los franceses guillotinaron al rey pero de alguna manera siguen buscándolo”, me decía hace unos días en París Dídac Gutiérrez-Peris, director de estudios de la firma de encuestas Via Voice. Esa añoranza monárquica ayuda a comprender el aura que acompañó a De Gaulle hasta los últimos meses de su mandato. Pero esa aura habría sido muy distinta en manos de un personaje sin su autoridad moral.

El general se sentiría cómodo con algunos aspectos de la Europa actual: el gusto por los líderes fuertes, el ascenso del proteccionismo y la emergencia de los referéndums como una herramienta para gobernar.

La salida del Reino Unido de la UE habría alegrado a De Gaulle, que torpedeó la entrada de los británicos en las comunidades europeas durante sus años en el poder. Más difícil es saber cómo percibiría el expansionismo de Putin en Europa. Al fin y al cabo, la Unión Soviética siempre ejerció una extraña atracción para el general, que percibía a sus líderes como un contrapeso necesario a Estados Unidos.

Estas presidenciales podrían dejar al gaullismo fuera de la segunda vuelta y dinamitar los restos de la Quinta República. Pero en cierto modo la memoria del general permanece más viva que nunca. Así lo indican el gusto de Le Pen por la Francia periférica o la retórica antipolítica de Macron. Se podría decir que De Gaulle fue el primer populista moderno. El orden global frágil que habitamos y esta política movediza, sentimental y sin intermediarios se le parecen cada vez más.

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Colaborador en Univisión, impulsor de proyectos como Politibot y coautor con María Ramírez de Marco Rubio: La hora de los hispanos (Debate, 2016) y Little Britain. El brexit y el declive del Reino Unido (Debate, 2017).


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