La narrativa de nuestras vidas y el discurso político

El gran desafío de los liderazgos políticos está en encontrar narrativas colectivas que ayuden a las personas a recuperar las narrativas de sus vidas. El reto está en inspirar para movilizar a la acción colectiva. 
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Un fantasma recorre el mundo: la desesperanza. Quienes viven con ella saben que es hija de la incertidumbre y del temor. Para muchos esa incertidumbre es económica: viven el hambre y la pobreza. Para otros es vital: trabajan de sol a sol sin tiempo para el disfrute, energía para la familia o dinero para alcanzar sus aspiraciones. Otros más ganan lo suficiente para vivir bien hoy, pero les preocupa el futuro de sus hijos y su propia vejez, que hoy ni el Estado ni el mercado laboral pueden o quieren asegurarles.

Hay, tanto en países ricos como en desarrollo, una verdadera ansiedad por el futuro; una angustia existencial. En un artículo reciente, el Premio Nobel de Economía, Angus Deaton, explica que en Estados Unidos un grupo poblacional específico, los hombres blancos, están respondiendo a esta angustia matándose rápida o lentamente. En todo el país, las tasas de suicidio, alcoholismo y drogadicción entre los hombres blancos –en especial aquellos con poca educación y bajos ingresos–van a la alza. Cuando se le preguntó a Deaton por qué tanta gente está optando por evadirse así de la realidad y de la existencia, su respuesta fue poética: “porque han perdido la narrativa de sus vidas”. Simplemente, dice Deaton, ya no tienen expectativas de progreso. No tienen esperanza.

En efecto, las personas necesitamos contarnos una historia para darle coherencia a nuestra existencia. Y esa historia, o narrativa, tiene que ofrecer lo mismo que brinda un buen discurso político: un objetivo deseable que alcanzar, una tierra prometida a la cual llegaremos si hacemos uso de nuestra voluntad, de nuestras fortalezas y virtudes. Eso nos da propósito y dirección: es la esperanza que nos llama a la acción. Cuando nuestras vidas tienen una narrativa atractiva, creíble y coherente, nos lanzamos todos los días a “vencer los rigores del destino”. Cuando no hay esperanza, cuando la historia que nos contamos de nosotros mismos no termina en nada bueno, cuando no hay tierra prometida a la vista, perdemos el rumbo y sentimos que llevamos existencias apagadas, grises y carentes de significado.

Ahí es cuando entra en acción el poder del discurso. ¿Por qué? Porque los líderes son quienes construyen narrativas colectivas que inspiran, al ofrecer una tierra prometida atractiva y convencernos de que es posible alcanzarla. De esta manera, nos dan algo en qué creer y que nos ayuda a encontrar un propósito más grande que nosotros.

Lamentablemente, hoy los liderazgos no están ofreciendo narrativas atractivas. Basta ver las noticias para darse cuenta del triunfo global de la mediocridad del discurso como resultado de la mediocridad de las ideas. En Cataluña, Artur Mas convence a sus seguidores de que su incertidumbre se terminará mágicamente si esa tierra logra “desconectarse de España”. En Argentina, los candidatos presidenciales Macri y Scioli prometen a su pueblo que el futuro será mejor, simplemente porque ellos no son bipolares como la presidente Kirchner. Por su parte, David Cameron ofrece a los británicos una separación amigable de la Unión Europea como la salida a muchos grandes males de la patria. En Estados Unidos, un payaso de piel naranja sigue diciendo que la angustia de la gente de piel blanca se acabará expulsando a todos los indeseables de piel café. Y en México, nuestros líderes políticos nos regañan por quejarnos de su falta de honorabilidad y talento, nos explican que si tienen lujosas casas mal habidas no es algo que los distraiga, y nos sugieren que mejor sigamos superando nuestros problemas con cadenas de oración en el Facebook.

Ante este panorama, el gran desafío de los liderazgos políticos está en encontrar narrativas colectivas que ayuden a las personas a recuperar las narrativas de sus vidas. El reto está en inspirar para movilizar a la acción colectiva. Y esto solo puede lograrse a través de una comunicación política centrada en las aspiraciones, emociones y valores de la gente. Una comunicación política en la que los líderes hagan lo que dicen (congruencia) y digan lo que hacen (transparencia). Una comunicación política que, en suma, sea producto de un liderazgo ético dedicado a construir y reconstruir los lazos de confianza entre gobernantes y gobernados. La calidad y viabilidad de la democracia dependerán, en buena medida, de la capacidad de las sociedades para reconocer y apoyar a esos liderazgos.

 

 

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Especialista en discurso político y manejo de crisis.


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