Llegué a los Estados Unidos en agosto de 1988, a estudiar un B.A. en Ciencias Políticas en la Universidad de Alabama, en Huntsville. De los primeros meses recuerdo, aparte del calor hostil y la humedad, la obsesión de los medios con el mexicano Ángel Maturino Reséndiz, un asesino serial conocido como el Railroad Killer, que vivía en Ciudad Juárez y usaba el tren para cruzar la frontera, asesinar a mujeres ancianas y luego regresar a México. El Railroad Killer era el más buscado por el FBI (Osama Bin Laden se encontraba en el tercer puesto). Las elecciones presidenciales entre Bush sr. y Dukakis no tuvieron a la inmigración como tema central, debido a que un par de años antes Ronald Reagan había aprobado una amnistía que legalizó a tres millones de indocumentados.
Estados Unidos recibía a los inmigrantes sin mucho aspaviento, incluso en el sur profundo. La ciudad en la que vivía, Huntsville, estaba segregada y el problema racial seguía siendo central, pero los estudiantes extranjeros pasaban desapercibidos (los hispanos éramos menos del 1% de habitantes del estado). Una chica de mi clase me preguntó de dónde era. De Bolivia, le dije. ¿Libia? No, Bolivia. Da lo mismo, dijo y se rio. El entrenador del equipo de fútbol de la universidad era un ruso fanático de los extranjeros, y había reclutado a colombianos, ingleses, libaneses. Los amigos de los estudiantes con quienes yo vivía eran un grupo de iraníes que estudiaba física y trabajaba en la NASA.
La inmigración comenzó a convertirse en un tema político central durante las elecciones del 1992, primero al interior del partido Republicano. La postura de Bush sr. era relativamente moderada, y si bien insistía con que había proteger mejor las fronteras, trataba de evitar que la inmigración fuera centro del debate y buscaba remedar el amable optimismo de Reagan, pese a no ser carismático como el exactor de Hollywood; quien sí la convirtió en bandera de ataque fue Pat Buchanan, un republicano a la derecha de Bush sr., que, con tono apocalíptico, decía que la inmigración descontrolada amenazaba la identidad y soberanía nacional de los Estados Unidos. Los inmigrantes les quitaban los empleos a los ciudadanos, y la política de Reagan-Bush había sido incapaz de detener los flujos migratorios. Bush sr. volvió a ser nominado como candidato presidencial, pero Buchanan consiguió un cuarto de los votos en las primarias y mostró que había una audiencia para un discurso demonizador de los inmigrantes como culpables de los males del país.
En 1991, fui a hacer un doctorado en Literatura Latinoamericana a California. Me atrajo Berkeley por su historial de luchas por los derechos civiles en los sesenta y su progresismo radical; en el centro de la universidad había una bandera estadounidense muy pequeña, como si quienes vivieran allá no estuvieran orgullosos de ser de los Estados Unidos, una gran diferencia con mi experiencia en Alabama. Berkeley era una ciudad relativamente asequible (el boom de internet que lideraría Silicon Valley poco después la haría invivible para muchos). A nivel local y estatal había apoyo a los indocumentados, y en la comunidad hispana (6-7% del total) movimientos chicanos nacionalistas como el del Gran Aztlán –un proyecto de reclamación territorial y cultural que señalaba a los estados del Sudoeste como centrales para entender la identidad Mexicano-Americana como parte histórica de México y los pueblos indígenas de la región– tenían gran empuje.
De California me atraía su ethos liberal, pero esa década al estado lo gobernaban los republicanos; la recesión de esos años vino acompañada por una explosión de la inmigración mexicana y centroamericana, y los políticos republicanos fueron exitosos en convertir a los inmigrantes en culpables de la crisis económica (no lo eran). En 1994 fue aprobada la Proposición 187, que negaba a los indocumentados acceso a los servicios públicos. Vivimos el final de la década como un tiempo de quiebre, la institucionalización de una línea dura en el trato al inmigrante, un desplazamiento de las batallas sobre la situación de los indocumentados, que dejó de convertirse en un tema solo laboral: hasta hablar español se veía mal en algunos lugares (hubo movimientos que enarbolaban la bandera del ENGLISH ONLY: el imperio atraía a inmigrantes de todo el mundo, pero se arrogaba el derecho de ser provinciano en materias lingüísticas).
Pat Buchanan había tenido razón: todos los hispanos eran susceptibles de ser como el Railroad Killer. Los republicanos agitaban esa bandera, y el partido demócrata nunca encontró un político lo suficientemente hábil –o un discurso atractivo– para encauzar ese debate a las contribuciones favorables de los inmigrantes, y terminó acercándose a los republicanos (se sabe: entre un “duro duro” y un “duro blando”, la gente votará por el primero); Bill Clinton, el presidente en ese fin de siglo, aprobó un proyecto que aumentó las medidas de lucha contra la inmigración indocumentada, impulsado por la mayoría republicana en el congreso.
El devastador ataque del 11 de septiembre a las Torres Gemelas provocó cambios importantes: las fronteras y la seguridad nacional se convirtieron en el nuevo centro de atención, más que la caza a los indocumentados al interior del país; los nuevos enemigos eran los musulmanes. La creación del Departamento de Seguridad Nacional (DHS) y del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) no anunciaba, en ese momento, a los monstruos en que se convertirían un cuarto de siglo después (hoy, si el ICE fuera un ejército independiente, su presupuesto anual sería el tercero en el mundo, solo después del mismo Estados Unidos y de China).
La radicalización continuó, incluso en gobiernos demócratas: no todos lo saben, pero en sus ocho años como presidente Obama expulsó un millón de personas más que Bush jr. en esa misma cantidad de tiempo (solo que sin retórica nativista). Así llegamos al aceleracionismo de Trump y su proyecto nacionalista blanco, que entrelaza el resentimiento de los MAGA –su base de apoyo– con el tecnofascismo de Silicon Valley. Desde su primera presidencia, pero con fuerza extrema en el segundo gobierno, Trump no solo ha sido anti-inmigrante (con contadas y ridículas excepciones, como los Afrikaners); ha sido también anti-mujeres, anti-gay, anti-africanoamericano (“no todo de la esclavitud ha sido malo”, dijo recientemente), y anti-ciencia (tener a Robert Kennedy jr. de ministro de Salud es como poner a un terraplanista a cargo de la NASA).
En Cornell, la universidad donde trabajo desde 1997, las políticas de DEI (diversidad, equidad e inclusión) y la teoría crítica de la raza –que sugiere una obviedad: el racismo es una característica estructural de la sociedad norteamericana– eran elementos asumidos plenamente, al igual que el discurso progresista “woke”. Armado de los fondos casi infinitos del gobierno federal, y con la excusa de que el antisemitismo fue la marca central en las protestas estudiantiles contra el genocidio en Gaza, Trump se decidió por desmantelar las estructuras de investigación en las grandes universidades, desde Harvard hasta Columbia (la razón principal es más mezquina: las universidades son focos de resistencia a su proyecto reaccionario). Quienes pensaron que estas instituciones darían la pelea, dado el activismo estudiantil en momentos cruciales como los de Vietnam y la lucha por los derechos civiles, se sorprendieron al ver cómo la mayoría inclinaba la cabeza, dándole la espalda a sus estudiantes (la universidad es parte de la cultura corporativa, y sus líderes, si deben elegir entre la base donante que aborrece las protestas y sus profesores y alumnos, tienen claro por dónde ir).
Hace poco participé en una protesta, con el lema de “retomar la universidad”. Había banderas a favor de Palestina y del sindicato de estudiantes; cantamos frases conmovedoras e ingenuas –en este contexto– como “todos juntos somos imparables”. Cornell nos aseguraba libertad de expresión, y sí, los que participaron pudieron decir lo que pensaban (una activista trans debió suspender su discurso: se quebraba de solo mencionar que este gobierno le negaba su derecho a existir). Sin embargo, éramos conscientes de que las cosas habían cambiado: ahora solo se podía protestar en la plaza al frente del Centro Estudiantil, y de doce a una del mediodía (¡por favor, no hagan ruido!).
Pese a lo que escuché en la protesta, la libertad de expresión no para de perder espacios. Quienes tienen “green card”, son estudiantes extranjeros o turistas, borran sus redes sociales antes de cruzar las aduanas, y deben tener a mano el teléfono de un abogado de inmigración. Con un habitante de la Casa Blanca defendiendo un etnonacionalismo radical, palabras blandas como “diversidad”, “equidad” o “inclusión” han sido resignificadas como peligrosas –un increíble logro político que deberá ser estudiado en el futuro–, a museos como el Smithsonian se les pide que solo muestren cosas que enorgullezcan al país al mismo tiempo que un cuadro del general confederado Lee, con un esclavo negro jalando a su caballo, vuelve a ser instalado en el Pentágono. Por supuesto, las cosas podrían ser peores: Trump podría enviar a la Guardia Nacional a controlar algunas ciudades del país, a la Patrulla Fronteriza a arrestar a bomberos indocumentados mientras luchan por apagar un incendio, o mandar equivocadamente a las prisiones de Bukele al salvadoreño Kilmar Ábrego García pese a una orden de protección contra deportación otorgada por un juez de inmigración, o usar a ICE como su ejército personal, o bromear con que al país no le molestaría un dictador, o insinuar que podría presentarse a una nueva elección… perdón. Esas cosas ya están ocurriendo.