En su conferencia “La voz pública de las mujeres”, de 2014, la catedrática de estudios clásicos y premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales Mary Beard dio cuenta de cómo las mujeres habían ocultado sus opiniones a lo largo de la historia. Cómo no se les había dado la posibilidad de expresarse –y por ende, ejercer el poder–. La opinión femenina no merecía la atención, a no ser que fueran mártires o víctimas, y no había provocado escrúpulos soltar un tajante “que te calles”, como le dice Telémaco a su madre, Penélope, en la Odisea de Homero. Beard recogió todo aquello después en su libro Mujeres y poder. Un manifiesto, y ha puesto en práctica el arte de no callarse, como hace habitualmente en su cuenta de Twitter, en programas de televisión o en las conferencias que ofrece por todo el mundo.
Pero ya otras antes decidieron que no iban a quedarse calladas, como ocurrió durante todo el siglo XX con las periodistas y escritoras anglosajonas Dorothy Parker, Rebecca West, Hannah Arendt, Mary McCarthy, Susan Sontag, Pauline Kael, Nora Ephron, Joan Didion, Renata Adler y Janet Malcolm. La periodista y crítica canadiense Michelle Dean las ha reunido a todas en el libro Agudas –sinónimo afilado de ‘inteligentes’– publicado ahora en español por Turner para mostrar cómo durante todas estas décadas la voz intelectual procedente de EEUU y Reino Unido no fue solo la de los Scott Fitzgerald, Hemingway, Roth, Mailer o Salinger. Es un recorrido por sus vidas y obras que señala cómo también ellas escribieron, también se convirtieron en estrellas que publicaron en las revistas más prestigiosas como The New Yorker, también alimentaron polémicas, y también tuvieron sus filias y fobias con el movimiento feminista, sobre todo a partir de la segunda ola de los años setenta.
Precisamente, Dean comienza en su prefacio alertando de que estas mujeres “crecieron en un mundo poco dispuesto a escuchar las opiniones de las mujeres acerca de nada”. De hecho, Parker se convirtió en toda una celebridad gracias a su poesía cáustica antes de que las mujeres pudieran votar en su país. Sontag se hizo famosa con su ensayo sobre el movimiento camp antes de que el feminismo brotara en los campus universitarios. A Arendt medio mundo se la echó encima tildándola de antisemita por su libro sobre Eichmann –a ella, una judía–; Kael tuvo que soportar numerosas críticas por defender las películas más populares; y a Malcolm, el apostolado del periodismo la recriminó haber mancillado la profesión por libros como El periodista y el asesino. Los columnistas que estaban en la cúspide –que siempre han solido ser del mismo tipo– no pudieron aguantar que una periodista les hubiera metido el dedo en el ojo.
Sin embargo, una de las cuestiones más interesantes del libro es cómo Dean insiste en que, pese a todos estos esfuerzos por alzar su voz, ninguna se consideró nunca una feminista en el sentido “colectivo”. Algunas sí se llamaron a sí mismas feministas y todas defendían la igualdad entre hombres y mujeres. West, por ejemplo, que defendió al Frente Popular en la Guerra Civil española, criticó al escritor protofascista italiano Gabriele d’Annunzio (calvo y con bigote), que arengó a los soldados italianos, al señalar que “creeré que la batalla del feminismo ha terminado cuando oiga que un país se ha dejado poner patas arriba y conducir al borde de la guerra llevado por su pasión hacia una escritora completamente calva”.
Pero lo que detestaban es que las metieran en el saco del activismo. “Rebecca West, que estaba muy cerca de ellas, terminó pensando que las sufragistas eran admirablemente feroces e imperdonablemente mojigatas. Sontag echó en cara a Adrienne Rich la simpleza del movimiento. Incluso Nora Ephron confesó, en la convención demócrata de 1972, que la incomodaban los esfuerzos de las mujeres por organizarse”, escribe Dean. Como se cuenta también en el libro, Arendt tampoco se calló cuando se encontró con la profesora Jennifer Nedelsky, que llevaba una chapa de la Chicago Women’s Liberation Union, y le soltó: “Esto no es serio”.
¿Las criticaron por ello? Por supuesto, aunque las que más tuvieron que dar explicaciones y, en algunos casos, desdecirse, fueron aquellas que como Sontag, Ephron, Didion o Malcolm ya vivieron la segunda ola del feminismo, la que se coló en los setenta en las universidades –y que es, prácticamente, la que nos ha llevado a la que tenemos hoy en día–. Como señaló Didion, la segunda ola no fue un frente unido. Y como apunta Dean, “cualquier persona de carne y hueso tenía que tener, por fuerza, opiniones contradictorias con respecto al movimiento”.
No era una situación tampoco sencilla y esto también tiene ecos con la actualidad. “Una de las incongruencias recurrentes del movimiento es que es imposible contar la verdad sobre él sin que parezca que le estás haciendo daño”, escribió Ephron en una de sus columnas señalando que le resultaba difícil reseñar libros escritos por mujeres sobre el movimiento feminista porque aunque coincidía con sus ideales, no le gustaba demasiado cómo escribían, cuenta Dean. “Esto es lo que se conoce en el movimiento de las mujeres como hermandad, y es una buena actitud política, pero no crítica. Tampoco es sincera. Ni responde a la verdad. Es más, es igual de condescendiente que la crítica que aplican estos días los hombres a los libros sobre mujeres (…) sin verdadero interés, sino en plan qué-curioso-cómo-se-esfuerzan-estas-mujeres-de-verdad-que-tenemos-que-intentar-comprender-lo-que-persigan-sea-lo-que-sea”, afirmó Ephron.
El asunto es que, muchas veces, tampoco se llevaron bien entre ellas –“tenían poco tiempo para nociones como sororidad”, sostiene la ensayista–, ya que fueron a veces cruentos los enfrentamientos entre McCarthy y Parker, Sontag y McCarthy o Adler y Kael. “Yo creo que de ahí se puede extraer un mensaje feminista. De acuerdo, se supone que el feminismo tiene que ver con la hermandad. Pero las hermanas discuten, a veces, incluso hasta el punto de distanciarse. No es la única característica común que nos define. Si algo hemos aprendido de los debates sobre cuestiones transversales es que esa experiencia que llamamos ‘ser mujer’ está profundamente influida por ideas de raza, clase y otros marcadores sociológicos. También por la condición humana”, comenta Dean.
Otro obstáculo, a menudo, fueron algunos hombres. La ensayista retrata cómo, por ejemplo, a Norman Mailer le encantó mediar en alguna de las polémicas entre ellas. Como si no le bastara con su propia voz y sus libros. Sus parejas masculinas tampoco dejaron una huella demasiado feliz en sus vidas. H.G. Wells y Rebecca West tuvieron una relación de amantes de la que nació un niño, Anthony, pero nunca hubo un compromiso verdadero por parte de Wells. West se acabó casando con un banquero. Mary McCarthy acabó casándose en cuatro ocasiones. Sontag se casó con Philip Rieff a los 17 años, pero tras ocho años de matrimonio, le dejó por, entre otras cosas, puro aburrimiento: un día se dio cuenta de que, para ver las películas que ella quería, tenía que ir sola al cine. Sus siguientes relaciones fueron con mujeres. Y Nora Ephron escribió la novela Se acabó el pastel en la que narraba su matrimonio con el periodista Carl Bernstein –el del Watergate– y cómo este le había sido infiel. Bernstein se enfadó bastante por este libro (no tanto por aquello de la infidelidad).
Pero todas salieron adelante. En la vida y en el trabajo. Y en muchos casos y durante mucho tiempo, muy mal pagadas (aunque a otras les fue extraordinariamente bien). No consiguieron contratos medianamente serios en publicaciones hasta que no lograron algún éxito mediático, como le ocurrió a McCarthy con su libro El grupo, que podría ser un proto Sexo en Nueva York (y que, por eso, no estuvo exento de críticas, algunas procedentes de otras mujeres) o a West con su libro de viajes por los Balcanes, Cordero negro, halcón gris: un viaje al interior de Yugoslavia. La mayor parte de sus vidas trabajaron como freelance (si bien con unos emolumentos muy diferentes a los actuales).
Una de las herramientas que muchas de ellas utilizaron fue el humor. El estilo un tanto sardónico. La ironía, el sarcasmo, la sátira. La mirada con cierto escepticismo, lo que hizo que no fueran consideradas como autoras serias. Pero, finalmente, con el tiempo han quedado como algunas de las mejores intelectuales en los campos de la filosofía, la literatura, la crítica de cine y el periodismo político y cultural. Arendt dijo: “Cuando estás sola es difícil decidir si ser diferente es un defecto o un mérito. Cuando no tienes nada a lo que aferrarte, terminas por aferrarte a aquello que te diferencia de los demás”. No tenían por qué llevar razón, muchas veces tampoco la tuvieron con sus opiniones, pero en su caso fue no quedarse calladas.
es periodista freelance en El País, El Confidencial y Jotdown.