Estuve la semana pasada en Las Vegas para la convención anual de NALEO, la Asociación Nacional de Funcionarios Latinos Electos, una de las organizaciones de mayor influencia entre la comunidad hispana en Estados Unidos. Encontré dos asuntos que destacar. El primero, la notable ausencia de prácticamente todos los aspirantes republicanos: de 12 precandidatos sólo asistió Ben Carson, un médico de posibilidades ínfimas pero ego descomunal. El miedo, dicen, no anda en burro.
La otra historia que valió la pena fue la presencia de Hillary Clinton. La virtual nominada del Partido Demócrata fue a Las Vegas a reafirmar lo que (modestia aparte) adelantábamos en este mismo espacio hace una semana: su nueva identidad como candidata; mucho más suave, casi maternal. En esta, su segunda oportunidad en busca de la presidencia, Hillary buscará acercarse al voto femenino hablando con candidez de su vida como hija, madre y abuela. Por otro lado, sin embargo, buscará alejarse (sutil, pero claramente) de la figura de su marido, el expresidente Clinton. Aunque el vínculo del matrimonio Clinton es no sólo legendario, sino indispensable para ambos, Hillary rara vez habla de su esposo: quiere, en cambio, continuar fraguando su propia identidad política. En el fondo, busca un equilibrio frágil y delicado: sabe que siempre será la ex primera dama, pero insiste en convencer al electorado de su propia valía, de su propia capacidad de liderazgo.
La historia reciente de Hillary Clinton me remitió irremediablemente a Margarita Zavala. A lo largo de su carrera política independiente de su marido (trayectoria que data apenas del 2000, cuando ganó por primera vez un cargo de elección popular) Clinton ha tenido que responder básicamente dos interrogantes. La primera es esta: ¿tiene cualidades suficientes como para construir cartas credenciales propias, más allá del célebre vínculo matrimonial? Y segundo: ¿sería su gobierno sólo una continuación del de su marido, una especie de nuevo mandato de Bill Clinton por, digamos, interpósita persona? En el caso de Hillary Clinton, la respuesta a la primera pregunta es un sonoro "sí". Incluso antes de ser una exitosa senadora -y, después, respetada secretaria de Estado- Hillary ya era reconocida por su talento y preparación, sin importar el señor con el que ha estado casada. La segunda pregunta está en el aire, pero me inclino a pensar que, a pesar de las afinidades ideológicas, Hillary no sería a Bill lo que Cristina Fernández de Kirchner a su marido.
Margarita Zavala enfrenta las mismas preguntas, ambas perfectamente justificadas e importantes. Para responder la primera hay que mirar con cuidado la trayectoria de Zavala. A diferencia de Clinton, que esperó a que concluyera la carrera de su marido para lanzarse a buscar sus propias ambiciones, la señora Zavala tiene al menos veinte años de vida política activa dentro de su partido. Eso no quiere decir que tenga experiencia suficiente como para ser presidenta, pero lo hecho ahí está. A continuación habría que analizar lo que hizo como primera dama. Lo primero que hay que decir es que, a diferencia de otros casos recientes, Margarita Zavala se dedicó a trabajar en serio con una discreción casi absoluta. Vale la pena reconocer, por ejemplo, su trabajo en defensa de los niños migrantes cuando el tema todavía no era tema. Zavala, pues, no es ninguna improvisada. Si lo anterior basta como para convertirla en una candidata presidencial deseable, es otra cosa. Pero menospreciarla es simplemente incorrecto. Margarita Zavala no es Martha Sahagún.
La segunda pregunta es, a todas luces, la más importante, al menos electoralmente hablando. Es difícil encontrar una figura que despierte pasiones similares a las que suscita Felipe Calderón. ¿Gobernaría Zavala siguiendo la misma línea de su marido? Es difícil saberlo pero, al menos a juzgar por sus primeras declaraciones, la ex primera dama no piensa marcar distancias. En la declaración más importante de su joven campaña, Zavala ha dejado claro que ve a Calderón como "un activo". Al mismo tiempo, sin embargo, dice rechazar de manera tajante aquello de "la pareja presidencial". Parece que su intención será avanzar a lo largo de una cuerda floja parecida a la que ha superado (hasta ahora) Hillary Clinton: "Es mi marido pero no somos la misma persona".
Por otro lado, es evidente que el matrimonio Calderón ha planeado la candidatura de Margarita con sumo cuidado. Seguramente han hecho cuentas: calculan que la fatiga que ya ha generado no sólo Enrique Peña Nieto y su propia primera dama, sino el PRI entero podría incluso dar paso a una suerte de nostalgia por el calderonismo (no se sorprenda, querido lector: ¡en Estados Unidos hay gente que extraña a George W. Bush!). Basta ver no sólo el lanzamiento de la candidatura de la señora Zavala, sino la reciente actividad de Felipe Calderón. El ex presidente parece renovado, con bríos, con ganas de pelear. Quizá intuye que, contra todo pronóstico, justo cuando se le veía derrotado y reducido, los tropiezos de sus rivales históricos le han abierto la puerta de nuevo, al menos para jugar el papel de consejero con megáfono en las aspiraciones de su mujer y, en una de esas, como primer ex presidente en volver al poder de la mano de su esposa. No suena tan enloquecido. Si no, que le pregunten a Bill Clinton.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.