Los demonios han existido siempre. Cada época inventa los suyos. Los imagina, los esculpe en texturas rugosas y fétidas, los cuchichea intramuros, trasiega el yerbajo que crece tras sus ponzoñas de fuego, los encarcela en una celda de la Inquisición, los alambra en un campo de concentración, los cuerea en el campo o los encierra en el cuarto de los zapatos de Thomas Bernhard. Luego los petrifica en víctimas propiciatorias de autos de fe y, una vez labrados en la conciencia ritual de una feligresía devota, los desencadena y los escuchimiza en tabletas pulcramente ordenadas en el anaquel de los genéricos. El demonio neoliberal está a la venta y al alcance de cualquier simplismo.
El liberal Friedrich Hayek, en el punto medio entre las teorías liberales de Von Mises y de Keynes, recibió el reconocimiento de unos y otros por su aguda crítica a las formas de planificación económica que sacrificaban las libertades en el altar de la igualdad. La base común de los liberales de la posguerra es el argumento de que la economía planificada había creado un colectivismo sostenido con brackets, tensando de tal manera la resistencia de las pilastras que, si bien no se desplomaron, en cambio se hundieron a causa de la subsidencia del suelo en que estaban construidas.
En el periodo de entreguerras se acuñó el término “neoliberalismo” y ahora es el depósito de casi todos los anatemas. En una conferencia en Bangkok en marzo de 1999 (A short history of neoliberalism), Susan George, hipercrítica de la globalización, esculpió el demonio liberal:
De modo que, de una reducida y desprestigiada secta sin apenas influencia, el neoliberalismo ha logrado convertirse en la principal religión del mundo, con su doctrina dogmática, sus vicarías, sus instituciones legislativas, y, seguramente, lo más grave de todo, su infierno para los paganos y pecadores que osen criticar la revelación de la verdad.
Es curioso que una década después de la conferencia George, otra religión del mundo, el antineoliberalismo, concelebra en su altar y con sus propios dogmas y vicarías. Acumula una doctrina de mandamientos y un infierno para herejes y paganos que osan dudar de los sermones que acusan al demonio neoliberal de todo cuanto de malo le ocurre a la humanidad.
Pero encostalar los males en la categoría “Neoliberalismo” es un error epistemológico elemental: no se demarcan sus connotaciones. Si se quiere apabullar al otro, acúselo de neoliberal; si alguien critica los monopolios estatales, es un neoliberal confeso; si la educación es desastrosa, ¿cómo no echarle la culpa al neoliberalismo?; si la delincuencia organizada mata, secuestra y extorsiona, túrnese la denuncia al costal de las políticas neoliberales; si faltan empleos o los salarios son bajos, ¡el neoliberalismo depredador!; si un atrevido denuncia la corrupción de los sindicatos o muestra la mediocridad de las universidades, le hace el juego al neoliberalismo.
Hayek honró la lógica liberal al afirmar que en los principios básicos del liberalismo no hay un credo estacionario. No hay reglas absolutas establecidas de una vez para siempre. Se trata de hacer todo lo posible para facilitar el uso de las fuerzas espontáneas de la sociedad y recurrir lo menos que se pueda a la coerción (Camino de servidumbre, 1944).
El genuino espíritu liberal no cierra la discusión. Solo las hipótesis verificadas o falseadas en la realidad constituyen la materia gris del examen continuo. La crítica liberal ha mostrado que el mercado desregulado causa tanta desigualdad y pobreza como la planificación de la economía. Una libertad ilimitada no es una verdadera libertad y un mercado libre abandonado a su propia lógica ni es libre ni es mercado. Cualquier postura que deposite una confianza ciega en el mercado o se resigne a que el mercado dicte las normas de la vida política, social, moral y cultural de la humanidad es contraria a la libertad y al pluralismo.
El término “neoliberalismo” reapareció tras la caída de los sistemas totalitarios, en el ocaso de la década de 1980. La historia humana no había conocido una orfandad de la magnitud que esa caída produjo en el credo anticapitalista. Millones de huérfanos voltearon la mirada al ¿Qué hacer? de la novela de Chernyshevsky (la frase se la atribuían a Lenin). Pero también voltearon la vista a esas rarezas llamadas democracia, derechos humanos, Estado de derecho. De la superficie de los dogmas socialistas emergió el demonio “neoliberal”, un relleno sanitario a donde se puede arrojar decentemente todo lo que no se comprende.
Al menos una veintena de excelentes libros ha descifrado los efectos más temibles de la globalización. La perspectiva liberal examina el staff de privilegios que corre libertinamente a contrapelo de los principios liberales, que por definición rechazan fueros y privilegios. La idea de Tony Judt (Algo va mal, 2010) de repensar el Estado es un buen inicio. ¿Por qué la libre empresa ha dejado de ser libre y emprendedora?
¿Y la libre empresa de los pobres? ¿Por qué se diviniza la libre empresa de los poderosos y se desprecia la eficacia inmediata de lo sencillo? ¿No es la libre empresa de los pobres la más oprimida de las libertades?
En su libro reciente (El precio de la desigualdad, 2012) Joseph E. Stiglitz consigna en la portada: “El 1% de la población tiene lo que el 99% necesita.” Hay que leer el libro para evitar que fermente una nueva receta universitaria. Pero aun si así fuera, el 99% tiene una responsabilidad que no está cumpliendo. En la actualidad un buen ciudadano también es un consumidor inteligente: cuando compra y vende aporta su grano de arena para impedir que los gigantes aplasten a los pequeños.
El demonio del neoliberalismo transitó acríticamente de los intelectuales a las universidades y a los medios de comunicación. ¿Para qué pensar, debatir y trabajar si una conspiración mundial ya tiene dibujado el mapa del destino humano? El determinismo histórico vive y colea. ~
(Querétaro, 1953) es ensayista político.