Desde septiembre de 2019, el subsecretario de salud Hugo López-Gatell saltó al protagonismo político y mediático. Los medios cuestionaban el creciente desabasto de medicinas en los hospitales públicos, problema que ya estaba costando vidas y que fue provocado por una serie de decisiones mal ejecutadas que buscaron, sin éxito, combatir la corrupción. Desesperados, los padres de niños enfermos de cáncer salían a protestar a las calles. Pero López-Gatell entendió que su obligación no era con ellos, sino con su jefe, el presidente. Y, siguiendo sus pasos, creó una narrativa en la que la industria farmacéutica y los distribuidores de medicamentos eran una “mafia” que promovía “campañas de desinformación” y los padres de familia “un pequeño grupo que repetidamente ha salido a quejarse”, mientras que el presidente y él mismo eran funcionarios irreprochables que estaban “combatiendo la corrupción”.
Al llegar la pandemia de covid-19, el vocero siguió el modelo de propaganda de López Obrador: celebrar largas conferencias de prensa dirigidas a proteger a cualquier precio la imagen del presidente y del gobierno. López-Gatell hizo lo mismo que hace a diario su jefe: negar, minimizar y eludir los problemas, adaptar los hechos a su narrativa demagógica, sustituir comunicación del Estado con propaganda política, deslegitimar el conocimiento científico, atacar a los medios de comunicación, intimidar a las voces críticas y manipular el lenguaje para confundir a la sociedad.
Hacer un recorrido por los largos meses de conferencias diarias de López-Gatell es asomarse al abandono deliberado de estándares profesionales, éticos y humanos. Es ver a un funcionario público que nunca entendió que su cargo significaba la obligación de servir y orientar a millones de personas para que cuidaran su vida y su salud, no una oportunidad para trepar posiciones de poder o promover su imagen personal. Es ver a un científico negar la ciencia y la evidencia frente a nuestros ojos con tal de complacer a su jefe. Es ver a un epidemiólogo violar a diario los manuales profesionales de comunicación de crisis sanitaria y practicar la manipulación de cifras. Es ver a un médico romper el juramento hipocrático, al poner la vida de las personas por debajo de la agenda de un grupo político y acusar sin evidencia a ciertos sectores de la sociedad de traer el virus a México, en un abierto discurso de odio. Es ver a un funcionario público mentir una y otra vez a los reporteros –y humillarlos con soberbia– cuando le exigían que se hiciera cargo de sus palabras y sus decisiones. Es ver a quien nos pedía ser responsables y quedarnos en casa escaparse a la playa a media cuarentena. Las consecuencias de la conducta de una persona que recibió demasiado poder y demasiada atención las pagamos todos, especialmente los cientos de miles de mexicanos que han muerto en estos aciagos meses, así como todos aquellos que cayeron enfermos y todavía sufren dolor y secuelas.
Y, sin embargo, si hoy Hugo López-Gatell entra a un restaurante, no faltará quien lo salude y le pida una foto. Buena parte de la sociedad no los responsabiliza a él ni al presidente por el peor desastre sanitario en un siglo, tal como se reflejó en las votaciones del pasado 6 de junio. Con su ayuda, AMLO ha logrado imponer el engaño colectivo más grande y costoso del que se tenga registro. Para millones, la pandemia ha sido una calamidad inevitable, y sus consecuencias un hecho del destino sobre el que AMLO no podía hacer mucho porque, además, le creen cuando dice que “a México no le va tan mal”.
Pero el fin de las conferencias de Hugo López-Gatell no debe significar impunidad para este funcionario. Esas miles de horas de propaganda política videograbada tendrán que volverse evidencia de una comisión de especialistas nacionales e internacionales que investiguen a fondo su responsabilidad en lo ocurrido estos meses y generen un reporte judicializable. Si la oposición es digna de ese nombre, no dejará de luchar para ello un solo momento.
En otras naciones, la sociedad y las instituciones no han perdido el respeto por la vida ni la sensibilidad ante sus muertos, y se han movilizado para exigir cuentas sobre el manejo de la pandemia. En México, solo un puñado de mexicanas y mexicanos han tenido el valor civil para resistir y alzar la voz. Pienso en los líderes de la sociedad civil que formaron “Signos Vitales”, un grupo que ha dejado testimonio del mal manejo de la pandemia, lo que les ha valido la inquina y la calumnia desde el podio presidencial. Pienso en Edna Jaime, Mariana Campos y el equipo de México Evalúa, quienes han documentado el mal manejo del presupuesto en salud, así como en el equipo de Impunidad Cero, encabezado por Irene Tello Arista, que ha demostrado que la escasez de medicamentos y material médico se deben a las decisiones erráticas de López Obrador y sus subordinados. Pienso también en los exsecretarios de salud, especialmente Julio Frenk, quienes pudieron quedarse callados, pero decidieron alertar con firmeza sobre lo que estaba pasando, a pesar de que la propaganda oficial tiene en ellos a los perfectos chivos expiatorios del desastre. Y, en especial, pienso en el valor civil demostrado por la doctora Laurie Ann Ximenez Fyvie y su equipo de Salvemos Con Ciencia, así como en los doctores Alejandro Macías, Francisco Moreno y Arturo Erdely, quienes se volvieron, sin proponérselo, voceros y explicadores confiables para amplios grupos de la sociedad, asumiendo riesgos profesionales y personales.
Es fundamental que ese esfuerzo por dejar registro y testimonio de lo que ha ocurrido en México no quede eclipsado por el ruido ensordecedor de la propaganda y la desinformación que desde el Estado se emite a diario y que se repite de modo agresivo por los defensores del populismo, quienes han antepuesto la lealtad a su grupo político a cualquier otra consideración. Queda trabajar para que el engaño sobre la pandemia no nos sea indiferente, y hacer lo que esté en nuestro poder para que la verdad termine imponiéndose.
Especialista en discurso político y manejo de crisis.