La semana pasada, Enrique Peña Nieto se reunió con dos figuras muy distintas de la política estadunidense. La prensa mexicana se concentró, sobre todo, en el encuentro con John McCain, senador de Arizona y hombre clave en la discusión de la reforma migratoria. La visita de McCain es importante: fue de los primeros legisladores en insistir en la necesidad de modificar el marco legal que regula la migración en su país y, a pesar de su intensa antipatía por Obama, encabeza a los (pocos) republicanos moderados que ahora tratan de trabajar con el presidente para alcanzar una reforma migratoria que valga la pena.
Pero la presencia de McCain en México no fue la más interesante de la semana. Ese privilegio le corresponde a Julián Castro, el alcalde de San Antonio, Texas. De acuerdo con Castro, su intención era hablar con Peña Nieto de la gran relación que siempre ha habido entre México y su ciudad. Es posible que así haya sido, aunque no imagino a Enrique Peña Nieto recibiendo con el mismo entusiasmo a Greg Stanton, alcalde de Phoenix. En realidad, la visita de Julián Castro a Los Pinos obedece, pienso, a ambiciones mayores. Castro es visto por propios y extraños como el rostro hispano del Partido Demócrata. Los demócratas apuestan a tal grado por él que le otorgaron, a los 37 años, el discurso emblemático de la convención del partido en septiembre pasado (fue el primer hispano en recibir ese reconocimiento). Su discurso estuvo a la altura: con gracia, buena voz y hasta sentido del humor, demostró que tiene futuro. Y aunque alcanzar otros puestos de mayor rango será difícil en Texas —estado republicano por excelencia, aunque la demografía puede alterar esa dinámica eso a mediano plazo—, Castro claramente tiene puesta la mira en una carrera en Washington. Así, al recibir al alcalde de San Antonio en Los Pinos, Enrique Peña Nieto no está estrechando lazos con una ciudad estadunidense, por más importante y poblada que esta sea: en realidad está apostando por una figura hispana que promete.
A primera vista, no es una mala jugada. Pero dudo que rinda los beneficios que se cree. No me parece probable que Julián Castro sea, como piensan algunos, el primer presidente mexicano-americano de la historia estadunidense. Y no es que le falte talento o preparación. El problema es que está íntimamente ligado con una parte de la historia hispana en Estados Unidos poco propicia para la reconciliación y el posterior surgimiento de un liderazgo de alto perfil. Me explico. El éxito de Barack Obama —otro político irremediablemente vinculado a su perfil racial— radicó no en ser el primer candidato pos-racial, sino en ser el primer político afroamericano pos-Luther King. Los políticos de color de la generación anterior, como Jesse Jackson, eran herederos directos de la parte más luminosa de la lucha por los derechos civiles, pero también de su ira e indignación. Desde su propia, asombrosa biografía, Barack Obama logró dar la vuelta a la página e inaugurar una etapa en la que los políticos afroamericanos no parten del enojo o la reparación del innegable daño histórico, sino que buscan, desde la mejor versión de la asimilación, el poder. Su llegada ha abierto la puerta a otros notables políticos de color que seguramente harán historia también, como Cory Booker, alcalde de Newark, Nueva Jersey.
El problema de Julián Castro es que su trayectoria generacional lo acerca más a Jesse Jackson que a Barack Obama. Si Jackson era producto de la lucha de Luther King, Castro es hijo directo del movimiento de César Chávez. Rosie, la madre de Castro, fue una de las figuras más visibles y elocuentes del grupo de Chávez en Texas. A cada oportunidad, Julián y su hermano gemelo Joaquín acompañaban a su madre a los mítines. ¡Y vaya que eran mítines combativos! Castro ha dicho varias veces que aquel fue el periodo definitivo de su formación política. En otras palabras, sus convicciones provienen de la indignación, no de la digestión sensata de esa indignación. Nada hay de malo en ello, naturalmente. Es imposible exagerar la importancia del papel que cumplen políticos como Castro. Pero dudo mucho que dé para mucho más. El primer presidente mexicano-americano de Estados Unidos tendrá que haber procesado la lucha de César Chávez para emerger con un sentido de identidad más conciliador y menos confrontacional.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.