Populismo y postpudor

La impudicia romántica de la carta de Sánchez explica bien el vínculo que existe entre la sentimentalidad democrática y la pérdida de patrones básicos de racionalidad deliberativa en nuestra conversación pública.
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Es imposible vaticinar el concreto derrotero constitucional por el que, a partir del lunes, va a discurrir la situación abierta desde que conociéramos la carta dirigida a la ciudadanía que escribió, de su puño y letra, el presidente del gobierno el pasado miércoles, tras la muy discutible apertura de unas diligencias penales contra su mujer, propiciada por la denuncia interpuesta por un pseudosindicato cuya trayectoria procesal ha sido infame. Desde la dimisión o la futura disolución de las cámaras, a la cuestión de confianza parlamentaria, todas son opciones viables. En todo caso, sea cual sea el curso de esta situación, es muy probable que nos encontremos ante un punto de inflexión decisivo en nuestra cultura política, cuyo alcance todavía no es fácil de presagiar con precisión. 

No obstante, si algo sí parece claro es que la interpelación directa que ha hecho el presidente del gobierno no es al conjunto de la ciudadanía, como reza en el membrete digital de su carta, sino realmente a una parte del pueblo español, ya identificada con precisión, por algunos, como “el pueblo de la coalición”, aquel que genuinamente encarnaría la democracia y que hoy está llamado a hacer visible su entidad en la calle. La parte excluida de ese “pueblo de la coalición”, esto es importante, no es solo la ultraderecha, sino que se extiende a la derecha política y a cualquier elemento de oposición social o mediática al actual gobierno o a sus políticas procedente del mundo conservador.

Este hecho que, de alguna forma, se presenta como una necesidad democrática, consolida el eje populista en la política española, que dejaría atrás, definitivamente, la lógica pluralista, invocada en el propio artículo uno de la Constitución, para transitar hacia una comprensión ya inequívocamente instalada en el binarismo, buenos y malos, como se ha dicho; amigo-enemigo, como diría el clásico.

Las consecuencias de este tránsito son trascendentales en muy diversos ámbitos. Para empezar, desde esta comprensión de la política hay que asumir que existe un pueblo democráticamente genuino y otro apócrifo, de tal forma que habremos de acostumbrarnos a la consolidación de la idea de que no se trata ya de que votemos a partidos diferentes que nuestro padre o nuestra hija, sino que pertenecemos simple y llanamente a pueblos políticos distintos. Era difícil un peronismo a la española porque, incluso en su momento de mayor pauperización, con la crisis económica, la sociedad española no era una sociedad miserable en términos materiales y, también, porque la integración europea sustraía y sustrae la decisión sobre elementos esenciales de nuestra política, específicamente de la monetaria. No obstante, si algo obstaculizaba ese giro populista era el propio hecho de que el PSOE, un partido que es actor principal en la constitución del sistema político que nace con la Constitución de 1978, era ajeno a esta comprensión de la política. Eso es lo que en gran medida ha quebrado. Es un presidente socialista el que ha interpelado de forma consciente a un significante vacío que aglutine a una mitad del pueblo español diferenciada políticamente de la otra. El  que se ha desprendido de esa relación fundacional con el régimen político.

En cualquier caso, este análisis sería incompleto si no se atendiese al propio hecho de que, paralelamente, se ha ido consolidando también en la derecha política un marco conceptual sostenido en esta dialéctica binaria, amigo-enemigo, que igualmente ha socavado las premisas pluralistas de nuestro sistema. Tal vez no hay mejor ejemplo de ello que el uso continuo del término “constitucionalista” para patrimonializar la identificación moral con la Carta Magna. La distinción, a beneficio de inventario, entre “constitucionalistas” y “no constitucionalistas” ha sido un elemento determinante en la forja de nuestro actual momento populista y a través de ella, conviene no pasarlo por alto, hay quien ha puesto en cuestión la propia legitimidad que el gobierno recibe del Congreso. Igualmente, el populismo de derechas, como experimento de gobierno, es algo bien perfilado dentro del muy singular subsistema de gobierno de la Comunidad de Madrid, donde, entre otras cosas, las elecciones ya se plantearon, desde el propio gobierno, como una disyuntiva entre libertad o comunismo, apelando a la propia identidad política de los verdaderos madrileños. Del mismo modo, el propio antisanchismo, al centrar obsesivamente la crítica política en la constitución psicológica y moral de la persona del presidente y no de sus políticas, ha propiciado también, paradójicamente, el primer liderazgo de la democracia española que empieza a ser comprendido en términos mesiánicos y de culto a la personalidad. El llanto por la carta de Pedro Sánchez, de Pedro Almodóvar, es un serio indicativo de que hemos estrenado el martirologio populista y de que, como lleva vaticinado desde hace tiempo Daniel Gascón, hoy hay competencia desleal en el mundo de la parodia.

En estos días escucharemos afirmaciones que son ciertas y que apuntan a la consolidación de tendencias autoritarias, no solo en España, que se sirven de campañas de intoxicación y desprestigio, a menudo construidas sobre la base de falsedades o haciendo un uso espurio de acciones judiciales. No obstante, tan cierto es eso como que la oposición al gobierno y a cualquiera de sus políticas se hace también desde posiciones veraces y no solo radicalmente escrupulosas con la ley, sino que son expresión de la mejor tradición democrática que exige, como propia condición de legitimidad del sistema, un control político a la acción de gobierno y la construcción de alternativas a esta.

La misiva del presidente del gobierno se escribe desde el desprecio a esa realidad básica de un sistema democrático como es la necesidad de fiscalización, y escondiendo la realidad de su propio poder institucional. Pese a ser el nuestro un sistema parlamentario, la figura del presidente es dentro de él, desde un punto de vista constitucional y también cultural, algo determinante. Él dirige la política del país, pero entre sus funciones no escritas habría que considerar también, y más en un contexto como el actual, una función de integración de la que se deriva no la exigencia de neutralidad, por supuesto, pero sí una comprensión clara de que durante su mandato representa a todos los ciudadanos. Este ejercicio integrador del cargo impone ciertas virtudes cuando el presidente se dirige a la nación. La idea de pudor condensa buena parte de ellas. La persona del presidente se ha de comunicar con la ciudadanía desde unas exigencias republicanas de probidad, recato, integridad y compostura. Dejar a los ciudadanos haciendo cábalas sobre la situación anímica del jefe de gobierno, y primer servidor del país, durante cuatro días, denota una cultura cesarista, muy propia de una idea familiarmente monárquica de la vida política. La impudicia romántica de esta misiva explica bien el vínculo que existe entre la sentimentalidad democrática y la pérdida de patrones básicos de racionalidad deliberativa en nuestra conversación pública. Nos muestra, en definitiva, que la era populista es también la era del postpudor, y que a eso tendremos que acostumbrarnos. 

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es profesor titular de derecho constitucional en
la Universidad de Sevilla y autor de La libertad del artista. Censuras,
límites y cancelaciones (Athenaica, 2023)


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