¿Punto y aparte para nuestra democracia?

¿Cuál es el “punto y aparte” que quiere marcar el presidente Sánchez? ¿Qué implica esa regeneración democrática a la que ha apuntado?
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El presidente Sánchez ha reflexionado y su respuesta es quedarse en el cargo para enfrentarse a la “degradación de la vida pública”. Marca un “punto y aparte” en su compromiso de trabajar “por la regeneración pendiente de nuestra democracia”. Para ello, cuenta con que la “mayoría social, como ha hecho estos cinco días, se movilice”. Está en juego, no el destino de un dirigente, sino el futuro colectivo; frente al fango, abrir paso a la “limpieza, a la regeneración, al juego limpio”. Son todo palabras extraídas de su discurso.

Y a la vista de tan nobles propósitos, ¿quién podría no querer sumarse a esta empresa? ¿Acaso algún demócrata puede objetar la necesidad de mejorar nuestras instituciones y de que haya un mayor respeto en la contienda política? Hoy, deberíamos respirar aliviados al escuchar estas palabras de nuestro presidente del Gobierno confirmando su firme compromiso democrático. Sin embargo, si vamos más allá de la letra de su discurso, este debería preocuparnos puesto en su contexto: tanto en relación con la carta inicial, como con lo sucedido durante estos cinco días y con las declaraciones de sus socios con los que continúa esta aventura política. Lo vio venir mi colega Víctor Vázquez en un iluminador artículo publicado en estas páginas (aquí), cuando señaló que este gesto tan monárquico del presidente Sánchez, cargado de populismo y de falta de pudor, nos sitúa “ante un punto de inflexión decisivo en nuestra cultura política, cuyo alcance todavía no es fácil de presagiar con precisión”.

Por ello, resulta pertinente preguntarse: ¿cuál es el “punto y aparte” que quiere marcar el presidente Sánchez? ¿Qué implica esa regeneración democrática a la que ha apuntado? Tratemos de dar respuesta para intentar comprender las implicaciones de lo que hay sobre la mesa.

En primer lugar, la democracia que plantea el presidente Sánchez se mueve en el binarismo de los “buenos y malos”, como ha expresado una de sus ministras. Y, entre los malos, a la vista de la carta del presidente Sánchez, entraría todo lo que no integra esa mayoría pretendidamente progresista que lo sostiene en el cargo. La “jauría ultra” (Bolaños dixit) iría desde Vox al PP, pasando por una pléyade de medios de comunicación de muy distinto rigor y un sector importante de los jueces y magistrados de nuestro país. Pues bien, frente a estos postulados maniqueos, la democracia plural que se erigió en el 78 exige el reconocimiento del adversario. Recurro a las palabras que usó el Sr. Fernando Suárez, a quien debemos merecido recuerdo tras su reciente fallecimiento, cuando ante unas Cortes todavía franquistas defendió la Ley para la reforma política que permitió nuestras primeras elecciones democráticas de 1977. Lo hizo reclamando “rebajar el concepto de enemigo irreconciliable al más civilizado y cristiano concepto de adversario político pacífico, que tiene una visión del futuro tan digna de consideración, por lo menos, como la nuestra y el irrenunciable derecho de proponerla a los demás y de trabajar por su consecución, sin que ello deba producir nuevos desgarramientos y nuevos traumas, porque se ha garantizado de manera permanente la posibilidad de acceso pacífico al poder”.

En segundo lugar, el presidente Sánchez nos propone una democracia absolutamente limpia, sin fangos ni lodazales. Algo, sin embargo, irrealizable y, diría más, indeseable. Toda democracia plural presupone convivir con una cierta basura, necesaria como consecuencia de ese pluralismo, y con ciertas imperfecciones del propio sistema. Lógicamente, no todo cabe en democracia y existen límites, pero debemos ponernos en guardia ante quienes se presentan con el manto de la pureza o de la perfección. Sobre todo, debemos desconfiar de cualquier propuesta que pretenda apoderar a quien tiene el poder político, aun respaldado por una mayoría social, para que realice tales labores de limpieza. Siempre han existido y existirán, en un país libre, medios de comunicación y periodistas infames que difunden paparruchas, pero la respuesta a los mismos tiene que venir desde el rigor de esos otros medios y periodistas solventes sin los cuales no puede haber una democracia de calidad. Pero nunca desde el control político como han sugerido algunos de los socios del actual presidente. De igual manera, en una democracia puede ocurrir que algún juez actúe movido por intereses espurios, con un afán político (en el caso en concreto de las diligencias abiertas contra la mujer del presidente, la decisión judicial es cuestionable, pero tampoco creo que sea manifiestamente infundada). En todo caso, esas desviaciones se corrigen apelando a órganos judiciales superiores, no sembrando dudas sobre la independencia judicial y lanzando a medios afines a que cuestionen, no ya la decisión judicial, sino la integridad del propio juez indagando en su pasado personal y familiar.

Y, en tercer lugar, ese impulso social que tanto ha reconfortado al presidente, según nos dice, el cual tendría que seguir alimentando la regeneración democrática que se nos propone, me parece más propio de un régimen populista, donde el líder carismático busca la conexión directa con el pueblo, ser ungido por la aclamación, al tiempo que neutraliza cualquier contrapeso institucional. Solo el título del manifiesto que ha circulado estos días en apoyo del presidente da prueba evidente de esto último: contra el “golpismo judicial y mediático”. Por mi parte, creo que habría otra alternativa democrática a la que ahora nos presentan: aquella en la que un presidente, si duda de los apoyos de los que disfruta, convoca elecciones o se somete a una cuestión de confianza ante el parlamento; aquella en la que los medios de comunicación cumplen con celo su papel fiscalizador del gobierno (lo que incluye, llegado el caso, indagar en el entorno familiar inmediato de algunos responsables políticos) y el presidente rinde cuentas por ello, en lugar de victimizarse y de autoproclamar la inocencia de los suyos. Una democracia en la que, más allá de que haya o no una responsabilidad penal, se exijan altos estándares para prevenir conflictos de intereses y tráfico de influencias, con unos organismos de control eficaces. Algo de lo que, por desgracia, no disponemos en nuestro país. Una democracia en la que haya contrapesos institucionales y administraciones independientes, que no estén colonizadas por peleles de partido y puestas al servicio del líder gubernamental de turno (la encuesta por vía de urgencia del CIS es ejemplo nítido de esto último). Y, sobre todo, una democracia en la que se confía en la labor independiente de los jueces, como baluartes del Estado de Derecho.

De esta guisa, por desgracia creo que este órdago presidencial no va a suponer un punto y aparte. Todo lo contrario. Supone un punto y seguido a una forma de ejercer el poder y a unas alianzas que viene consolidando desde la moción de censura, donde, de forma cada vez más clara, Sánchez y el PSOE que le acompaña habrían asumido como propios el lenguaje y los postulados “deconstituyentes”, populistas y con marcado acento iliberal de sus socios. No hay que descartar que este vendaval no dé para mucho más, que todo sea simulación, pero el solo hecho de que vayan cuajando en nuestra política estas formas y discursos populistas es ya de por sí preocupante. Algo, todo sea dicho, a lo que viene también contribuyendo el PP, en su alianza con Vox. Es cierto, eso sí, que podríamos estar ante un punto de inflexión si esta escenificación finalmente es la confirmación de que estas dinámicas, esta forma de entender la política, han venido para quedarse. En tal caso, el sr. Sánchez y el resto de la clase política actual estarían apuntillando la democracia del 78: aquella que encarnaba la idea de consenso e integración, pluralismo, representación parlamentaria, control al poder…

Por ello, para mí el punto y aparte sería que pudiéramos ver un programa auténticamente regeneracionista e integrador, donde PSOE y PP se respetaran y volvieran a entenderse en asuntos de Estado. Se trata de un escenario que, hoy por hoy, me parece irrealizable, aunque para llegar al mismo solo se necesitaría liderazgo y voluntad. Ojalá me equivoque, pero parece que Sánchez ha perdido la oportunidad de, con su “hasta aquí”, haber hecho un gesto creíble abandonando la confrontación altisonante, alejándose del uso partidista de las instituciones y renunciando a su captura. A la vista de los hechos, su “basta” parece ir en otra línea. Pero, ¿se imaginan qué ocurriría si mañana Feijóo respondiera al envite de Sánchez proponiendo renovar el CGPJ, sin necesidad de reformas legales, recurriendo al sorteo entre jueces, magistrados y juristas de reconocido prestigio, como han avanzado entes de prestigio civil como la plataforma Más Democracia o la Fundación Hay Derecho? El mensaje tendría que ser claro, contundente y sincero: hay que volver a la senda de las instituciones. 

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Es profesor de Derecho constitucional de la Universidad de Murcia.


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