Foto: 4028mdk09 [CC BY-SA 3.0 (https://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)], from Wikimedia Commons

El secretismo y los escándalos de pederastia en la iglesia católica

Bajo los recurrentes escándalos de pederastia en la iglesia católica hay una cultura clerical que normaliza y oculta los crímenes sexuales. Las luchas intestinas entre facciones del Vaticano y contra el papa podrían ser un signo de esperanza.
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No puede (ni debe) pasar inadvertido que actualmente la visibilidad de la Iglesia católica en lo público se restrinja a varias series intolerables de escándalos sexuales. Uso este verbo, restringir, en el más técnico –y, por eso, en el más escueto– de los sentidos. Estas series de escándalos de ninguna manera representan un hecho restringido, o una partícula del entero más grande que es la Iglesia –como lo quieren entender algunos desesperados apologetas de la Iglesia–. No son un área estéril cercada al interior de un latifundio fecundo. Por el contrario, los escándalos que hoy abruman al mundo entero y que turban las conciencias de los católicos son una enfermedad cuyos agentes contagiosos cunden a la desbandada y afectan gravemente esa totalidad. Así se les debe entender: no como una calamitosa salvedad que se distingue de la “buena” Iglesia, sino como una epidemia que infecta a todas sus partes, aun a las más esperanzadoras.

Cabría esperar que los historiadores del porvenir distingan los pontificados de principios del Tercer Milenio en función de su actuar frente a la crisis de los abusos sexuales. Para aportarles una pauta a aquellos historiadores, puedo decir que este asunto ha permanecido en una posición prioritaria de la gestión del papa Francisco. Ha tomado ya algunas medidas que, en efecto, le hacen descollar de las gestiones que lo antecedieron, tales como la creación de la Comisión Pontificia para la Protección de los Menores, la formación de su consejo de cardenales para implementar cambios en la Curia, y el llamado, en vista del desgarrador informe de Pennsylvania, a una reunión el próximo febrero, con todos los presidentes de los episcopados de la Iglesia universal para emprender medidas, ahora sí, contundentes.

Sin embargo, las acciones ya tomadas y el anuncio de las que vendrán han defraudado las expectativas. Las dos víctimas que participaban en la Comisión Pontificia para la Protección de los Menores renunciaron debido a la poca cooperación que, según declararon, ofrecían los prelados. El consejo de cardenales, a su vez, fue objeto de controversia precisamente porque un consejero, el cardenal australiano George Pell, fue acusado no solo de proteger pederastas, sino de ser, él mismo, un perpetrador de abusos sexuales.

Una pregunta que aguarda solución es la de por qué van brotando casos de abuso sexual a menores, de tan parecida contextura, como si se tratara de un mismo suceso multiplicado. Aunque hay ya grandes hipótesis propuestas por diversos especialistas (psicólogos, sociólogos, y en su mayoría periodistas), la respuesta es compleja. Lejos de arrojar sucintas fórmulas, lo que he de ofrecer, en mi lugar dentro de la historia, es una mirada a esas condiciones que parecen facilitar la pederastia en la Iglesia y que en última instancia deben atenderse para saber cómo desterrarlas.

De súbito, se tiende a afirmar con mucha gratuidad que la condición sine qua non de este fenómeno es el voto de castidad exigido al clero y al mundo de vida consagrada. Más que despreciar un concepto tan aderezado de capas y cúmulos de justificaciones, a menudo valiosas, habría que considerar que el celibato sacerdotal y el voto de castidad son posteriores (o receptores), más que anteriores (o productores) de la desviación sexual entre quienes los asumen. En 1971, Conrad Baars y Anna Terruwe entregaron a la conferencia episcopal estadounidense una investigación sobre la madurez sexual entre los sacerdotes. Su estudio se basaba fundamentalmente en pruebas clínicas, a base de entrevistas cuyo enfoque busca las neurosis y las represiones. Las pruebas fueron realizadas a 1,500 sacerdotes estadounidenses, para transparentar el desarrollo sexual que cada uno presentaba. Este estudio encontró que el 7% de los sacerdotes estadounidenses “estaban psicológica y emocionalmente desarrollados; 18% estaban psicológica y emocionalmente en vías de desarrollo; 66% estaban subdesarrollados; y el 8% estaban mal desarrollados”[1]. La investigación de Baars y Terruwe coincide con la Eugene Kennedy y Victor Heckler. Sus pruebas se basaron fundamentalmente en encuestas diseñadas con parámetros psicológicos en busca del historial sexual de los pacientes[2]. Finalmente, en 1990, el doctor A. W. Richard Sipe publicó su propio estudio a partir de su experiencia en las terapias que impartía a los sacerdotes. Él enfatizó el carácter obligatorio que tenía el celibato y cómo esto afectaba en la vida sacerdotal[3]. La estadística ha sido un recurso –este sí– sine qua non para conocer el profundo abismo que ha ido agujerando la serie de escándalos.

Acaso otra condición de posibilidad, estructuralmente más explicativa, provenga de la profunda corporatividad de la Iglesia, y su añejo secretismo. El factor más efectivo que tiene la Iglesia para dejar su presencia a salvo del escrutinio de las naciones es el derecho canónico. En el Código de 1983, el canon 489 estatuye que cada diócesis debe resguardar un archivo restringido sobre crímenes “en donde se conserven con suma cautela los documentos que han de ser custodiados bajo secreto”. El siguiente parágrafo postula su eventual destrucción. Desmond Cahill y Peter Silkinson han demostrado agudamente que la manera en que son tratados los crímenes sexuales, en el lenguaje del Derecho Canónico, es eufemístico. Se usan palabras tales “como ‘contra el sexto mandamiento’, ‘contra el sextum’, ‘rompió sus votos’, ‘conducta imprudente’, ‘crimen pessimum’, […] ‘’afinidad con muchachos’”, entre otros.[4]

Hay, así, unas condiciones muy prósperas para que los abusos sexuales sean legítimamente secretos, e incluso jurídicamente ligeros por su deliberado lenguaje anacrónico. Esto, huelga decirlo, propende a la normalización del delito en vista de su apariencia inveterada.

Se hallan prescripciones jurídicas que directamente versan sobre la pederastia, al menos, desde tiempos del Concilio Vaticano II. En un documento expedido en 1962, De Modo Procedendi in Causis Solicitationis, se normaba lo siguiente: los jerarcas podían procesar los casos de captación sexual, y se reservaban el derecho de enviarlos al Vaticano; quienes violaran la confidencialidad serían excomulgados; las acusaciones anónimas eran regularmente descartadas; el Título V abarcaba casos de homosexualidad entre sacerdotes, bestialismo y actos sexuales con niños.[5] Debe ser ocasión de estupor que no se haya reformado tal documento sino hasta 2001, en un momento de graves revelaciones en torno a los abusos sexuales.

No sería sino fatigoso y banalmente reduccionista inventariar los casos de las víctimas. Lo que hay que decir es que esas condiciones de posibilidad que he mencionado llevaron a que, tan tarde como en la década 1980, hayan acontecido las primeras investigaciones civiles para los tribunales, de un abuso sexual. El problema es que estas investigaciones estaban cargadas con el sello de confidencialidad más severo.[6] Desde entonces, según reportó la ONU en 2014, “la Congregación para la Doctrina de la Fe confirmó 3,420 denuncias creíbles de abusos sexuales cometidos por sacerdotes entre 2004 y 2013” con sanciones “que incluyeron la secularización de 848 sacerdotes y la aplicación a otros 2,572 de medidas disciplinarias, tales como la imposición de una vida de oración o penitencia”.

Por todo esto, se ha verificado que la cultura clerical (de prerrogativas, inmortalización de sacerdotes y secretismo), así como el desenvolvimiento sexual de los candidatos al sacerdocio son dos variables que dan como producto de la ecuación esta crisis abominable. Es posible que la última polémica del pontificado de Francisco, la de la carta del cardenal McCarrick que transparentó al ojo público la guerra intestina entre facciones del Vaticano y contra el papa, sea un signo de esperanza para desmantelar la cultura clerical que reproduce los crímenes sexuales de sus miembros. 

 

 

 

[1] Cfr. Thomas P. Doyle, A. W. Richard Sipe, Patrick J. Wall, Sex, Priests and Secret Codes, The Catholic Church’s 2000-year Paper Trail of Sexual Abuse, Los Angeles, Volt Press, 2006, p. 58

[2] Eugene Kennedy and Victor Heckler, The Catholic Priest in the United States: Psychological Investigations, Washington, U.S. Catholic Conference, 1972

[3] A. W. Richard Sipe, A Secret World: Sexuality and the Search for Celibacy, New York, Brunner-Mazel, 1990

[4] Desmond Cahill and Peter Wilkinson, Child Sexual Abuse in the Catholic Church: An Interpretive Review of the Literature and Public Inquiry Reports, Melbourne, Centre for Global Research, August 2017, pp. 34-35

[5] Cfr. Thomas P. Doyle, op. cit., pp. 48-50

[6] Cfr. Jo Renee Formicola, Clerical sexual abuse: how the crisis changed U.S. Catholic church-state relations, New York, Palgrave Macmillan, 2014, p. 194

 

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(Ciudad de México, 1962) es historiadora.


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