Las locuras de Donald Trump y sus consecuencias en el mundo financiero y político en Estados Unidos me han recordado a mi amigo Alberto, un querido compañero de la secundaria. Además de ser buen futbolista y un extraordinario narrador de chistes, Alberto tenía una familia muy simpática. Me gustaba ir a su casa los sábados porque la visita resultaba casi siempre impredecible. El principal animador era un tío suyo cuyo nombre, si mal no recuerdo, era Jorge. El tío Jorge era un tipo acelerado de nacimiento, famoso por sus bromas pesadas y su afán de protagonismo. Pero era también un hombre ocurrente, lleno de historias curiosas que lo hacían particularmente atractivo para nosotros, que éramos adolescentes. Me acuerdo muy bien de una tarde de sábado cerca de Navidades en la que Jorge nos llevó a tirar palomas, buscapiés y otros cohetes que había comprado en el mercado. En una de esas se le ocurrió aventarle un cohete blanco a una de sus hermanas que caminaba en el jardín, abajo de la azotea donde estábamos. Todavía me acuerdo del brinco que pegó la pobre mujer. Pero llevo aún más claro en la memoria las palabras de mi amigo cuando, al final de la tarde, le confesé lo mucho que lo envidiaba y cuánto me gustaría tener un pariente como su tío. “Estás loco”, me dijo entre harto e indignado, “como amigo es divertido pero deberías ver lo que es aguantarlo todos los fines de semana”.
Cuando ha pasado casi un mes desde el principio del huracán que desatara Trump con sus aberrantes declaraciones contra los inmigrantes mexicanos, el hombre se ha convertido en el tío Jorge del Partido Republicano: se está volviendo un auténtico dolor de cabeza: el gritón que incomoda, irrita y desespera. Y peor, en función de los intereses de los republicanos: el tío que podría costarles la presidencia.
El Partido Republicano está acostumbrado a lidiar con los candidatos que surgen de sus márgenes radicales. En los últimos procesos electorales, ha tenido que aguantar la presencia de auténticos lunáticos que defienden una agenda no sólo irracional, sino absurda. Desde Tom Tancredo, el padre de los congresistas antiinmigrantes, hasta la congresista Michelle Bachmann, el senador ultraconservador Rick Santorum o la mismísima Sarah Palin, los republicanos saben que, al menos durante las primarias del partido, resulta difícil cerrarle el paso a ideas ridículas. Su esperanza es que, una vez que la cosa se ponga seria, los candidatos radicales pierdan fuerza. El proceso interno republicano, la recaudación de fondos y los votantes se han encargado de descartar a los lunáticos, evitando, así, un daño mayor. El problema es que a Trump no se le ven ningunas ganas de retirarse. Tiene el dinero suficiente como para permanecer en la contienda hasta que le dé la gana (podría autofinanciarse sin problema alguno) y parece comenzar a creer en sus propias posibilidades después de que, increíblemente, las últimas encuestas lo ubican disputando el primer lugar en las preferencias republicanas con el favorito, Jeb Bush. En otras palabras: el tío Donald está convencido de su propia simpatía y no parece tener intención alguna de irse de la fiesta.
La permanencia de Trump en la contienda es una pésima noticia para el Partido Republicano, sobre todo para su proyecto de acercamiento con el voto hispano. Como ya expliqué aquí hace unas semanas, los republicanos han encarado la elección del año que viene con renovados bríos e ideas frescas para seducir a los latinos. A falta de logros auténticos, el partido y algunos de sus multimillonarios patrocinadores desarrollaron un plan astuto y ambicioso llamado “Iniciativa Libre”. Encabezada por el mexico-americano Daniel Garza, un hombre serio, bien presentado e inteligente. “Libre” trata de acercar a la comunidad hispana a los intereses conservadores organizando talleres y reuniones comunitarias en estados clave. La estrategia es sensata: la cercanía y la ayuda práctica funcionan, sobre todo cuando buena parte de los hispanos tiene que lidiar con la incertidumbre. Pero ninguno de estos esfuerzos dará resultado alguno si Trump insiste en echar a perder la fiesta.
El riesgo está claro. Cuando faltan algunas semanas para el primer debate de los precandidatos republicanos, Trump no ha matizado su discurso un ápice. Todo lo contrario. El viernes estuvo en Los Ángeles, la ciudad más hispana de Estados Unidos, y tuvo los pantalones (la palabra es otra) como para insistir en que los inmigrantes son la escoria de sus países de origen. Afuera, al menos doscientas personas se manifestaban en su contra, pegándole a piñatas con su efigie. Ayer, tras la insólita fuga de Joaquín Guzmán, Trump volvió a meterse fuerte con México. Lo cierto es que, en este momento, el rumbo republicano con los latinos no lo definen los estrategas del partido, que saben cuán importante es dejar de antagonizar al voto hispano. La narrativa la escribe día a día Donald Trump, el tío deschavetado. Y como diría mi amigo Alberto: tenerlo en la familia se está volviendo una pesadilla.
(Publicado previamente en el periódico El Universal)
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.