Elena Feduchi

Entrevista con David Lizoain: “La pandemia fue la obertura de lo que será la primera década de emergencia climática”

En 'Crimen climático', David Lizoain se atreve con casi todos los debates actuales en torno al clima: las contradicciones de nuestras democracias occidentales, el papel de la juventud y el ciudadano de a pie, o la importancia de alcanzar consensos que rompan las divisiones entre bloques y partidos.
AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

Asistimos a un genocidio climático. Esta es la audaz premisa de Crimen climático (Debate, 2023), el nuevo ensayo del economista David Lizoain (Toronto, 1982), un libro con el que busca agitar conciencias y fomentar la protesta ciudadana como primer paso para llevar ante la justicia a los máximos responsables del calentamiento global: los directivos y responsables de las grandes empresas de combustibles fósiles. Escrito con el objetivo de seducir al gran público y atraerlo hacia un nuevo régimen climático, Lizoain no elude la confrontación de ideas y se atreve con casi todos los debates actuales en torno al clima: las contradicciones de nuestras democracias occidentales, el papel de la juventud y el ciudadano de a pie, la importancia de alcanzar consensos que rompan las divisiones entre bloques y partidos, la necesidad de ofrecer un escenario de mayor bienestar para una amplia mayoría o la influencia real de los negacionistas. 

El consenso científico es claro: el cambio climático está provocado por acciones humanas intencionadas. Sabemos que nuestra actividad está produciendo millones de muertes en todo el planeta, que seguirá ocurriendo y que esas víctimas se concentrarán en determinadas regiones, razas y grupos sociales. ¿Por qué no paramos? ¿Por qué no parece importarnos del todo?

Estoy convencido de que nos importa y mucho, y que no es tanto que no exista conciencia del problema, sino que la realidad es tan abrumadora que nos sentimos impotentes o culpables, y eso es paralizante. Se puede llamar de muchas maneras (descarbonizar la economía, transitar hacia un nuevo pacto social, establecer un nuevo régimen energético) pero, de todos modos, el camino requerirá de grandes movilizaciones, acción colectiva y nuevos consensos para superar las inercias existentes. Las familias quieren prosperar, las empresas crecer y los estados aumentar su potencia. Es normal y comprensible, pero la banalidad de nuestra acumulación siempre ha producido sus monstruos. 

¿Qué le diría a un ciudadano de a pie para explicarle que se está produciendo un genocidio climático, que hay responsables directos de la muerte masiva de personas y que deben pagar por ello?

Mi resumen es el siguiente: cuanto mayores son las emisiones, mayor es el calentamiento. Cuanto mayor sea el calentamiento, mayores serán las muertes. Las emisiones, el calentamiento consecuencia de aquellas y las muertes son fruto de decisiones humanas conscientes, intencionadas, y es indudable que provocar intencionadamente tantas muertes responde a una lógica genocida. Y en el contexto actual, cuando sabemos que se están tomando ciertas decisiones cuyas consecuencias supondrán aún más muertes a gran escala, deberíamos exigir una rendición de cuentas.

Muchos de los datos y cifras que enumera son ciertamente escandalosos. Parecerían suficientes para provocar una indignación creciente, incluso una movilización masiva, pero todavía no se está produciendo. ¿Por qué no nos movilizamos? Y aún iría más allá, ¿cómo es posible que el negacionismo climático aumente, que cada vez más gente desconfíe de los datos de la ciencia y las advertencias de los expertos?

No tengo claro que esté aumentando el negacionismo climático. Es algo que podríamos ir verificando juntos. Quizás, al hacerse cada vez más minoritario, el negacionismo explícito puede parecer estar, paradójicamente, más presente, porque lo absurdo llama siempre mucho la atención. Dicho eso, creo que la toma de conciencia lleva acelerándose los últimos años y es un proceso imparable. Las industrias fósiles son un poco como la URSS, que era un imperio del mal, pero también un tigre de papel: parecerán imbatibles hasta que caigan de repente.

Usted cita aquella máxima de Hannah Arendt: “Cuando todos son culpables, nadie lo es”. ¿Dónde está nuestra responsabilidad como ciudadanos individuales? ¿No somos todos, en cierto modo, culpables? 

La Cumbre de la Tierra de Río de 1992 estableció la idea que los estados tienen responsabilidades comunes, pero diferenciadas. Esto también es aplicable a los ciudadanos. Aunque todos somos cómplices en mayor o menor grado, no todos somos criminales. Pero, como Arendt también señala, asumir la responsabilidad de las cosas que no hemos hecho es el precio que se paga por la convivencia.

Una de las ideas más provocadoras de su libro es cuando explica que los genocidios no son, ni mucho menos, algo excepcional, y que además están ligados intrínsecamente a la idea de civilización, hasta el punto de que es posible que estemos aumentando nuestro potencial genocida. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo afrontamos éticamente que nuestras sociedades abiertas y democráticas son potencialmente genocidas?

Honestamente, lo provocador sería afirmar que las democracias suelen ser pacíficas. Atenas, la supuesta cuna de la democracia, fue esclavista y expansionista. En su Historia de la guerra del Peloponeso, en el diálogo de los melios, Tucídides relata cómo los atenienses plantean un ultimátum a los habitantes de Melos: si no se rinden, serán destruidos. Es aquello de “los fuertes imponen su poder, tocándoles a los débiles padecer lo que deben padecer”. La Roma republicana también fue especialmente sanguinaria. Catón el Viejo acaba todos sus discursos insistiendo en Cartago, la ciudad rival, sea destruida. Julio César invade la Galia por sus propios intereses, provoca hambrunas intencionadamente para reducir a sus enemigos y esclaviza a centenares de miles de personas… Y, sin embargo, todavía no hemos cancelado el mes de julio.

Pero podemos seguir. Suiza, el parangón de la democracia directa y las comunidades autogestionadas, era famosa por sus mercenarios y sus purgas religiosas. Tras la Revolución Francesa, la República proclama la libertad, la igualdad y la fraternidad, pero también inventa la levée en masse, preludio de la guerra total. El Imperio Británico compagina el origen del parlamentarismo con la conquista de una inmensa parte del planeta. Como explicaba Hilaire Belloc en un poema: “Pase lo que pase, tenemos nosotros la metralleta Maxim, mas ellos no”. En los Estados Unidos, George Washington impulsó la industria bélica al apostar por estandarizar las municiones. Lincoln, el gran emancipador, preside la creación de un enorme ejército industrial. Truman pone fin a la Segunda Guerra Mundial a través del crimen de guerra y, evidentemente, los bombardeos masivos a civiles de los aliados no fueron juzgados en Nuremberg. Incluso los liberales de mi Canadá natal inventan los cascos azules e impulsan el Tribunal Penal Internacional y la Responsabilidad de Proteger mientras cometen un genocidio contra sus poblaciones indígenas. En fin, el mundo no se rige por la bondad.

Explica que la caída en picado del coste de la energía solar es, en parte, el resultado de la esclavitud moderna. Su abaratamiento solo es posible gracias a las políticas de explotación laboral de un gigante como China. ¿No hay algo perverso en defender la transición ecológica a sabiendas de que depende, en buena medida, de un país que está cometiendo un genocidio silencioso contra la minoría uigur? ¿Cómo afrontar nuestras contradicciones?

La creciente competitividad de la energía solar depende en parte, como bien señalas, de la mano de obra barata. En el caso de los uigures, se trata de una explotación laboral extrema, enmarcada en un contexto de crímenes de lesa humanidad, por no decir genocidio. Pero la esclavitud moderna es un síntoma de nuestro mundo y de la economía actual. Preferimos no pensar en ello, pero intuimos que está en todas partes: en el trabajo infantil, que supuestamente no debería existir, pero también en la construcción de estadios para ese Mundial de futbol que tanto nos entretiene. Pero hay algo importante de entender: esta esclavitud no es el motor de la transición ecológica. De lo que se trata es de conjugar los incentivos y desincentivos gubernamentales, los avances científicos y la abrumadora lógica de los mercados para generar un nuevo régimen energético. Más allá de las cuestiones humanitarias, redunda en el interés del norte global fundamentar sus relaciones con el resto del mundo sobre la justicia social y no sobre una explotación que solo puede generar caos e inseguridad. Lo inteligente es optar, a través de leyes domésticas y tratados internacionales, por una transición energética que respete los derechos laborales y medioambientales.

Si, como afirma, no tenemos “mecanismos eficaces para poner fin a los genocidios”, ¿qué debemos hacer? ¿Cómo articular nuevas instituciones internacionales que permitan el enjuiciamiento de tantos desmanes medioambientales pasados, presentes y futuros? ¿Cómo hacerlo sin el compromiso de EEUU, India o China, que ni siquiera aceptan la jurisdicción de la Corte Penal Internacional?

Son conocidos los defectos del Derecho Internacional y el sistema de las Naciones Unidas. Formamos parte de una generación marcada por la invasión de Irak a cargo de una coalición de democracias, algo que fue a la vez un error y un crimen tremendo, pero sus protagonistas han disfrutado de impunidad. Pero si adoptamos una postura cínica, el paso al nihilismo es demasiado fácil, abocándonos a una suerte de visión hobbesiana del mundo donde parece que no habríamos avanzado nada desde el diálogo de melios del que hablábamos antes. De hecho, y por ingenuo que pueda parecer, creo que vale la pena aprender de los disidentes del Pacto de Varsovia y utilizar ese “poder de los sin poder” al que se refería Václav Havel. La clave estaría en apretar a las instituciones y a nuestros gobernantes utilizando las herramientas del sistema para situarles en una disyuntiva inevitable: cumplir sus funciones oficiales o perder legitimidad. 

Menciona un concepto interesante, la agnotología, la ignorancia o duda inducida culturalmente. ¿Hay un esfuerzo interesado por confundir a la ciudadanía global respecto a la gravedad o la urgencia de actuar? ¿Cómo conseguir abstraerse del ruido generado por las redes sociales y la hipertrofia informativa, desgranar el grano de la paja, evitar ser colonizados por bulos, conspiraciones y fake news?

Diferenciaría entre nuestra condición actual, esa sobresaturación de información que señalas, y los intentos explícitos para generar ignorancia. En realidad, para que no nos enteremos ni seamos capaces de descifrar lo que está pasando no hay que hacer prácticamente nada. De hecho, cuantas más herramientas de información tenemos, más inabarcable es el mundo que debemos interpretar, sobre todo teniendo en cuenta los plazos instantáneos y la inmediatez a los que nos hemos acostumbrado.

Cosa distinta es la construcción intencionada de ignorancia. Es una práctica que abarca a las empresas petroleras que, copiando las tácticas de la industria del tabaco, llevan décadas pagando a lobbies para cuestionar la realidad científica del calentamiento global, pero también es propia de los nacionalismos de todo cuño, con sus dinámicas harteras de maximizar o inventar glorias y minimizar los desaciertos del pasado.

Aboga por el socialismo solar, por un nuevo contrato social que encare el futuro con optimismo y marque las pautas para las décadas venideras. ¿En qué consistiría ese nuevo contrato social? ¿Cómo acometer una tarea que exige consensos y acuerdos en un contexto de lucha cultural y polarización? 

Resumiendo mucho, el nuevo contrato social debería basarse en una economía plenamente descarbonizada, un estado de bienestar más fuerte y un aumento de la abundancia pública. Se trata de la transformación total del conjunto de nuestra economía y, para que esto sea políticamente aceptable, debe hacerse logrando un mayor bienestar para una mayoría amplia. Salvando las distancias, quizá sirva de ejemplo nuestra construcción de los estados de bienestar tras un verdadero “contexto de lucha cultural y polarización”, es decir, la guerra y sus consecuencias. El estado de bienestar no fue patrimonio de una sola fuerza política: como señala Branko Milanovic, el miedo a los comunistas funcionó como motor. Los socialistas reclamamos su paternidad y desarrollo, pero Keynes y Beveridge eran liberales, en Alemania e Italia fue desarrollado por conservadores democristianos y en Francia por gaullistas. Esto significa que las transformaciones que necesitamos van a requerir de unos consensos que van mucho más allá de las actuales divisiones entre bloques y partidos. Si la derecha ya asumió el estado de bienestar, ¿por qué no pensar que acabará asumiendo los cambios que surjan de la transición ecológica? En fin, ya sabes lo que se dice: la derrota es huérfana, pero la victoria tiene muchos padres.

De su libro puede desprenderse la idea de que todos los grandes cambios sociales, las grandes revoluciones humanas se producen tras un gran shock generacional, después de experimentar colectivamente una convulsión que, en la mayoría de los casos, toma la forma de una catástrofe: la Revolución Francesa, el advenimiento del Estado de Bienestar tras la II Guerra Mundial… ¿Necesitamos que las cosas empeoren para poder vislumbrar el nuevo camino? ¿O acaso la pandemia podría ser ese gran revulsivo? 

Hemos de procurar generar cambios sin efectos catastróficos. Esa debería ser la esperanza compartida de todos los demócratas reformistas. Es más, deberíamos estar ya protagonizando cambios de forma acelerada, precisamente para evitar mayores desastres. La pandemia ha aportado unas cuantas lecciones valiosas, pero también dolorosas: sobre la necesidad de fortalecer nuestros sistemas de prevención, sobre la necesidad de actuar multilateralmente, sobre el papel del estado, etc. Fue la obertura de lo que será la primera década de emergencia climática. En la pandemia, la sensación de urgencia fue en aumento. Algo similar pasa con la crisis climática: hemos pasado de tener décadas a tener años, y esos años se están agotando.

Esta urgencia hace que sean los jóvenes quienes están llamados a jugar un papel destacado en la transición. Al fin y al cabo, serán los más afectados por lo que está por llegar, y cada vez están más concienciados, ocupando la primera línea del activismo climático. Su liderazgo irá en aumento y es esperanzador, pero tampoco podemos confiar en el simple relevo generacional en una situación demográfica en la que se ha invertido nuestra pirámide de edad. Los jóvenes en Europa no tendrán peso suficiente para imponerse generacionalmente, así que no queda más remedio que una alianza intergeneracional. A cambio, seguramente veremos grandes revulsivos en el Sur Global en este sentido, especialmente en África, donde los jóvenes deben ser el actor principal. 

Si “toda política es política climática”, ¿cómo le explicamos al ciudadano de a pie que es así cuando, elección tras elección, los temas climáticos son, como mucho, un ruido de fondo que no acaba de pasar al primer plano? ¿Por qué los partidos no apuestan con más valentía por un discurso beligerante en términos medioambientales?

Que toda política sea política climática no quiere decir que toque centrarse exclusivamente en el clima. Más bien se trata de integrar el clima en el marco de las preocupaciones básicas de nuestros electorados e incorporar estas preocupaciones básicas al marco del clima. Con independencia del marco del debate, a partir de ahora todas las elecciones serán elecciones climáticas y eso significa que existe un gran campo de juego para quien quiera aprovecharse de ello. De cara a 2027, se irá haciendo bastante obvio que hay una serie de temas que son difíciles de disociar: economía, empleo, energía, educación, ecología, Europa…

Es curioso que en un libro sobre el clima apenas aparezca la palabra “sostenibilidad”. ¿A qué se debe? ¿Es deliberado?

No del todo, pero tampoco es casual. Una de las premisas del libro es que la civilización y el progreso implican avances, pero también miserias. La coexistencia de triunfos y desastres es una constante histórica. Evidentemente, existen unos límites planetarios que hemos de respetar, pero, según como lo mires, podría decirse que la sostenibilidad es la representación de una cierta voluntad ecologista de llegar al fin de la historia. La sostenibilidad es un concepto saludable que, paradójicamente, encaja muy bien con un liberalismo del miedo. Otra cosa es que una economía del estado estacionario resulte factible. La destrucción creativa es intrínseca a la naturaleza humana, así que, entre el caos primordial de la mitología griega y la utopía, siempre inalcanzable por definición, esforcémonos al menos por hacerlo lo mejor posible. 

+ posts

(Bilbao, 1979) es profesor de Marketing y Narrativa Digital en el IED y la Universidad de Nebrija. Fundador y director en España de la agencia Tándem Lab.


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: