Una amiga mía trabaja dando clases de alemán a refugiados en Berlín. Sus alumnos son adolescentes, chicos, en su mayoría originarios de Siria y Afganistán. Como suele ocurrir cuando hablas con gente que está haciendo de verdad las cosas, su visión era matizada y tenía muchas aristas sobre el trabajo y sus dificultades, los problemas de organización, las dificultades de integración social de sus alumnos, la percepción de la presencia de los refugiados en zonas de la ciudad.
Decía que su grupo era de los más complicados del centro. Según ella, es difícil que alcancen una competencia básica del idioma. Entre los alumnos de la escuela hay muchas diferencias de nivel educativo: desde analfabetos a gente que estudió hasta el bachillerato. También hay divergencias y a veces tensión entre distintos grupos étnicos. El trabajo, decía, a veces tiene algo de asistencia social. Deben orientarles en cuestiones administrativas y hay problemas de absentismo. A menudo los alojamientos son muy malos y no hay socialización con los alemanes. Muchos alumnos han tenido experiencias muy duras. Uno contó en clase que el Dáesh había matado a su hermano, otro habló de familiares muertos en el viaje. Mi amiga también me contaba chistes que hacían en el aula. Mientras hablaba conmigo, un alumno le mandó un mensaje donde decía que esperaba que terminase el verano pronto para retomar las clases.
La conversación me hizo pensar en Ensayos sobre las discordias (Anagrama), que reúne tres textos de Hans Magnus Enzensberger publicados entre 1992 y 2006, más un epílogo en forma de parábola escrito en 2015. Como en otras obras del autor de Tumulto, hay apreciaciones de extraordinaria lucidez y originalidad, y otras más discutibles. Los ensayos tratan de la inmigración, las guerras civiles y el terrorismo. El volumen es coherente: una reflexión sobre la identidad y la exclusión, sobre la violencia que a veces no tiene otro objeto que la mera agresión, sobre el absurdo de algunas de la divisiones o medidas que nos planteamos. Resulta extrañamente contemporáneo, y es también interesante por la persistencia de algunos problemas y por los cambios de sus características y de nuestra apreciación.
“La gran migración”, dividido en 33 fragmentos, se centra en la inmigración y la xenofobia. “La regla la constituyen las incursiones de rapiña y conquista, las expulsiones y el exilio, el comercio de esclavos y las deportaciones, la colonización y la conquista. En cualquier época, y por las razones más diversas, una parte importante de la humanidad siempre ha estado en movimiento: de forma pacífica o forzada, en simple migración o huyendo; una circulación que necesariamente tenía que dar lugar a turbulencias. Se trata de un proceso caótico, que desbarata cualquier intención planificadora, cualquier pronóstico a largo plazo”, escribe. Estas migraciones -aunque tengan muchos efectos beneficiosos- siempre desencadenan conflictos, “tanto el egoísmo de grupo como la xenofobia son constantes antropológicas previas”. Algunas de las observaciones del autor pueden resultar más o menos convincentes. Otras quizá fueran más novedosas en su momento, como la promesa del lujo occidental, a través de lo que se ve en la televisión (y ahora también en la red), que establece lo que Ivan Krastev llama “la dictadura de las comparaciones globales”.
Según Enzensberger, solo en la historia moderna se han declarado superfluos pueblos enteros. A su juicio, el mercado mundial realiza una operación de exclusión menos violenta pero comparable. La libre circulación del capital conduce al movimiento de la mano de obra. Por supuesto, “el forastero será más forastero cuanto más pobre sea”. Enzensberger también señala la dificultad que surge muchas veces a la hora de distinguir entre el refugiado y el inmigrante económico. Y alerta del peligro de la profecía autocumplida cuando las únicas opciones que se presentan son la asistencia social o una economía ilegal. El Estado de bienestar, argumenta, “es un obstáculo estructural a la inmigración”, por la percepción de la competición por sus recursos. “De poco sirve explicarles a los mutualistas que los recién llegados no solo son beneficiarios sino también cotizadores, y que la inmigración podría acarrear consecuencias benéficas para la estructura de edad de la población”.
Enzensberger es hábil a la hora de encontrar paradojas. Señala en “Perspectivas de guerra civil”, el ensayo más sombrío del libro, que “lo que ha acabado nacionalizándose no son los medios de producción, sino la terapia. […] La culpa jamás la tiene el criminal, siempre el entorno: el hogar paterno, la sociedad, el consumismo, los medios audiovisuales, los malos ejemplos”. La inquietud por el envejecimiento de la población y la preocupación por la presencia de inmigrantes produce una contradicción: la sensación de que hay demasiada gente y demasiada poca. Reprocha a los europeos y en especial a los alemanes haber olvidado enormes migraciones de su historia reciente. También apunta otra paradoja: la aparición de un argumento que “procede del arsenal del anticolonialismo. ¡Argelia para los argelinos! ¡Cuba para los cubanos! ¡El Tíbet para los tibetanos! ¡África para los africanos! Lemas como estos, que propiciaron la victoria de numerosos movimientos de liberación, comienzan a oírse ahora en boca de los europeos, lo cual no carece de cierta lógica insidiosa”.
Al final, Enzensberger señala otra paradoja quizá más grave. En cualquier lugar del mundo, sostiene, hay bastantes personas partidarias de un sistema de leyes y libertades que proporcione seguridad y respete la autonomía individual. Sin embargo, “a lo largo de la historia de la humanidad este mínimo solo se ha alcanzado excepcionalmente y por poco tiempo. Es frágil y fácilmente vulnerable. Quien pretenda protegerlo ante eventuales ataques externos se encontrará ante un dilema. Porque cuanto más intensamente se defiende y cuanto más se amuralla una civilización ante una amenaza exterior, menor será lo que finalmente quede por defender. Y en cuanto a los bárbaros, no es necesario que esperemos su llegada; siempre han estado entre nosotros”.
Este año ha salido también en Anagrama La nueva lucha de clases. Los refugiados y el terror, de Slavoj Žižek. Es un libro escrito en un momento de ansiedad por el terrorismo islámico en Europa, y de preocupación por la integración de los inmigrantes. Algunos recovecos conspiracionistas del argumento de Žižek parecen concesiones a la galería, en otras ocasiones no está claro lo que quiere decir y muy pocas veces aborda los problemas concretos, lo que ayuda a tener opiniones contundentes. Uno de los temas centrales del libro, y quizá lo más interesante, es la respuesta que debe dar la izquierda laica al islamismo radical. Según Žižek, debe romper algunos tabúes: el de que hay que escuchar la historia de todo el mundo, la ecuación entre el legado emancipador europeo con el imperialismo cultural y el racismo, la idea de que la protección de nuestro modo de vida es “en sí mismo una categoría protofascista o racista”, la prohibición de cualquier crítica al islam tachándola de “islamofobia”, la equiparación entre religión politizada y fanatismo. Curiosamente, sostiene Žižek, “la única fuerza política que no reduce a los musulmanes a ciudadanos de segunda clase y les concede un espacio en el que desplegar su identidad religiosa son los ‘impíos’ liberales ateos, mientras que los que están más cerca de su práctica social religiosa, aquellos que son su imagen especular cristiana, se construyen en sus enemigos políticos más enconados. La paradoja es que sus únicos aliados verdaderos no son aquellos que publicaron por primera vez las caricaturas de Mahoma, sino aquellos que, por solidaridad con la libertad de expresión, las reprodujeron”.
Esa actitud contraproducente de algunas comunidades musulmanas se ve también en los conservadores populistas que “votan a favor de su propia ruina económica”. La guerra cultural, sostiene Žižek, que llama a la recuperación de la lucha de clases y a la “solidaridad global con los explotados y oprimidos”, es en realidad una guerra de clases desplazada. A su juicio, “los cándidos intentos de ilustrar a los inmigrantes (explicándoles que nuestras costumbres sexuales son diferentes, que el hecho de que una mujer se pasee en minifalda y sonrisa no es una invitación) son ejemplos de una pasmosa estupidez. Eso es algo que los inmigrantes saben muy bien, y por eso hacen lo que hacen. Son del todo conscientes de que su actitud es por completo ajena a nuestra cultura dominante, y lo hacen precisamente para herir nuestra sensibilidad”.
Por tanto, “no basta con dar voz a los desvalidos: a fin de conseguir una emancipación real, deben ser educados (por la libertad y por sí mismos) en la libertad”.
Según Žižek, se debe formular “una serie mínima de normas que sean obligatorias para todos, sin temor a que parezcan ‘eurocéntricas’: libertad religiosa, protección de la libertad individual contra la presión del grupo, derechos de las mujeres; y segundo, dentro de esos límites, insistir de manera incondicional en la tolerancia hacia los distintos modos de vida”. La actitud humanitaria de la “izquierda liberal”, sostiene, comparte con los partidarios de la brutalidad antiinmigración el presupuesto “de que defender el modo de vida propio excluye el universalismo ético”. El conflicto del multiculturalismo “no es un conflicto entre culturas, sino un conflicto entre diferentes visiones de cómo pueden y deberían coexistir diferentes culturas”: según él, “la auténtica respuesta izquierdista a este moralismo liberal es que, en lugar de rechazar la ‘protección de nuestro modo de vida’ como tal, habría que demostrar que lo que proponen los populistas antiinmigración como defensa de nuestro modo de vida de hecho supone una amenaza mayor que todos los inmigrantes juntos”.
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).