Si Felipe Calderón alguna vez escribe sus memorias, deberá dedicar un largo capítulo a explicar por qué decidió creer el mito de su propia ilegitimidad. Al principio de su sexenio, Calderón enfrentó una pregunta complicada: ¿qué hacer con el déficit de credibilidad que le había dejado la reñida elección de 2006? Pudo haber optado por uno de dos caminos: ignorar las voces que lo cuestionaban o darles validez, gobernando como un hombre en busca de la legitimidad perdida. Algunos piensan que, dado el estrecho margen de su victoria y el conflicto que siguió a la elección, Calderón no tenía otra salida más que ceder a la presión de sus antagonistas. Son, dirían, los costos de haber ganado por tan poco en una democracia tan joven y desconfiada como la mexicana. Se equivocan.
Sobran ejemplos de hombres que, tras triunfar en una elección por la más pequeña de las diferencias, gobernaron como si gozaran de un mandato no solo por mayoría sino por aclamación. Pienso, por ejemplo, en George W. Bush, quien ganó la presidencia de Estados Unidos, literalmente, por un voto… en la Suprema Corte. A Bush le importó poco: desde el primer día gobernó con firmeza, defendiendo su agenda sin dedicarle un solo segundo a pensar en quienes cuestionaban la legitimidad de su triunfo. También sobran ejemplos de hombres que ganaron una elección sin haberla ganado realmente y aun así se negaron a comprar el boleto de la ilegitimidad. Ahí está Carlos Salinas quien, a diferencia de Calderón, sí llegó a Los Pinos gracias a un fraude electoral. Mucho más que a Bush, a Salinas le hubieran sobrado razones para mirarse al espejo y cuestionar la legalidad de su mandato. No lo hizo. Maestro del pragmatismo político, las dudas le hicieron lo que el aire a Juárez. El caso de Felipe Calderón fue distinto. Por razones que solo él conoce, Calderón tácitamente otorgó, en la práctica, cierta validez a la hipótesis de su falta de legitimidad. Fue, a mi entender, un error injustificable: cedió el control de la narrativa del sexenio al hombre al que había derrotado. La historia recordará el periodo de Calderón como el de la “guerra contra elnarco”, pero también como el de la presidencia legítima de López Obrador. Intuyo que, en el fondo, Felipe Calderón sabe que fue él quien invitó a su rival a subir al ring durante seis años.
Al final, Andrés Manuel López Obrador se salió con la suya durante el sexenio calderonista. Quiso venderse como un presidente paralelo, con su propio libreto, herramientas de presión y demandas. Y así fue tratado. Ahora, lo intentará de nuevo. No es casualidad que haya esperado exactamente tres horas para pedir la renuncia de dos miembros del gabinete. Los primeros días del sexenio no dejan lugar a dudas. Peña Nieto tendrá que decidir si se cree el mito de su propia ilegitimidad —su “imposición”— y gobierna en función de la narrativa de otros, o aprende a mantener una sana distancia frente a sus malquerientes y se dedica a promover su proyecto de nación. Mal haría el nuevo presidente en emular a su antecesor.
Por suerte, los primeros días del sexenio parecen augurar buenas cosas. La firma del Pacto por México y el anuncio de los 13 puntos peñanietistas abren la puerta a una era de civilidad y (cierta) concordia. Desde la oposición, el PAN y el PRD deberán defender vigorosamente sus agendas. Los ciudadanos tendremos que poner bajo la lupa al nuevo presidente y al grupo de duros que lo acompañan. Y Peña Nieto deberá gobernar con la confianza que en cualquier parte del mundo tiene un gobernante que gana una elección por 6 puntos porcentuales, por millones de votos.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.