Eros regulado

En la imaginación progresista contemporánea lo que decimos que somos se impone sobre todo lo demás, incluso sobre el deseo propio.
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Una de las paradojas de la obsesión contemporánea con la identidad de género es su radical antisensualidad. Como se trata de una ideología, es fundamentalmente hostil al placer por el placer mismo. El placer ha de ser “interrogado”, por emplear la actual jerga académica. Emblema de ello es la aseveración de muchos ideólogos queer de que nadie debería sentirse con el derecho moral a rechazar sexualmente a otros por motivos genitales. Su iteración culta la compendia la profesora de ciencias políticas de Oxford, Amia Srinivasan, al plantear que es éticamente importante “[hacer frente] al modo en el cual qué o quién es o no es deseado sexualmente puede ser en sí mismo producto de la injusticia”. Srinivasan lo piensa en términos raciales. Si alguien cree que es indebido afirmar que no se desea tener amigos negros, arguye, ¿por qué no habría de ser indebido afirmar que no se desea tener parejas sexuales negras? Por ende, el consabido mandato universitario lo woke, “revisa tus privilegios”, se transforma en una politización del eros que nos exige: “revisa tus preferencias”.

La iteración burda la resume una serie de entradas en la bitácora del activista, novelista y poeta trans Roz Kaveney, en las cuales defiende el planteamiento de que es tránsfobo descartar categóricamente una relación sexual con alguien a causa de sus genitales –en el ejemplo expuesto, una lesbiana con una mujer trans que todavía tiene pene–, porque se basa en “el supuesto de que la persona equivale al estado actual de sus partes y a la historia de sus partes”. Ese “techo de algodón”, como lo llaman Kaveney y otros activistas, pretende describir a los progresistas, pues “mientras dicen aceptar supuestamente a la gente trans… cuando se trata de copular con nosotros, votan, digamos, con los pies”.

Todo ello recuerda el conocido chiste sobre el viajante de comercio que vuelve a su casa, descubre a su mujer in flagrante delicto con otro hombre y ella lo recibe con la sosa respuesta: “¿a quién vas a creer, a tus ojos embusteros o a mí?”. ¿Cómo es posible, reclama Kaveney indignado, que los progresistas consideren “que sus nociones sobre lo que constituye un cuerpo femenino se impongan sobre las nociones del cuerpo de la persona misma?” Que una lesbiana mantenga “estrictas normas perpetuas” sobre quién está y no está vedado según un criterio genital, y que Kaveney rechaza “como un modelo tan reduccionista de atracción sexual como cabe imaginar”, es una forma de intolerancia que apenas se distingue del de “una mujer que dice que solo se acostará con mujeres de su propia raza o religión, o que prefiere un determinado peso, clase o capacidad corporal”.

El concepto de “techo de algodón” ya no se restringe a las bitácoras marginales y a las salas de chat. Al contrario, ha sido asunto clave en varios casos de discriminación presentados ante los juzgados laborales del Reino Unido, y es actualmente más prevaleciente que marginal (al igual que el propio activismo trans). Y sobre todo ha sido enarbolado por el grupo militante británico Stonewall, el cual ya no emplea la frase “atracción por el mismo sexo”, sino que la ha sustituido con “atracción por el mismo género” para evitar así la exclusión de las personas trans. Lo cual supone, en efecto, que los hombres trans –hembras biológicas– que todavía tienen vagina pueden ser gais si les atraen los hombres, en tanto que las mujeres trans –machos biológicos– con pene pueden ser lesbianas.

Lo anterior no debería causar sorpresa. En la imaginación progresista contemporánea lo que decimos que somos se impone sobre todo lo demás, incluso sobre el deseo propio, el cual ha sido “problematizado”, por usar el término de la academia. Srinivasan arguye que meramente reclama que se permita “a mi deseo dirigirse a donde le apetezca, en lugar de permitir que mi deseo se vea conformado por lo que le han enseñado a pensar y sentir como deseable”. No obstante, su argumento, a pesar de los matices, en realidad apenas se distingue del de Kaveney o del de otro activista trans, Riley J. Dennis, que en un vídeo de Youtube insistía terminantemente: “puesto que relacionamos [sic] los penes con los hombres y las vaginas con las mujeres, algunas personas creen que nunca podrían salir con un hombre trans con una vagina o una mujer trans con un pene. Pero creo que la gente es mucho más que sus genitales”.

Y por supuesto que así es. Pero no en el ámbito de eros, sobre todo porque la propuesta de los activistas trans como Kaveney y Dennis de que creamos algo inverosímil supone el control del deseo en nombre de una supuesta noción utópica de inclusión sexual, por no hablar del modo esencial en que repudia el deseo y rechaza lo que sentimos en favor de lo que debemos sentir. El sexo no es trabajo social, ni discriminación positiva, ni un campo de juego para la diversidad, la equidad y la inclusión, a pesar de los intentos del movimiento trans para aseverar lo contrario. Foucault se habría merendado a Kaveney o a Dennis, pues son la iteración contemporánea de sus ideas sobre los modos en que cada época alinea o realinea la disciplina y el deseo. El movimiento trans parece emancipatorio en la superficie; pero en realidad es en lo fundamental regulatorio.

Traducción de Aurelio Major

Publicado originalmente en Desire & Fate.

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David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.


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