El segundo discurso inaugural de Donald Trump ha dejado al mundo con más dudas que certezas. Muchos analistas temían que usaría una retórica más agresiva que la de su primer discurso de toma de posesión de 2017, y que declararía abiertamente la guerra comercial a China, México y Canadá, o que anexaría a Groenlandia al territorio de Estados Unidos. Otros esperaban que, al ser su segunda oportunidad en el cargo, Trump elegiría dar un discurso menos combativo y más visionario, y sugerían a Ronald Reagan como un posible modelo de retórica patriótica que debía servirle de inspiración.
Al final, Trump intentó hacer ambas cosas. Dio un discurso por momentos más amenazante y duro que el de 2017 y, al mismo tiempo, usó una retórica hipernacionalista, dirigida a inflamar el chovinismo de los estadounidenses. El resultado es un pastiche formado por dos discursos contradictorios en el que Trump, al mismo tiempo, promete que será pacifista, pero también que gobernará usando la fuerza militar; asegura que su país será más admirado y respetado en el mundo, pero también amenaza y humilla a sus vecinos y aliados; y afirma que hará a su país más libre, al tiempo que denigra las expresiones de diversidad de una sociedad plural y abierta.
Y, sin embargo, hay método en la locura. El discurso de Trump sigue una línea narrativa muy clara, marcada por cinco claves:
Primero, el populismo. Trump se asume como el líder del “pueblo verdadero”, que ha sido traicionado por una élite corrupta. “Por muchos años”, dice, “el establishment corrupto y radical ha extraido riqueza y poder de nuestros ciudadanos”. Trump se asume como el líder que encarna al pueblo, al asegurar a lo largo del discurso que él pondrá fin a esa traición:
Nuestra reciente elección es un mandato para revertir completa y totalmente esta horrible traición y regresarle al pueblo su fe, su riqueza, su democracia y, ciertamente, su libertad. Desde este momento, el declive de Estados Unidos se ha terminado.
Segundo, el hipernacionalismo. Trump apela constantemente en su discurso al sentimiento patriótico, como cuando dice que Estados Unidos recuperará “su legítimo lugar” como “la nación más grandiosa, poderosa y respetada de la Tierra”. Pese a su tamaño y poderío económico y militar, Trump asegura que Estados Unidos ha sido abusado y maltratado por el mundo. Pero él, como el hombre fuerte elegido por el pueblo, ha llegado para restaurar el orden natural de las cosas:
La época dorada de Estados Unidos comienza justo ahora. Desde este día en adelante, nuestro país florecerá y será respetado nuevamente en todo el mundo. Seremos la envidia de todos los países. Y no dejaremos que abusen más de nosotros.
Tercero, la demagogia. La demagogia es una forma polarizante de discurso público que divide a la sociedad en “ellos” (malvados) y “nosotros” (buenos) y centra la discusión no en hallar soluciones a los problemas, sino en identificar culpables (México y Canadá, Panamá, los migrantes) y repartir castigos (aranceles, quitarles el Canal, deportación masiva) que no solucionan los problemas, pero que resultan muy atractivos políticamente. Al justificar demagógicamente sus decisiones ocultándolas detrás de argumentos falaces y mentiras abiertas, Trump elude con éxito la rendición de cuentas.
Cuarto, la hipérbole. Fiel a su estilo agresivo de vendedor y showman, Trump llenó su discurso de un lenguaje exagerado y cargado de afirmaciones desproporcionadas y sin sustento en la realidad, como cuando dice: “tenemos un gobierno que dedica recursos ilimitados a la defensa de fronteras extranjeras, pero que se rehúsa a defender las fronteras estadounidenses”. O también cuando afirma que el problema de migración constituye una “desastrosa invasión de nuestro país”, una que solo puede repelerse con el uso de las fuerzas armadas. La hipérbole busca que la emoción sustituya a la razón, a fin de que las personas que escuchan al demagogo concluyan –por miedo, enojo u odio– que las medidas autoritarias que este propone se justifican totalmente ante la gravedad de la emergencia.
Quinto, el mesianismo. Trump asume varios roles a lo largo de este discurso. Es al mismo tiempo un mártir que ha soportado una injusta persecución judicial, un héroe que ha logrado la victoria política más transformadora en toda la historia del país y un liberador que rompe las cadenas que atan a Estados Unidos a la mediocridad y la injusticia. Pero lo que más llama la atención es su abierto deseo de ser visto como un redentor, un elegido, un mesías:
Apenas hace unos meses, en un bello campo en Pensilvania, la bala de un asesino atravesó mi oreja. Pero yo sentí entonces, y lo creo aun más ahora, que mi vida fue salvada por una razón: yo fui salvado por Dios para hacer a Estados Unidos grandioso otra vez.
Este impulso mesiánico, tan propio de los liderazgos populistas, lleva a Trump a afirmar que:
Durante los últimos ocho años, he sido probado y desafiado más que cualquier otro presidente en nuestros 250 años de historia… y he aprendido mucho en el camino.
Esa última es tal vez la frase más preocupante de todo el discurso, porque uno solo puede imaginarse las cosas que pudo haber “aprendido” Donald Trump al lograr un triunfo electoral tan contundente. Aprendió que las leyes pueden violarse y que las instituciones pueden ser doblegadas impunemente. Aprendió que la sociedad estadounidense no es inmune al autoritarismo. Aprendió que hasta las élites económicas más poderosas y los aliados internacionales más importantes pueden doblegarse ante el inmenso poder de la Casa Blanca. Y, sobre todo, aprendió que, cuando hay método, la locura puede ser el arma política más efectiva. ~
Especialista en discurso político y manejo de crisis.