En las últimas dos décadas, el péndulo político de Latinoamérica se ha movido con brío. Gran parte de los países de la región han oscilado entre espectros políticos disímiles. La llegada de Lula Da Silva a la presidencia de Brasil, a finales del año pasado, marcó lo que algunos llamaron una ola rosa. El regreso del brasileño confirmó una tendencia hacia la nueva izquierda continental: Alberto Fernández en Argentina, Luis Arce en Bolivia, Gabriel Boric en Chile, Gustavo Petro en Colombia, AMLO en México y Pedro Castillo en Perú. Esto, claro, no incluye a los gobiernos de Venezuela, Cuba y Nicaragua, que se autodenominan socialistas pero son en realidad dictaduras sanguinarias.
Los resultados de esta nueva izquierda en el poder dejan mucho que desear. Estos gobiernos no han sabido llevar a la práctica su promesa de cambio y de igualdad social. Su manejo de la economía ha sido errático y se ha traducido en inflación o devaluación, como en Argentina. Muchos de los líderes carismáticos, como Boric o Petro, no han logrado establecer sus grandes reformas. Lo que empezó como una euforia por el cambio se ha transformado en una decepción incipiente. En Perú, la ilusión de Castillo se derrumbó con un estruendo patético. En México, donde quizás el proyecto político podría tener un poco más de oxígeno, el gobierno ha caído en las mismas tácticas clientelistas de sus antecesores. AMLO gobierna como los líderes del PRI más canónicos, en medio de un estallido de violencia inconmensurable.
En junio de 2019, Nayib Bukele ganó las elecciones de El Salvador, bajo la bandera del partido de derecha Gran Alianza por la Unidad Nacional, GANA. Su proyecto político iba en contracorriente a la ola rosa latinoamericana. Bukele se vendió como un líder contemporáneo, joven, muy eficaz y con gran habilidad para comunicar su mensaje en redes sociales. De hecho, siempre ha hecho sus anuncios importantes desde Twitter o Instagram. Desde el inicio de su gobierno, proclamó el inicio de una lucha implacable contra el crimen organizado que tenía asolado a su país: El Salvador tenía una tasa de homicidios de 104 por cada 100,000 habitantes.
Muy pronto, Bukele le dio marcha a una política de represión brutal. En octubre de 2022, dijo que “son más importantes los derechos humanos de la gente honrada”, para justificar su guerra sin cuartel contra las pandillas. Luego, en enero de 2023, inauguró el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), según él “la cárcel más grande de todo América”. De ahí empezaron a circular las espantosas imágenes de hombres detenidos, semidesnudos, rapados y atados. Muchos de ellos detenidos bajo régimen de excepción, una medida que suspende derechos civiles y que ha conducido a la militarización y la detención masiva de al menos 66,000 personas, como cuenta este informe de La Silla Vacía.
En otro reportaje reciente en El País, Carlos S. Maldonado cuenta que “los hombres –vendedores ambulantes, dependientes de tiendas, ayudantes de barberos, chóferes de transporte público– desaparecen al ser detenidos por vincularlos sin pruebas con las llamadas maras. Un recuento de una realidad infernal en un país donde han sido detenidas más de 77,000 personas, se han suspendido las garantías ciudadanas, se ha militarizado la seguridad, han sido denunciadas torturas y desapariciones y la censura se impone como política de Estado”. Bukele ha implementado una macabra reforma que permite desarrollar juicios masivos, con audiencias de hasta 900 presos.
La abogada y columnista Ana Bejarano explica este grotesco sistema punitivo en su columna de Los Danieles: “Es solo la promesa de la fuerza, de la dictadura empaquetada y habilitada por las redes sociales. Una fórmula conocida: la cooptación del legislativo, del judicial, la gobernanza en estado de excepción, para tapar las violaciones de los derechos humanos y estrategias coloridas y fracasadas como la imposición del bitcoin como moneda oficial. Para algunos, un nuevo modelo autoritario joven y refrescante; para otros, un señor pintorescamente peligroso”. Todo esto se da en medio de un silenciamiento de la libertad de prensa. Medios tan destacados como El Faro han tenido que huir de su país, por miedo a las represalias de Bukele por su labor.
Lo curioso es que esto ha levantado una ola de admiración por Bukele. En diferentes países añoran esta “mano dura”. En Guatemala, los candidatos presidenciales propusieron abiertamente seguir los pasos de Bukele en su país. En Colombia, María Fernanda Cabal, precandidata presidencial, y Jaime Arizabaleta, precandidato a la alcaldía de la ciudad de Cali, proponen construir megacárceles. En Argentina, Javier Milei, el candidato de extrema derecha, también ha mencionado a Bukele. En Chile, los opositores de la reforma constitucional alabaron la política de seguridad carcelaria. Y en Ecuador, Jan Topic, otro candidato de extrema derecha, dijo admirar al presidente salvadoreño.
En gran parte, el fracaso de los gobiernos en nuestra región –su corrupción, su ineficacia, su populismo– hace que muchos añoren resultados inmediatos, sin detenerse en el costo humano. “Cuantas menos soluciones logren las democracias, más sociedades reclamarán personajes como Nayib Bukele. El peligro, en realidad no es Bukele y El Salvador; somos todos los demás y nuestras impotencias”, dice el siempre lúcido Martín Caparrós en su más reciente columna. Y concluye: si el sistema democrático no es eficiente para conseguir resultados, entonces los pueblos eligen otros sistemas.
El problema es que esa ilusión de justicia en El Salvador está sostenida sobre el irrespeto de los derechos civiles y una violencia de estado sin control. Allí se ha olvidado que hasta los peores criminales tienen derecho a un juicio justo y a un trato humano. Esta idea de “seguridad para los buenos y castigo para los malos a cualquier costo”, siempre ha existido. Pero Bukele ha logrado disfrazarla con la efectividad de las redes sociales. Su demagogia incendiaria puede llegar lejos. La tentación del autoritarismo es fuerte y esconde muy bien sus dientes. ~
(Bogotá, 1978) es periodista, escritor y editor. En 2017 fue seleccionado como uno de los mejores autores jóvenes de la década en Latinoamérica por el Hay Festival. Su trabajo narrativo ha sido traducido al inglés, francés e italiano. Es autor de seis libros: Retrato de una pesadilla (Panamericana, 2005), Nunca es fácil ser una celebridad (Planeta, 2013), 16 retratos excéntricos (Planeta, 2014), Formas de evasión (Seix Barral, 2016), Perfiles anfibios (Ediciones Encino, 2020) y Ceremonia (Planeta AE&I, 2021).