Daniel Gascón

Fin del estado de alarma, ¿y ahora qué?

La crisis muestra la esclerosis de nuestro sistema parlamentario. El protagonismo judicial que estamos viendo es una de sus consecuencias nocivas.
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Ha pasado más de un año desde que esta epidemia se hizo presente en nuestras vidas y casi siete meses desde que el Gobierno, por tercera vez en esta pandemia, tuviera que declarar el estado de alarma que ahora termina. Por ello, no puede más que lamentarse que después de todo este tiempo todavía tengamos que preguntarnos “¿y ahora qué?”. Es incomprensible que nuestras instituciones no hayan sido capaces de establecer un marco jurídico que ofrezca un mínimo de seguridad a los ciudadanos y a los propios poderes públicos a la hora de diseñar la respuesta a esta emergencia sanitaria.

En particular, el Tribunal Constitucional tendría que haber resuelto con celeridad los recursos que se le han planteado para haber aclarado los límites de los poderes ordinarios de la autoridad sanitaria y hasta dónde puede llegar el estado de alarma. Pero, sobre todo, Gobierno y Parlamento han tenido tiempo más que de sobra para haber actualizado las dos leyes capitales, que además se acercan a las cuatro décadas de vigencia por lo que su obsolescencia era ya patente antes incluso de esta crisis: la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio (LOAES) y la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública (LOMEMSP). En lugar de ello, el Gobierno se ha limitado a adoptar un decreto-ley con algunas medidas puntuales, como el uso de las mascarillas, posteriormente tramitado como ley; y a promover una “exótica” reforma procesal en virtud de la cual se le atribuye a los tribunales la ratificación o autorización judicial de medidas sanitarias que supongan una restricción general de derechos fundamentales. Enfatizo el carácter “exótico” de esta reforma porque, como ha criticado la mayoría de la doctrina, no corresponde a los jueces autorizar medidas generales de la Administración, ya que, en cierto modo, supone hacerlos partícipes de una potestad cuasinormativa que no les incumbe. Los jueces, como garantes de los derechos fundamentales, pueden intervenir para autorizar actos administrativos concretos que supongan una injerencia en los derechos de personas identificadas o para revisar a posteriori la legalidad de las actuaciones administrativas; pero no deben ir más allá asumiendo funciones como pseudolegisladores.

Para colmo, el Gobierno, pertinaz en el error, pretende eludir una nueva declaración del estado de alarma tras el 9 de mayo. Y, para salvar el sindiós judicial que se dio el pasado verano en aquel mal llamado período de “nueva normalidad”, con resoluciones contradictorias entre los Tribunales Superiores de Justicia de las distintas Comunidades -unos convalidando medidas, otros rechazándolas y otros cuestionando que fueran competentes para resolver-, acaba de aprobar otro decreto-ley que permite recurrir en casación ante el Tribunal Supremo para que este pueda “fijar doctrina legal”. Una reforma que adolece de graves defectos técnicos, como ha criticado el propio gabinete técnico del Supremo, y que dudosamente cumplirá su fin, ya que las decisiones judiciales contradictorias que se vieron hace unos meses, más que discrepar en cuestiones jurídicas, diferían en la apreciación del análisis concreto de la proporcionalidad de las medidas adoptadas. Así las cosas, creo que harían bien los tribunales en buscar el cauce procesal para llevar ante el Tribunal Constitucional estas reformas y, en todo caso, auguro que seguiremos viendo un baile de resoluciones contradictorias según la mayor o menor sensibilidad que muestre cada Tribunal Superior hacia las libertades de los ciudadanos o hacia preservar el eficaz ejercicio del poder en un momento de crisis.

Por ello no puedo comprender la obstinación gubernamental rechazando la extensión del estado de alarma. Además, jurídicamente el Gobierno incurre en una inaceptable contradicción: si en octubre entendió que era “indispensable” declarar el estado de alarma para ofrecer un marco jurídico que permitiera restringir generalizadamente derechos fundamentales, ¿cómo puede afirmar ahora que las Comunidades Autónomas sí que pueden adoptar tales medidas sin necesidad de estado de alarma con la sola autorización judicial? Si fuera como ahora dice el Gobierno, el estado de alarma dictado hace siete meses sería ilegítimo porque, como establece el art. 1.1 LOAES, sólo cabe recurrir al Derecho de excepción “cuando circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las Autoridades competentes”.

Cuestión distinta es que el Gobierno entendiera que a estas alturas de la pandemia ya no son necesarias esas medidas generales severamente restrictivas de derechos fundamentales. Porque, para lo que sí que están facultadas las Comunidades Autónomas es para adoptar medidas preventivas generales (limitar aforos, horarios comerciales…) y medidas restrictivas de derechos fundamentales, con autorización judicial, cuando sean individuales o afecten a colectivos determinados (por ejemplo, confinar un hotel donde ha habido un foco de contagios). Existiendo, además, mecanismos de coordinación nacional.

De hecho, va siendo hora de que nos preguntemos seriamente si con la excusa de la crisis no hemos aceptado con una cierta ligereza restricciones de nuestros derechos de dudosa proporcionalidad. Especialmente, cabe cuestionar si no hay alternativas menos gravosas para la libertad que satisfagan el fin que se pretende. Por ejemplo, ¿cómo puede justificarse que un murciano pueda irse de vacaciones a Egipto, realizando una PCR a la ida y a la vuelta, y no a Sevilla? ¿Es proporcionado establecer un toque de queda o bastaría con cerrar locales de ocio?

Aun así, si se concluye que estas restricciones generales de derechos siguen siendo necesarias, entonces, como he señalado, creo que la vía constitucional más adecuada sería mantener el estado de alarma. Eso sí, un estado de alarma con todas sus garantías, y no uno líquido y con un precario control parlamentario como el que nos quedó con la prórroga por seis meses del actual, como ya tuvimos oportunidad de criticar en su día en esta tribuna (aquí). Y es que, si algo está evidenciando esta crisis a nivel político-institucional, es la esclerosis de nuestro sistema parlamentario, de la que el protagonismo judicial que estamos viendo es una nociva consecuencia.

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Es profesor de Derecho constitucional de la Universidad de Murcia.


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