“Quer[íamos] pactar de verdad y […] así nos lo exigía la sociedad”. Con esta frase de Herrero de Miñón podría sintetizarse cómo fue posible el pacto del 78. Algo inédito en nuestra historia constitucional: nacía la primera Constitución española auténticamente de “consenso”, que cerraba definitivamente una guerra fratricida para reunir a las dos Españas en un marco común para la convivencia democrática. Sobre cómo se alcanzó ese pacto y sobre la oportunidad de su actualización en el momento actual pudimos conversar tres jóvenes constitucionalistas –Sofía Lucas, Gabriel Moreno y un servidor– y tres protagonistas de la Transición, el expresidente Felipe González y los ponentes constitucionales, Miguel Herrero de Miñón y Miquel Roca, en un coloquio organizado por España Juntos Sumamos el viernes 18 de febrero en el Ateneo de Madrid (ver).
La primera enseñanza de esta conversación fue, precisamente, que la generación política del 78 se vio “impelida” al pacto por una sociedad que no quería que se repitiera la historia, que quería pactos. Como contó Miquel Roca, un día, mientras negociaba la Constitución, un ciudadano le dijo: “esta vez esto tiene que salir bien. Tiene que durar”. Y sí, los políticos que pilotaron la Transición fueron conscientes de la responsabilidad histórica que pesaba sobre ellos y estuvieron a la altura. Aquellos políticos, “con oficio y vocación” (como los describió Miguel Herrero), lo hicieron “fantástico”.
Con los mimbres que tuvieron, en un momento turbulento como el que vivía España, lograron que se aprobara una magnífica Constitución, a la altura de las mejores constituciones democráticas. Perfecta, ciertamente no; como no es perfecta ninguna obra humana. Pero ello no empece a que reivindiquemos el “régimen del 78” y su Constitución. Una norma que, como Norma Fundamental, está llamada a proyectarse como pacto intergeneracional, con vocación de permanencia.
Sin embargo, hoy día se percibe que la ilusión política con la que nació nuestra democracia, el proyecto como país y, sobre todo, el sentido integrador de nuestra Constitución se están viendo severa y aceleradamente erosionados.
En los últimos cuarenta años han cambiado muchas cosas, la mentalidad de los españoles y sus problemas ya no son los mismos que entonces. En particular, no puede desconocerse el impacto psicológico que tiene para una generación joven ver que el bienestar y crecimiento alcanzado por sus padres está ahora en duda. Pero, además, vivimos nuevas turbulencias (revolución tecnológica, crisis económica, pandemia, crisis climática, tambores de guerra…) que exigen respuestas. A ello debemos sumar la fractura vivida con la insurgencia en Cataluña que ha evidenciado el colapso del modelo territorial. Y se aprecia una acelerada degradación de nuestra convivencia democrática. Como advirtió Felipe González, “estamos fragilizando voluntariamente la institucionalidad”. Entre otras causas, vemos como la polarización ha dinamitado los puentes para generar conciertos moderados; la consolidación de prácticas iliberales o simplemente partitocráticas; y la extensión de una visión particularista (en sentido orteguiano), no solo de los nacionalismos (sino más allá), que ha llevado a la pérdida de la búsqueda de un bien común colectivo en este mundo de las identidades.
Es cierto que ninguno de los problemas que acusamos en el funcionamiento de nuestra democracia es culpa del diseño constitucional. Aún más, conviene no tener una excesiva fe en las reformas normativas por mucho que después de cuatro décadas haya razones técnicas que invitan a la reforma constitucional y que, en consecuencia, podamos identificar ciertas mejoras constitucionales, como la incorporación de algunos mecanismos institucionales y de nuevas garantías que pueden ayudar a afrontar algunos problemas de nuestra vida político-institucional. Pero pensar que el derecho por sí mismo puede ofrecer soluciones mágicas al final puede generar frustración. Recordemos cómo las flamantes Constituciones de Weimar o de la II República española, democráticas y sociales, perecieron sepultadas por crisis económicas y problemas de gobernabilidad. O cómo en Latinoamérica disfrutan de algunas de las Constituciones más modernas que, sin embargo, no han dado ni estabilidad ni riqueza a sus ciudadanos. Y esperemos a ver el final del proceso constituyente chileno in fieri.
Es por ello que estoy convencido de que, si nos leyéramos la Constitución, si nos creyéramos su espíritu (en especial los partidos políticos) ya mejoraríamos en mucho. De hecho, podríamos reformar la Constitución, copiar la mejor Constitución del mundo, y que las cosas siguieran igual si no hay una verdadera “voluntad de Constitución”, una vocación de adecuarse al espíritu constitucional.
Aún así, constatar esta realidad no debe paralizarnos y, como ya expusimos en estas páginas (aquí), reivindicamos emprender un proceso de actualización que mantenga viva nuestra Constitución. Más allá de las posibles mejores técnicas, hemos de ser conscientes de que algunos de los problemas señalados son de tal magnitud que exigen respuestas constitucionales. En especial, como se ha dicho, la ordenación territorial de España reclama un pacto constitucional. No basta con mutaciones constitucionales subrepticias vía Estatutos ni con más jurisprudencia. Por no hablar del régimen lingüístico, algo tan sensible que difícilmente puede alcanzar respuesta en una “ley de lenguas”. Si en su día el art. 27 CE, que regula el derecho a la educación, fue un punctum dolens en la negociación de la Constitución del 78, en la actualidad lo sería el art. 3, que regula el castellano y el resto de lenguas cooficiales. Algo que debe afrontarse, sin sumisión ni discriminaciones a nuestra lengua común, pero conscientes de la riqueza del pluralismo lingüístico y de la necesidad de integrarlo en la vida nacional.
Unas respuestas que exigen como presupuesto que se acometan con espíritu conciliador, forjando grandes consensos, algo que hoy nos parece imposible. Las “aptitudes” y las “actitudes” de la actual clase dirigente de nuestro país no invitan al optimismo, y el ecosistema político actual, dominado por redes sociales, asesores demoscópicos y expertos fabricantes de eslóganes y consignas precocinadas, no facilitan la necesaria pedagogía política ni ofrecen espacios adecuados para la concertación. A lo que añadir el crecimiento de movimientos populistas de un signo u otro que podrían aprovechar cualquier intento reformista para impugnar alguno de los consensos fundamentales del 78.
Conscientes de estas dificultades proponemos un proceso que debería acometerse paso a paso, comenzando por adquirir buenas prácticas políticas (por ejemplo, al negociar la renovación del Tribunal Constitucional), impulsando reformas legislativas infra-constitucionales de signo regenerador, como podría ser la reforma electoral; pero que, en última instancia, habría de terminar con una reforma constitucional. Eso sí, la falta de consensos “iniciales” no puede ser una excusa para no afrontarlo. Los consensos hay que ganárselos con negociaciones y voluntad de entendimiento. Con una cautela: para conjurar el riesgo de que un intento reformista pudiera acabar en la impugnación de los pilares fundamentales, conviene que se diera un acuerdo inicial entre los principales partidos en el perímetro de la reforma.
Pero lo que tenemos claro es que por muy grandes que sean las dificultades no podemos dar por pasado el “momento regeneracionista”. Hemos de ser valientes y tomar conciencia de que, si sigue este proceso degenerativo, si se mantiene el inmovilismo y la Constitución sigue siendo una trinchera detrás de la que parapetarse, corremos el riesgo de que colapse. Ya advirtió J. Bryce que las Constituciones rígidas, como la nuestra, son como puentes de hierro: aguantan mucho, pero si se pone un exceso de peso pueden terminar venciendo. Por eso hay que estar abierto a ir actualizándola.
Un proceso reformista que, a nuestro entender, podría tener una fuerza revitalizante en este momento aciago y ayudaría a reenganchar a los más jóvenes, hoy en manos de proyectos populistas. Cada generación no tiene por qué votar “su” Constitución. La del 78 es también “nuestra” Constitución. Pero cuando hay elementos que distancian la vida política real de los mandatos de la Constitución, su fuerza normativa se ve minada. Ante esta realidad, la mejor respuesta no es atrincherarse, sino recuperar su vigor integrador. Y el proceso para la reforma Constitucional ofrece un cauce ideal para canalizar estas demandas y para dar participación a las generaciones más jóvenes.
Hasta el momento, nuestra historia constitucional se ha caracterizado precisamente por la incapacidad para regenerar los sucesivos regímenes constitucionales, que terminaban quebrando a golpe de pronunciamiento o de crisis político-social. ¿Volveremos a repetirla para ver cómo colapsa un régimen esclerotizado? ¿Nos volverá a quedar pendiente la asignatura de ser capaces de reformar nuestro orden constitucional? ¿“Las cuatro décadas que siguieron al 78 solo fueron un efímero paréntesis histórico”, como se preguntaba recientemente Ignacio Varela “desde la orfandad política y el exilio interior”?. Nosotros, contra viento y marea, repetimos: “esta vez esto tiene que salir bien. Tiene que durar”. Y, para ello, solo necesitamos voluntad, voluntad de Constitución.
Es profesor de Derecho constitucional de la Universidad de Murcia.