Parte 5 de la serie Divagaciones feministas de una salvaje ilustrada.
Hablar de feminismo conservador podría parecer un oxímoron; incluso, cabe la duda de que estemos hablando efectivamente de feminismo. El nacionalismo y la defensa de la tradición están asociados al antifeminismo exhibido por personajes al estilo de Donald Trump, Santiago Abascal y Jair Bolsonaro. Además, independientemente de nuestra entrada masiva en la esfera pública en el siglo XX, siempre ha habido políticas que se declaran antifeministas, verbigracia Margaret Thatcher, primera ministra de Gran Bretaña.
Este discurso puede, sin duda, ganar votos, pero la paradoja es evidente: Thatcher jamás hubiese llegado donde llegó sin las luchas por los derechos civiles y políticos que en su país encarnaron las sufragistas. Desde luego, ella lo sabía y por esta razón se limitaba a apartarse desdeñosamente de las manifestaciones más conspicuas de los distintos feminismos de su época. Lo mismo hacen las derechistas Marine Le Pen, del partido francés Agrupación Nacional; la primera ministra de Italia, Giorgia Meloni, del partido Hermanos de Italia, o la figura más singular de las políticas con esta orientación ideológica, la parlamentaria alemana Alice Weidel, de Alternativa para Alemania, casada con una mujer y madre de dos hijos.
Le Pen es más racional y laica que Meloni, que se declara custodia de valores como la tradición, la familia, el cristianismo y la nación italiana. Weidel se alinea con el liberalismo económico, a diferencia de las otras dos, pero se opone a la inmigración y cuestiona a la Unión Europea, al igual que ellas; no respalda el matrimonio igualitario y propone en su lugar la continuación de la figura de la unión civil y la posibilidad de la adopción. ¿Una contradicción con su propia vida? No: una afirmación de su condición de cristiana que no se aleja de la tradición al conceder primacía a la unión heterosexual, pero asume la tradición liberal del derecho a la propia vida. Se proclama monógama y firmemente comprometida con la idea de la familia.
Pareciera que el feminismo ha atravesado todos los colores políticos de las democracias liberales, incluso el de las organizaciones que cuestionan este sistema político. Por más que Meloni se distancie del feminismo y el activismo LGBTQ de izquierda y centro izquierda y le reste importancia el machismo en la política de su país, es innegable, al igual que en el caso de Thatcher, que le debe su cargo al triunfo de la causa de la equidad de género.
Hablar de feminismos en plural nunca ha sido más cierto: Weidel, cuyo partido Alternativa para Alemania ha sido acusado nada más y nada menos que de neonazi, se declara abiertamente feminista. Puede que a activistas y teóricas de la tendencia política opuesta les parezca una abominación el maridaje del nacionalismo furibundo con el feminismo y el activismo LGBTQ, pero el hecho es que existe. Para Weidel, la migración musulmana amenaza las libertades de las mujeres de diversa orientación sexual y las libertades de los hombres gay. Le Pen coincide, por cierto, con esta afirmación. Sería muy fácil decir que siempre ha habido mujeres de derecha y centro derecha en la política, pero la francesa, la italiana y la alemana comulgan con ideas provenientes de movimientos de corte fascistoide de extrema derecha. Palabras mayores. No estamos hablando ya de la línea conservadora pero democrática del impopular Partido Popular español o de la democracia alemana, con una figura como Angela Merkel.
¿Existen políticas semejantes en América Latina? Sin duda, las defensoras de la familia, la tradición, la propiedad y el cristianismo se cuentan por millones, pero no creo adecuado calificarlas a todas de fascistoides, con la posible excepción de las partidarias de Bukele y Bolsonaro. Ahora bien, pensando en las demócratas cristianas del continente, incluyendo a las militantes del partido mexicano Acción Nacional, no las veo afincadas en la xenofobia ni se han afiliado a nuestra versión latinoamericana del fascismo: las dictaduras militares. Aunque haya feministas de izquierda que puedan resistirse a la idea, las demócratas cristianas han luchado también por los derechos de las mujeres, aunque sea en calidad de afectadas por el machismo de su partido.
La venezolana María Corina Machado suele ser identificada con la derecha, a pesar de que su partido Vente ha formado parte de la poco conocida Internacional Liberal. Se ha acercado al Foro de Madrid, promovido por el partido político español Vox, en su lucha contra la dictadura de Nicolás Maduro en Venezuela. Tal alianza obedece más al pragmatismo político que a la ideología, pero marca sin duda a Machado. Abierta, muy discretamente, al feminismo y el activismo LGBTQ, Machado sabe que su nicho político es conservador y actúa en consecuencia. Es odiada y amada en Venezuela en igual medida y, sin duda, ha sido víctima del machismo recalcitrante que abunda en la política venezolana, pero dudo que dentro del amplio espectro del feminismo de centro izquierda e izquierda sea vista como una feminista y, mucho menos, como una víctima.
En tanto demócrata liberal que ha sufrido los rigores de una dictadura, desconfío de los movimientos políticos que excluyen a sectores de la población por cualquier razón: raza, ideología, migración, género, sexualidad, religión, filiación política, pensamiento. Como feminista y activista por los derechos de las mujeres lesbianas, admito perfectamente las variantes moderadas del feminismo como legítimas, en particular las que siguen la senda de la mirada liberal sobre la equidad ante la ley. Desde luego, hay una línea que no cruzo: la explotación política del miedo de los sectores aterrados por la migración, el aborto y el matrimonio igualitario.
En cualquier caso, no se debe dejar de lado lo que significan las lideresas de la derecha, síntoma de un malestar generalizado. El feminismo, desde sus distintas variantes, logró que en innumerables países las mujeres fuesen las protagonistas de un giro copernicano en la existencia colectiva. En este momento de crisis ecológica y mareas autoritarias, pareciera, aunque en realidad no es del todo cierto, alejado de los intereses de mayorías que respaldan a opciones políticas que pueden ser leídas en clave antifeminista. ¿Puede ser que una de las tantas razones de este fenómeno sea que el feminismo con más resonancia mediática y universitaria descuida aspectos vitales de la existencia de gran parte de las mujeres?
Las gigantescas manifestaciones a favor del aborto y en contra de los feminicidios y del acoso sexual abarrotan las calles de mujeres de todas las edades, predominantemente jóvenes. Igualmente, el #MeToo se convirtió en un movimiento internacional que ha promovido la justicia y la equidad en el ámbito laboral. Celebro que así sea, sin embargo, desde el punto de vista de la visibilidad pública le estamos dejando a la política conservadora nada más y nada menos que el tema de la familia. Cuando oigo hablar con menosprecio de los varones blancos heterosexuales de Estados Unidos, lo único que me viene a la cabeza son los votos que se le suman al Partido Republicano de la era Trump, el más recalcitrante de la era contemporánea.
El conservadurismo se está apropiando entonces de temas clave que debieran tener respuestas mucho más contundentes por parte de las feministas de distintas tendencias. A las feministas jóvenes les toca librar luchas más allá del lenguaje inclusivo, la identidad de las mujeres trans y el ciberactivismo. La más importante de ellas es la de insistir en un feminismo de amplio espectro, anclado en el multiforme magma de la vida colectiva, ese lugar donde los temas no son nada más el aborto, la identidad de género, el feminicidio y el acoso, sino la pobreza, la progenie, la exclusión y la necesidad de sentido en medio de la dureza de la existencia. No debe extrañarnos el auge de las iglesias evangélicas pentecostales, verdaderas amenazas al Estado laico y a la equidad de género; las mujeres pobres y racializadas encuentran allí opciones que se vinculan con sus valores más preciados: la familia. Ni hablar de las rusas, las indias, las filipinas, las salvadoreñas o las turcas, muchas de ellas identificadas con liderazgos masculinos patriarcales y beligerantes. Estos liderazgos no son propiedad exclusiva de la derecha, como bien lo sabemos por el difunto Hugo Chávez y por líderes de izquierda de la región.
Si la esencia del feminismo, como de todo movimiento democrático, es la diversidad, las contradicciones y los debates, incluso los más duros y altisonantes, también es cierto que las alianzas para objetivos puntuales de cambio social han caracterizado sus más resonantes triunfos sociales. Mi esperanza se encarna en los movimientos como los de las mujeres iraníes y las feministas africanas que luchan por la educación de las niñas: se trata de opciones de amplio espectro que incluyen aliados y aliadas de diversa procedencia. Dejarle la palestra pública a la derecha en un tema como la familia y despreocuparse respecto al destino de los varones heterosexuales significa sumar votos para las Le Pen, las Meloni y las Weidel; feligreses para los evangélicos pentecostales; y partidarios de Trump, Bolsonaro y Bukele.
La denostada democracia liberal está en peligro y no contamos, por ahora, con opciones de gobierno mejores. El feminismo conservador y el abierto antifeminismo nos está hablando de un futuro indeseable que ya se está manifestando. ~
Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.