El ascenso de Gustavo Petro al poder supone, de entrada, una buena noticia para Nicolás Maduro. El líder colombiano ha reconocido –por la vía de los hechos– al gobierno de su par venezolano. Pero las cosas no son tan sencillas como parecen. El camino que Bogotá y Caracas han de transitar en el futuro está sembrado de espinas.
Lo primero que habría que destacar es que no se trata de una mera relación de Estado a Estado. Nos hallamos frente a un binomio particular. El statu quo de Colombia está, por ahora, intacto. Petro coronó su meta por la vía electoral y viene investido de legitimidad. El ex guerrillero del M-19 preside un Estado convencional, aunque no exento de problemas. El caso de Maduro es diferente. El Estado que encabeza carga con un epíteto que dificulta la tarea a sus interlocutores políticos: fallido. Tal calificativo despierta controversias.
Hay quienes prefieren un adjetivo más discreto. La Fundación para la Paz, por ejemplo, elabora un índice anual de la fragilidad de los Estados. Dentro de un universo de 179 países, Venezuela ocupa un puesto deplorable: es el número 26 en mayor grado de debilidad. Está muy cerca de Uganda, la República del Congo e Irak.
¿Qué significa ser un Estado frágil? Significa que carece de Estado de derecho. Que la economía se halla postrada. Que la libertad política ha sido confiscada. Que la guerrilla y otros grupos delictivos controlan parte del territorio. Significa que hay bandas paraestatales que acosan a los adversarios políticos. Que los servicios públicos no funcionan. Que los ciudadanos huyen en masa del país: la diáspora. Según el ACNUR, uno de cada cinco venezolanos ha tenido que emigrar. El principal destino: Colombia, que acoge a casi dos millones de desplazados.
No es cualquier cosa tener de vecino a un Estado frágil. Cuando en Venezuela se produce un estornudo, en Colombia brota la gripe. Tomemos una arista: la seguridad. La alcaldesa de Bogotá, Claudia López, acaba de pedir al gobierno venezolano que aísle a los líderes del Tren de Aragua, una organización delictiva que opera a control remoto desde un centro penitenciario ubicado en la región central del país –la cárcel de Tocorón– y cuyos poderosos tentáculos ya han llegado a Colombia, Ecuador, Brasil, Perú y Chile. Una transnacional del delito que se especializa en microtráfico de drogas y en sicariato.
Esto representa un problema para Petro. Los colombianos han padecido más de medio siglo de violencia. Petro seguramente ejercerá presión sobre el gobierno de Maduro para tratar de contener a las megabandas. Está obligado a hacerlo. La popularidad en el exigente mundo de hoy es volátil. Miremos el caso de Gabriel Boric en Chile: 62 por ciento de rechazo a la propuesta de constitución que él apoyó. Y fue ungido por los votantes para instalarse en La Moneda hace escasos ocho meses.
Petro, a diferencia de Boric, tiene detrás una dilatada trayectoria política que lo dota de condiciones apropiadas para lidiar no solo con los desafíos que ha de enfrentar en la propia Colombia, sino también con su vecina Venezuela. Formó parte del M-19. Fue concejal. Fue representante ante la Cámara. Fue senador. Fue alcalde de Bogotá. No es ningún outsider. Tiene pedigrí.
Y ese pedigrí constituye una gran ventaja a la hora de interactuar con Maduro. Porque lo que hay de por medio es un cuadro geopolítico sumamente complejo. Recordemos, en principio, que Colombia ha sido un aliado histórico de Estados Unidos. Es socio global de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), lo que le permite actuar en cooperación con la alianza en la lucha contra el crimen organizado. Así que el tipo de relación que Petro establezca con Washington será de suma importancia para la relación que, a su vez, el líder colombiano entablará con Caracas.
Ya se sabe que Petro quiere imprimirle su propio sello a la política de Bogotá frente a la administración Biden. Ya se sabe también que Biden no es Donald Trump. Dista mucho del tono belicoso de su antecesor. Ha emitido algunas señales que insinúan una distensión hacia el chavismo: en junio pasado, la Oficina de Control de Activos Extranjeros (OFAC) del Departamento del Tesoro de Estados Unidos sacó de su lista de sancionados a Eric Malpica Flores, ex tesorero nacional y sobrino de Cilia Flores, la esposa de Maduro.
La otra cara de la moneda es que Maduro puede estar viendo la llegada de Petro al poder con cautela. En su autobiografía Una vida, muchas vidas, publicada por Planeta el año pasado, el ahora presidente colombiano deja muy claro que, en su opinión, Chávez cometió un error al salirse del Sistema Interamericano de Derechos Humanos y al tratar de imitar el modelo cubano. Petro también cuestiona en su libro que el círculo íntimo de Chávez tuviera como paradigma a las desprestigiadas FARC. Estos comentarios chocan con lo que Maduro representa: es la cabeza de un Estado frágil, que sirve de santuario a la narcoguerrilla colombiana. Por si fuera poco, la Corte Penal Internacional le abrió una investigación en noviembre de 2021 por presuntos crímenes de lesa humanidad.
Maduro tiene derecho a manejar la conjetura de la paranoia: ¿qué tal si Petro termina colocándose más cerca de Washington que de mí? Venezuela y Colombia comparten 2,219 kilómetros de frontera terrestre, lo que favorece el intercambio comercial entre ambos países, sobre el que hay grandes expectativas tras la llegada de Petro al poder. Pero este vasto lindero, al mismo tiempo, implica un elemento de alarma para Caracas. Sobre todo si la OTAN, que persigue contener la presencia de Rusia en la región, asoma sus narices en esta zona de manera soterrada o explícita. En agosto pasado, el ministro de la Defensa de Venezuela, Vladimir Padrino López, se quejó en una conferencia que dio en Moscú de la expansión de la alianza en América Latina.
Maduro también maneja sus cartas. Una de ellas es su poder de influencia, vía Cuba, de cuyo gobierno Venezuela es una suerte de protectorado, para que Petro alcance una de las metas centrales que se ha trazado: la paz total para Colombia. Eso pasa por lograr un acuerdo con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), para lo cual La Habana sería un factor clave. Pasa, asimismo, por contener a la disidencia de las FARC. La otra carta con la que cuenta Maduro es la energética. A Colombia le quedan siete años de gas. Venezuela podría suministrárselo porque cuenta con sobradas reservas. También dispone Maduro de una carta nada desdeñable: sus cultivadas relaciones con Rusia y China. Rusia fue declarado en la última cumbre de la OTAN como la “mayor amenaza” para la alianza. Y China, como un “desafío sistémico”.
La académica norteamericana Angela Stent destaca en su libro El mundo de Putin que el acontecimiento más importante de la era del ex agente de la KGB es el acercamiento de Rusia a China. Stent hizo el comentario antes del conflicto en Ucrania. Aun así, sigue teniendo peso. Es en un contexto en el que Washington, Pekín y Moscú se disputan el liderazgo a escala mundial (incluida América Latina) en el que Petro y Maduro van a interactuar. Esa atmósfera geopolítica, además, está contaminada por el crimen transnacional y por el narcotráfico. ¿Cómo se moverá Petro en este tablero? Quizás ocupe el rol del fiel de la balanza. El gran moderador. Esa conjetura tampoco se le debe escapar a Maduro, que se siente más próximo al ex guerrillero del M-19 que a Iván Duque. Simpatía con cautela. Otra hipótesis: que Petro saque un as de la manga y opte por una fórmula de izquierda radical. No pareciera. El marxismo escolástico no encaja en su perfil actual. El tiempo dirá.
(Caracas, 1963) Analista política. Periodista egresada de la Universidad Central de Venezuela (UCV).