El primer martes de noviembre del 2002 fue un gran día para el Partido Republicano. Por primera vez en más de ochenta años, los votantes no castigaron al partido en el poder en las elecciones de medio término. Pero el electorado norteamericano no sólo evitó el castigo: recompensó al partido del presidente con una victoria abrumadora. Los republicanos mantuvieron el control de la Cámara de Representantes y recuperaron, con dos victorias dramáticas, el mando en el Senado. Por si fuera poco, tres gubernaturas clave, que aparentemente estaban en riesgo, se quedaron vestidas con el tradicional rojo del partido de la derecha en Estados Unidos. Los demócratas no pudieron ganar en Tejas ni lograron recuperar Nueva York. Mucho menos alcanzaron su soñada meta, la añorada venganza del 2000: arrebatarle Florida a Jeb Bush. Nada, ni siquiera eso. Después de años de bonanza clintoniana, los demócratas viven su hora más oscura.
Los republicanos deben dar gracias a muchos personajes. Primero que nada, deberán agradecer al presidente Bush. Su creciente popularidad y su esfuerzo en los días previos a la elección fueron centrales para que varios candidatos republicanos se alzaran con la victoria. La labor de Bush tiene una explicación: las elecciones legislativas (y las estatales, para gobernador) eran centrales para que el presidente siguiera adelante con su agenda doméstica e internacional. Pero, más importante aún, el triunfo en dos o tres contiendas era absolutamente necesario para garantizar una reelección en el 2004, asunto que, ahora, parece casi un hecho.
El partido en el poder también debe agradecer la aparición de ese azaroso fantasma que, para desgracia de los demócratas, se paseó por los pasillos del Capitolio en el momento menos indicado: la muerte. En el 2000, el Partido Demócrata perdió a Mel Carnahan, candidato para el Senado por Misuri. Aquella elección, sin embargo, estaba demasiado próxima y el candidato republicano no pudo aprovechar el vacío: la viuda de Carnahan, Jean, ganó el escaño de su marido. Pero la historia fue diferente esta vez. Jean Carnahan pagó su novatez política y perdió, por el más estrecho de los márgenes, frente a su retador, un republicano que, para colmo, se apellida Talent.
La muerte también se vistió de rojo en uno de los episodios más tristes de la campaña del 2002. El senador demócrata Paul Wellstone, un carismático campeón de lucha grecorromana y amigo de México, perdió la vida en un accidente aéreo un par de semanas antes de la elección. En una apuesta temerosa, los demócratas postularon a Walter Mondale, veterano de mil batallas, para tratar de llenar los zapatos de Wellstone. La desaparición de Wellstone bien pudo significar el mayor golpe de suerte de la campaña para los republicanos. Mondale perdió frente a Norm Coleman, el exitoso ex alcalde de Saint Paul.
Pero más que demostrarle gratitud a Bush o al negro azar, los republicanos le deben poner un altar a su gran estratega. Los hombres del presidente contaron con el apoyo de un hombre que salió de la oscuridad, con prodigiosa inteligencia y táctica de ajedrecista, para darle nueva vida a un partido que parecía perdido en el recuerdo de la Guerra Fría. Todos los senadores, representantes y gobernadores republicanos deben prepararse para enviar una invitación con letras de oro, para su próxima convención, al personaje que hizo posible el triunfo en el 2002: Mister Osama Bin Laden.
Sin Bin Laden, sin los ataques del 11 de septiembre, la victoria republicana sería impensable. Ahora es posible saber, al menos en términos de política local, hasta qué grado lo ocurrido en Nueva York fue un parteaguas. La cosa es sencilla: el 9-11 cambió la historia política de Estados Unidos. Tradicionalmente, el partido en el poder sufre derrotas significativas en las elecciones de mitad de periodo. Pero la tradición se acabó cuando apareció en el escenario Mr. Bin Laden y el resto de sus barbados asesores. El electorado norteamericano dejó atrás años de historia y comportamiento predecible, y ahora optó por darle un respaldo absoluto al presidente en tiempos de guerra. George W. Bush tiene ya ese mandato simbólico que se le escapó en el 2000. Ahora puede presumir de tener el apoyo absoluto de su gente en los tres ámbitos centrales de la política de Estados Unidos. Al más puro estilo republicano, vendrán nombramientos conservadores para la Suprema Corte y más recortes impositivos. Y, por supuesto, seguirá creciendo el nido de los halcones. Lo que hace dos años parecía un mal chiste, ahora es una realidad: Bush llegó para quedarse. Thank you, Mister Bin Laden. ~
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.