La transparencia en la política española es a menudo solo un adorno retórico. Salvo en contadas ocasiones (¿qué partido se la toma realmente en serio? Incluso hay pocos medios que la aprecien en toda su amplitud, de manera no selectiva, como Civio) aparece en el debate público simplemente como una declaración de buenas intenciones. El político pide transparencia en la oposición porque así ataca al gobierno. El gobierno defiende su opacidad en base a una especie de sentido y responsabilidad de Estado. Sigue la máxima del jefe de gabinete del primer ministro en la serie Yes, minister: “El Gobierno Abierto es una contradicción en términos: Puedes ser abierto o puedes ser un gobierno”. Hay quienes justifican esto con una especie de pragmatismo o maquiavelismo. La transparencia sería una especie de pecado o ingenuidad del gobernante.
Filósofos como Byun-Chul Han han criticado la reivindicación de gobiernos más transparentes como una especie de fetichismo voyeurista. Y a veces lo es. El periodismo necesita desvelar secretos para sentirse útil, incluso cuando esos secretos solo alimentan el cotilleo. Es una actitud común en los medios estadounidenses, que desvelan la tasa de colesterol de un político y piensan que están ejerciendo de contrapoder al hacerlo. Pero en otras muchas ocasiones la transparencia es algo mucho más sencillo: si no puedo observarte no puedo controlarte. Hay gobiernos que han de ser más vigilados que otros, por sus tendencias autoritarias, su unilateralismo o decisionismo y su endogamia. El gobierno de Pedro Sánchez es uno de ellos.
El PSOE de Pedro Sánchez es una combinación de tecnocracia blanda de consultoría y aparato dogmático old school. La tecnocracia blanda de consultoría habla de transparencia, big data, emprendeduría e intenta imitar al ala corporativa-Silicon Valley del Partido Demócrata estadounidense (un provincianismo en el que, siendo justos, caen todos los partidos españoles, que contratan a bombo y platillo a becarios de la campaña de Obama en Idaho en 2012 como si fueran realmente asesores en la Casa Blanca). Esta ala tecnocrática del partido choca con la cerrazón estilo Politburó del aparato, donde existen políticos de “raza” (algo que suele decirse de manera elogiosa y debería ser lo contrario) como José Luis Ábalos, Adriana Lastra o Rafael Simancas (este último tiene un don especial para defender lo indefendible con fervor partidista), capaces de vender un día algo con entusiasmo y disciplina y al día siguiente negarlo o rechazarlo. No es inconsistencia o incoherencia, es lealtad dogmática.
El verdadero problema hoy no es el partido, que siempre ha tenido tendencias endogámicas y que las ha ocultado tras una especie de promesa de modernidad: si quieres ser moderno, europeo, que mira hacia el futuro, no te queda otra. El verdadero problema es que el partido es hoy el gobierno y el gobierno, el partido. Y los profesionales que han entrado al gobierno desde fuera del partido han tenido que convertirse irremediablemente en partido.
Ha pasado con la economista Nadia Calviño, con el juez y ministro de interior Fernando Grande-Marlaska, con la exministra de interior y ahora fiscal general Dolores Delgado o con la ministra de exteriores Arancha González Laya (la culpa, claro, no la tiene solo quien contamina sino quien se deja contaminar y asume un rol político y “politizado”; Marlaska, por ejemplo, se ha acostumbrado muy rápido a su función de ministro de ley y orden y da la sensación de que llevaba años esperando la oportunidad de ser realmente dogmático desde el poder político, después de una carrera como juez con fama de duro).
Tres ejemplos de perfiles técnicos plegados al poder político durante la crisis de la covid-19. En una reciente entrevista con Ana Pastor en El Objetivo, la ministra Laya se defendía así de las acusaciones de opacidad: “Cada país elige su método de transparencia. Yo no creo que se pueda decir que no somos transparentes”. El epidemiólogo jefe del gobierno, Fernando Simón, ha sido en ocasiones un buen divulgador sobre la crisis de la covid-19, en otras ha funcionado como un dique de contención frente a las críticas al gobierno (especialmente con respecto a las manifestaciones del 8 de marzo).
El jefe de la Guardia Civil afirmó que el cuerpo busca “por un lado, evitar el estrés social que producen los bulos y, por otro, minimizar el clima contrario a la gestión de crisis por parte del Gobierno”. Un perfil técnico, que debe ser neutral, se convierte en un perfil político a las órdenes de una campaña de propaganda (el problema de los bulos y el supuesto “estrés social” que producen, en mitad de una pandemia que ha matado a decenas de miles de personas, es tan artificial que provoca sonrojo).
Una de las claves del gobierno de Pedro Sánchez es el cierre de filas. Antes de su llegada al poder existía un debate amplio sobre las discrepancias entre barones autonómicos; ahora ese debate no existe. El partido hoy está moldeado a imagen y semejanza del líder, que busca constantemente una reafirmación de su poder. En la esencia de la manera de gobernar de Pedro Sánchez (aspirar a la rendición incondicional del adversario, la unilateralidad, el dogmatismo, los decretos leyes, la ética de la excepcionalidad) está la falta de transparencia y control. En la crisis de la covid-19 se observa nítidamente.
El gobierno ha incluido en un decreto ley sobre medidas económicas contra la covid-19 una modificación de la ley del CNI para incluir a Pablo Iglesias en su comisión de control, ha hecho compras defectuosas de material sin consultar a las Cámaras de Comercio, ha afirmado consultar a expertos que han negado haber sido consultados, no ha comunicado decisiones trascendentales ni a la oposición ni a sus aliados, ha filtrado las preguntas telemáticas de medios críticos.
Intentó ampliar el Estado de alarma durante un mes cuando hasta ahora se había hecho cada 15 días (lo que implicaría el fin del control parlamentario hasta septiembre, ya que en verano el congreso se cierra) y finalmente rectificó, ha permitido a País Vasco, bajo criterios desconocidos, pasar a una fase 1 a la carta cuando la comunidad realmente no estaba preparada, ha impedido a la Comunidad de Madrid pasar a la fase 1 bajo criterios igual de desconocidos, ha citado en numerosas ocasiones un informe inexistente de la Universidad de John Hopkins (y lo ha seguido haciendo incluso tras descubrirse que no existía).
Ha proporcionado datos irreales sobre número de tests realizados y cambiado de criterios de contabilidad, y ha criticado el uso de las mascarillas para luego convertirlo en algo obligatorio (Fernando Simón ha sugerido que si no se recomendaban antes era porque no estaban disponibles, pero realmente no es así: durante semanas se desaconsejó, bajo argumentos sanitarios, su uso).
Pero quizá la estrategia de opacidad que más utiliza, y en la que más insiste, es la de ocultarse tras la ciencia. El gobierno se esconde tras criterios técnicos que no hace públicos y tras expertos que la ciudadanía desconoce. Como explica Rafael Méndez, no es solo que “las leyes de Salud Pública y de Transparencia obliguen a publicar los nombres de los comités y de los expertos que asesoran en materia sanitaria, sino que ya hay sentencias a favor de la publicidad de estos datos”.
El gobierno toma decisiones relevantes para millones de personas, que restringen su movilidad y sus derechos civiles, sin informar qué criterios ha seguido. Sabemos que Madrid está muy por detrás en rastreo y atención primaria y que esa es quizá una de las razones por las que no pasó a Fase 1, pero esto lo sabemos gracias a filtraciones y a análisis de periodistas, no gracias al gobierno, que además ha anunciado que hará públicos sus criterios de desescalada a posteriori (cuando ya se hayan tomado las decisiones).
Las decisiones sobre estado de alarma, confinamiento, cierre o no de determinados sectores, fases de desescalada, son en buena medida políticas. Pero el gobierno usa la ciencia para no tener que explicar qué criterios o juicios políticos hay detrás de esas decisiones. Algunos ejemplos. Pedro Sánchez el 9 de abril: “sabemos que es imprescindible consolidar lo que con tanto dolor y sufrimiento hemos conseguido en este plazo. Y eso es algo que solo conseguiremos si mantenemos el Estado de Alarma hasta que los científicos así lo consideren.” Los científicos (¿quiénes?) no pueden determinar el mantenimiento de un Estado de alarma.
“El primer criterio ha sido confiar la dirección técnica a los expertos, son los científicos quienes nos tienen que marcar el camino”. Irene Montero, preguntada por el 8-M: “Hicimos lo que nos dijeron los expertos”. Pero no había ningún consejo de expertos sobre el tema en España previo al 8-M y solo existía una Comisión Interministerial sobre el Coronavirus (presidida por Carmen Calvo) cuyos miembros eran desconocidos. Una frase ligeramente siniestra de Pedro Sánchez en el Congreso: “la sociedad española […] asumió el liderazgo de los expertos y de las autoridades sanitarias y acató sus instrucciones y recomendaciones con responsabilidad y también con disciplina social.”
Ocultarse tras los criterios técnicos es una forma de opacidad. Como han recordado los politólogos Andrés Velasco y Tim Besley, “Es peligroso que los políticos ignoren el consejo de los expertos. Pero es igual de peligroso que los políticos externalicen sus decisiones a expertos, especialmente si el margen de error es enorme y las recomendaciones a seguir son muy inciertas.” El gobierno intenta convencer a la ciudadanía de que hay solo un camino posible, cuando hay varios. Cada país ha afrontado la pandemia de diversas maneras. La ciencia, y más en una crisis como la actual, no es unívoca.
El gobierno hace tanto hincapié en la opinión de los expertos porque ha cultivado una autoimagen de azote ilustrado de las fuerzas de la oscuridad, del populismo de derechas anticientífico. La estrategia de Pedro Sánchez es venderse como la única alternativa moderna, racional, frente a la ultraderecha. Ha copiado la estrategia del antitrumpismo y el anti-Brexit de elevar la ciencia como estandarte contra el populismo (una estrategia ligeramente estúpida si lo que se quiere es recuperar a una población cansada de tecnócratas bienintencionados). No es necesario que en esa lucha científica contra la irracionalidad haya un aumento del presupuesto en ciencia, tampoco hace falta aplicar criterios científicos a la propia gobernanza.
La ciencia funciona aquí como la transparencia: ejerce un papel estrictamente simbólico, lanza un mensaje de modernidad y seriedad. Si uno se compromete con la Ciencia, ya no necesita seguir el método científico. La vicepresidenta para la Transición Ecológica, Teresa Ribera, dijo que el gobierno estaba haciéndolo mejor que otros países, que estaban recomendando beber lejía (en referencia a Trump). También hizo declaraciones poco “científicas”, como sugerir que España había sufrido más que Portugal porque el virus “venía del este y ellos están un poco más al oeste y entonces pudieron para un poco antes”. Carmen Calvo, que supuestamente dirigió la Comisión Interministerial sobre el Coronavirus, dijo que “Nueva York, París, Teherán y Pekín están casi en línea recta, y son tres de las grandes ciudades donde se ha dado un problemón del demonio.”
Pedro Sánchez ha gobernado siempre con una política de hechos consumados y unilateralidad, y la situación de excepcionalidad de la covid-19 le permite continuar con esa estrategia. Si antes las decisiones se justificaban en base a una especie de urgencia social (que solo el gobierno conseguía definir, aunque muy vagamente) ahora se justifican con una urgencia social real. En la posdemocracia liberal, la rendición de cuentas no funciona como en los libros de texto de política. Realmente el poder no necesita dar explicaciones, y eso Pedro Sánchez lo sabe.
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).