Morena, el partido gobernante en México, camina por el sendero de la consolidación institucional. Con ocho años de vida y cinco dirigencias nacionales, se decidió por fin a renovar su Comité Ejecutivo Nacional y, por ende, a elegir el rostro que usará para las elecciones presidenciales mexicanas en 2024.
El Comité Ejecutivo Nacional es la autoridad última del partido. La autoridad formal, quiero decir. El partido sigue trabajando a la sombra de su líder histórico Andrés Manuel López Obrador, pero el CEN es, para fines normativos, lo que le da legitimidad a las decisiones ideológicas y a la elección de candidaturas.
Por eso es tan importante que Morena finalmente haya cumplido con este proceso interno largamente pospuesto. Se decantaron por una elección abierta y el resultado fue agridulce. Los adversarios y los perjudicados del club vieron acarreo y compra de votos. Los beneficiados leyeron la afluencia (aseguran que ronda los tres millones) como una señal de crecimiento y compromiso. Desde afuera, lo que se ve es capacidad de movilización del partido y, en una segunda lectura, la naturaleza antidemocrática de esa capacidad.
En algunos espacios afirmé que la violencia observada y las primitivas prácticas de fraude eran normales. Equivoqué el término. Lo que quise decir era “esperables”. No son una señal de debilidad interna o de retroceso en la ruta institucional de Morena, sino la marca de su temperamento. El partido ha transitado ya por un proceso de burocratización y crecimiento territorial auténtico del que carecía cuando triunfó en la elección presidencial de 2018. No solo eso: ha producido grupos y liderazgos autónomos. Es cierto que aún están bajo la égida presidencial, que sigue funcionando como armadura divina, pero también es cierto que la presidencia ya no es el exoesqueleto de un organismo sin estructura interna.
La naturaleza local de los conflictos lo evidencia, pero quizá sea más claro al observar la dinámica del partido en algunos de los estados en donde gobierna. La autonomía política de Veracruz es un ejemplo y como contraejemplo no funciona la subordinación política en la Ciudad de México, pues esa es una característica personal de la jefa de gobierno, no un rasgo de la estructura partidista.
Lo que sucedió en la elección interna no es una muestra de la fragmentación de Morena, ni de su debilidad, ni de su regreso a la tribalidad de un movimiento. El presunto uso de recursos públicos, el registro de la compra de votos, la mutilación de los derechos de la militancia y la indebida ventaja de los funcionarios sobre los militantes son las herramientas que han elegido para fortalecer al partido y, por lo tanto, más que factores de debilidad son indicadores de la personalidad despótica que le construyen.
No temo equivocarme al afirmar que Morena es más partido hoy que ayer. Es peor, también.
es politóloga y analista.