Ivan Krastev, nacido en Bulgaria en 1965, director del Centro de Estrategias Liberales en Sofía (Bulgaria) y del Instituto de Ciencias Humanas (IWM) de Viena, es uno de los principales pensadores contemporáneos sobre la libertad, la democracia y el descontento político. Es autor de libros iluminadores como After Europe, La luz que se apaga (con Stephen Holmes) y Cómo la pandemia cambiará el mundo. Filósofo de formación, columnista del Financial Times y colaborador de numerosos medios internacionales, Krastev tiene una mirada clarividente para analizar los acontecimientos contemporáneos, detectar tendencias o patrones inesperados y expresar sus observaciones con fórmulas memorables y anécdotas divertidas.
Krastev estuvo en México para La libertad de vuelta, un encuentro organizado por Letras Libres y apoyado por Open Society Foundations y Arte y Cultura. El evento conmemoraba el 35º aniversario del Encuentro Vuelta, que, poco después de la caída del muro de Berlín, reunió a numerosos intelectuales y disidentes de Europa del Este junto a escritores de Europa occidental y de América. En esta conversación, celebrada en El Colegio Nacional, hablamos de cómo vemos ahora los años noventa en comparación con cómo los vivimos entonces, de los desafíos a los que se enfrenta Europa, de los efectos de la presidencia de Trump y de por qué, según él, vivimos en tiempos revolucionarios.
A menudo recordamos los noventa como un periodo de optimismo, pero usted dice que no fue exactamente así.
Ahora vemos todo ese periodo como si fuera uno solo. Y no fue así. El final de la Guerra Fría se percibió como una crisis en Occidente. Si vamos incluso al famoso texto de “¿El fin de la Historia?” de Fukuyama –y hablo del artículo, que tenía signos de interrogación–, algo muy importante en ese texto, publicado en la primavera de 1989, es que no había ninguna expectativa de que la Unión Soviética fuera a desintegrarse. La idea era simplemente que dejaría de ser un Estado comunista y que sus relaciones con otros países serían mucho más cooperativas.
Después, todo ese discurso sobre el “Nuevo Orden Mundial” de George H. W. Bush, cuando decía que estábamos “después de una guerra”, no se refería a la Guerra Fría. Era la guerra de Kuwait, la guerra del Golfo. Y la guerra de Kuwait se percibió como el modelo del mundo por venir, es decir, soviéticos y estadounidenses actuando juntos. Obviamente, los soviéticos eran el socio minoritario, pero durante varios años no hubo un solo veto en el Consejo de Seguridad de la ONU. Y luego vino la desintegración y la guerra en Yugoslavia, que se percibió de manera extremadamente dramática porque la pregunta era: “¿Y si esto ocurre en la Unión Soviética?”. De ahí la enorme preocupación estadounidense por los misiles nucleares soviéticos, y luego las negociaciones con Ucrania, las negociaciones con Kazajistán.
En segundo lugar, si uno escucha las interpretaciones, incluso de estadounidenses en el siglo XXI, van a atribuirse el mérito de la desintegración de la Unión Soviética. Pero entonces esa no era la política oficial estadounidense. El presidente Bush fue a Kiev y les dijo que no votaran a favor de la independencia. Y lo subrayo porque, de forma accidental, en aquellos primeros años, dominados por la incertidumbre, se tomó una decisión importante que ahora podría ponerse en cuestión. Y la decisión fue: no vamos a crear nuevas instituciones; simplemente vamos a integrar lo que viene del Este en las instituciones de Occidente.
La gran cuestión era si se podía cambiar el Este sin cambiar el Oeste. Para muchas personas no estaba claro hasta qué punto el modelo democrático liberal occidental dependía de la Guerra Fría, de la existencia de la Unión Soviética como un cierto tipo de enemigo. Y entonces el modelo alemán se convirtió en el modelo de integración.
Alemania del Este fue básicamente integrada en la Alemania Occidental. Europa del Este iba a integrarse en la Unión Europea. Y no es casual que, de una manera curiosa, en los años noventa la gente envidiara a los alemanes del Este. Decían: “Tienen suerte, reciben todo ese dinero, todo es mucho más fácil para ellos. Tienen la lengua, tienen las oportunidades”.
Eso ha cambiado un poco.
Ahora los alemanes del Este son los más amargados, frustrados y resentidos de todos los países de Europa del Este que pasaron por la transición.
Así que el problema es que todo ocurrió de forma muy sorprendente. Y, como resultado, esos temores se olvidan. Hubo un momento de euforia, y ese momento llegó después de la operación de la OTAN en Kosovo.
Esa euforia se basó en distintos elementos, porque, paradójicamente, fue una guerra trágica: no era una guerra por el petróleo, ni por su importancia geopolítica –¿a quién le importa Kosovo?–. Era algo así como una guerra humanitaria clásica.
Pero el problema es que no puede reproducirse en ningún otro sitio. Puedes hacerlo en Kosovo y en ningún otro lugar. Y, además, fue una guerra en la que la OTAN no perdió un soldado, o perdió muy pocos.
Y esto tuvo, por cierto, un efecto muy negativo en Rusia. Durante el bombardeo de Yugoslavia, un 38% de los rusos cambió su percepción de Occidente de positiva a negativa. Y eso explica uno de los fenómenos interesantes de hoy. En el contexto de la guerra de Rusia en Ucrania, se habla mucho de “la guerra”. Y se oye a muchos políticos europeos decir que es la primera gran guerra en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. La guerra de Yugoslavia ha desaparecido.
Pero ha desaparecido porque no sabemos cómo hablar de ella. Y, en segundo lugar –otro tema importante para mí–, ahora, cuando cuando pensamos en 1989, vemos cosas muy relevantes que entonces no veíamos y que ahora sí vemos. Para nosotros, 1989 fue simplemente la revolución liberal.
Pero depende del lugar en que estuvieras.
Exacto. Si estabas en Afganistán en 1989, era la gran hora del islam radical. Los talibanes habían derrotado a una superpotencia como la Unión Soviética. Si estabas en China, de pronto resultó que la resiliencia del sistema comunista era mucho más fuerte de lo que se esperaba. Si, por ejemplo, estabas en Sudáfrica –eso es lo que vio Elon Musk–, era el verdadero final del poder colonial blanco. De repente, todos esos otros fantasmas de 1989 están volviendo.
Y hoy, para el gobierno estadounidense, la minoría más importante son los blancos sudafricanos. De pronto la gente empieza a entender que quizá Tiananmén fue más importante que la caída del muro de Berlín, y como consecuencia empezamos a poner en cuestión ciertas suposiciones que ya no se sostienen. Para mí, la lección es otra.
Ahora que todo el mundo habla de Trump, de lo que está pasando –y es crucial–, el cambio de bando político de Trump es tan importante como el cambio de bando de Gorbachov. Desde ese punto de vista, una cosa es tener una crisis de la democracia liberal mientras Estados Unidos sigue apoyándola. Y algo totalmente diferente es que Estados Unidos cambie de lado y la gente se haga la ilusión de que no es así. Eso no significa que la democracia liberal vaya a desaparecer: por cierto, los regímenes comunistas de Corea del Norte y Cuba han sobrevivido todos estos años.
Pero, por supuesto, es una situación geopolítica completamente distinta. Y lo digo porque, mientras todos nos concentramos en Trump y en la crisis del liberalismo, probablemente están ocurriendo muchas otras cosas en otros lugares que no vemos. Y eso es importante si pensamos en las lecciones de 1989.
Hubo algo en 1989, y en el optimismo, que ahora es distinto, no solo para los liberales sino para todo el mundo. Parte de la magia de 1989 fue que, durante un breve periodo de tiempo, casi todos tuvieron la sensación de que estaban ganando.
Para muchos en la izquierda, Gorbachov era muy importante… No era solo la crisis de los regímenes comunistas, sino también una especie de triunfo de la idea socialista: liberar el socialismo de su pasado comunista.
Para la gente de derechas, el gran enemigo había sido derrotado. Y, para los liberales, había una revolución, pero era una revolución pacífica. Así que durante un periodo muy corto, 1989 fue el momento en el que todo el mundo tuvo la ilusión de que el futuro estaba de su lado.
Ahora, ni siquiera los que ganan –por ejemplo, las fuerzas iliberales en muchos países– son optimistas. De algún modo vivimos atravesados por estas ansiedades apocalípticas. Y eso es muy distinto.
No es que los liberales no estén contentos. El problema es que los antiliberales tampoco tienen la sensación de que la historia esté cambiando y vaya a estar de su lado a partir de ahora.
Usted cree que vivimos tiempos revolucionarios. Recuerdo su texto “Liberalism in the End Times”, en Prospect.
Siempre he creído que el liberalismo nunca lo ha pasado bien en tiempos de cambio revolucionario.
Históricamente, conocemos dos tipos de liberalismo. Uno es el liberalismo prerrevolucionario, que muy a menudo proviene del sector más progresista de las élites gobernantes. Trata de otorgar más derechos a la gente e incluir a más personas en la sociedad. Y, siendo honestos, trata de evitar la revolución.
Y luego está el liberalismo postrevolucionario, el de personas como Benjamin Constant y otros que habían apoyado la revolución y quedaron profundamente traumatizados por sus excesos. Intentan garantizar que el terror no vuelva.
En ese artículo, menciona una anécdota que cuenta Michael Ignatieff. Al abate Sieyès, un liberal, le preguntan qué hizo durante el Terror revolucionario. “Sobreviví”, responde.
Es una historia importante porque, en un tiempo de cambio revolucionario, la cosa no va de reglas, no va de frenos y contrapesos; va de capturar la imaginación política de la gente. Y eso puede ir, por cierto, en diferentes direcciones.
Como consecuencia, cualquier forma de moderación, cualquier forma de contención, no se percibe bien. En momentos así, la política funciona de otra manera: es un juego en el que tienes que hacer algo transgresor. Y eso te vuelve popular, te da legitimidad, porque la gente está preparada para el cambio, para cualquier cambio. Por supuesto, no puede durar para siempre.
Cada revolución, para empezar, es plural. Todo gobierno revolucionario es, de algún modo, no solo una coalición de partidos, sino una coalición de revoluciones distintas.
Y podemos verlo en Estados Unidos ahora mismo.
A mi juicio, la parte más importante de este momento revolucionario es que todas las identidades van a cambiar. Por ejemplo, Trump cambió el Partido Republicano. También está cambiando la identidad de Estados Unidos. Básicamente les dijo a los estadounidenses: “Nuestra excepcionalidad era nuestra vulnerabilidad”. Dijo: “No queremos ser mejores que los demás. Solo queremos ser más fuertes que los demás”.
Pero cuando Estados Unidos cambia, todos los demás cambian. China cambia, Europa cambia, como estamos viendo de manera dramática.
De modo que, en cinco o diez años, el juego será otro y los jugadores serán otros.
¿Cree usted, como dicen muchos, que este va a ser el final del liberalismo?
No. Pero no será el mismo tipo de liberalismo. Se basará en ciertas experiencias que van a producirse en estos cinco o diez años. En algunos aspectos, las cosas seguirán siendo las mismas –por ejemplo, el poder limitado, etcétera–. Pero lo que significa tener un poder limitado en la era de la IA no es lo mismo que significaba antes.
Y esta combinación entre revolución tecnológica y cambio político, sumada a todos esos cambios climáticos que van a producirse, hagamos lo que hagamos, crea una situación totalmente nueva. Y, en mi opinión, la pregunta estúpida es tratar de ver cómo conservar el statu quo, defender el statu quo. Es un juego condenado al fracaso.
El problema es cómo intentar imaginar un futuro en el que puedas moldear ciertas cosas que son importantes para ti. Va a ser distinto de un lugar a otro. Habrá tendencias globales, pero también muchas decisiones que tomar.
No se basará en grandes teorías. Por ejemplo –espero equivocarme–, mi impresión es que el siglo XX ha muerto políticamente. El siglo XX produjo dos grandes experiencias, el fascismo y el comunismo, que estructuraron la vida social.
Ambos mundos han muerto. Ya no puedes movilizar a la gente con ellos. Biden habló de fascismo en la derecha, y no ganó por eso. Y la derecha habló de comunismo –con Mamdani en Nueva York– y tampoco ganó.
Vamos a hacernos cargo de nuevos mundos. Tradicionalmente las sociedades están gobernadas por la pobreza de imaginación. A la gente le cuesta imaginar algo distinto de lo que ve o conoce. Pero hay momentos en los que la sociedad está gobernada por el poder de la imaginación. Y puede ser también una imaginación delirante. No tiene por qué ser coherente.
En un momento así, la intensidad desplaza a la consistencia. Y creo que en un momento como este eso va a operar de manera distinta en diferentes lugares. Porque, paradójicamente, en esta coyuntura la historia vuelve. Y esa historia es muy nacional. Y tampoco es fácil entender al otro, porque el otro ya no es lo que solía ser.
¿Qué cree que va a pasar con Europa?
Europa tiene el mayor desafío de todos. Porque Europa ha sido la gran ganadora de las tres últimas décadas. A comienzos del siglo XX, Europa era el mundo. De una u otra forma, los imperios europeos gobernaban la mayor parte del mundo. No es casual que la Primera Guerra Mundial se llamara también la “guerra europea”.
Y luego vino la tragedia de la Primera Guerra Mundial. Después llegó la Segunda. Y, tras la Segunda Guerra Mundial, Europa fue el escenario donde se representó la gran obra dramática de la Guerra Fría. Todo giraba en torno al Berlín dividido. Después del final de la Guerra Fría, Europa dejó de ser el escenario central por varias razones, económicas y de otro tipo.
El foco se desplazó hacia Asia y el Pacífico. Estados Unidos fue siendo menos una potencia europea de lo que había sido, y lo mismo Rusia. Pero Europa encontró un papel para sí misma. Se posicionó como el laboratorio del mundo por venir: la integración europea.
Tenías una economía de tamaño continental. Tenías estos Estados postsoberanos, posmodernos. Y, la verdad, fue un experimento valiente. Logró mucho. Europa se convirtió en un modelo imitado en muchos lugares. Durante todo ese tiempo, Europa miraba a su alrededor.
El cliché era que estábamos rodeados de futuros miembros. Y la idea era cómo íbamos a transformarlos. En la última década, especialmente tras la anexión de Crimea, el problema dejó de ser cómo íbamos a transformarlos para ser cómo íbamos a evitar que nos transformaran a nosotros.
Europa pasó de ser misionera a convertirse en un monasterio. Quizá no íbamos a transformar a los demás, pero queríamos preservar nuestro modo de vida. Y luego llegó la guerra a gran escala de Rusia en Ucrania. Y luego llegó Trump. Eso significa que el proyecto europeo tiene que cambiar de forma dramática.
Dice usted que Europa estaba obsesionada no tanto con sus fracasos como con sus éxitos.
Por ejemplo, el mayor éxito europeo es que hizo que la guerra fuera inimaginable en el continente. En segundo lugar, uno de los grandes proyectos europeos fue crear un sistema económico muy competitivo dentro de la Unión Europea. Pero precisamente por eso no hemos conseguido desarrollar grandes empresas globales capaces de competir a escala mundial, porque todas nuestras normas de competencia se centraban en impedir que alguien dominara el mercado europeo.
Eso era acorde con el interés de los países pequeños y medianos. Tiene sentido, pero ahora juega en nuestra contra. Así que, desde ese punto de vista, la Unión Europea va a verse obligada a reinventarse mañana.
¿Cómo sería esa reinvención?
Todos los clichés de ayer, tanto de los proeuropeos como de los antieuropeos, han dejado de servir. Si la Unión Europea va a sobrevivir y salir adelante, paradójicamente será una mezcla extraña de integración y desintegración al mismo tiempo. Europa se integrará más en ciertos ámbitos y menos en otros.
Por ejemplo, la ampliación de la Unión Europea no va a estar impulsada tanto por el grado de semejanza entre los países como por el objetivo geopolítico de consolidar este espacio. Y, en cierto modo, esa es otra Unión.
Seguimos utilizando el lenguaje antiguo. Seguimos usando las viejas instituciones. El gran reto, en mi opinión, es lograr ver la situación como algo nuevo sin asustar a la gente.
Y, al mismo tiempo, los países se encuentran en posiciones diferentes por sus economías, por su historia, por su demografía. Así que tenemos que encontrar una nueva forma de lograr unidad, que no será solamente una unidad institucional, sino algo más. A la vez, esta crisis ha producido algunas cosas positivas.
Tras cada crisis, los europeos empiezan a saber mucho más sobre otros países europeos. Por ejemplo, con la crisis del euro, de pronto todo el mundo conocía la economía griega o el desempleo juvenil en España. De repente, los europeos vivían mucho más juntos.
Con la guerra en Ucrania, quedó claro que sí, hay posiciones e intereses diferentes, pero Europa no puede ser simplemente el vegetariano en una cena de caníbales. Tienes que hacer algo al respecto. Y en lo económico creo que los Estados nación, por razones comprensibles, tratan de quedárselo todo para sí mismos.
Pero si no se convierten en un verdadero mercado de capitales, nunca llegarán a ser un complejo tecnológico altamente desarrollado e innovador. Y también han cambiado nuestras relaciones con Estados Unidos, con Rusia, con Turquía; nuestra idea de atraer indios, japoneses y otros tiene sentido a cierto nivel, pero no resultamos tan atractivos ni tan poderosos como antes. Y, para muchos en el exterior, cuanto más débiles aparecemos, más agresivos se vuelven.
Parte del problema en las relaciones euro-rusas es que los rusos piensan en función de su propia historia. Ven a la Unión Europea como la última Unión Soviética. Si la ven así, harán cosas que no queremos que nos hagan. De modo que, desde ese punto de vista, es muy importante que la Unión Europea reconozca la situación.
Europa tiene muchos problemas, pero no es que los demás no los tengan. No querrías estar en Estados Unidos ahora mismo: es un país en el que el miedo a una guerra civil se respira en el ambiente. Y China es muy poderosa en cierto sentido, pero tiene problemas económicos y demográficos muy serios.
No sabemos si el modelo que les ha funcionado tan bien les permitirá afrontar esos retos. Rusia quizá esté sacando ventaja militar en Ucrania, pero a largo plazo ha sido una guerra totalmente desastrosa; una “operación especial” que debería haber terminado hace tiempo. En enero, la guerra en Ucrania será para Rusia más larga que la Segunda Guerra Mundial.
Y, dada la situación demográfica de Rusia y Ucrania, esto es devastador. ¿Cuánta gente ha muerto? ¿Cuánta gente ha dejado de nacer? En un contexto en que la demografía es tan importante.
Así que, desde este punto de vista, Europa no está en una posición radicalmente distinta de la de los demás. Incluso países que creen que están en ascenso, como China o Brasil, tienen sus propios problemas. En los años setenta, el estratega francés Pierre Hassner acuñó la expresión “decadencia competitiva”. Se preguntaba quién lo estaba haciendo peor, si el bloque soviético –imaginemos Checoslovaquia– o el mundo occidental –Vietnam–.
Y creo que para Europa es muy importante fijarse algunos objetivos a corto plazo y conseguir pequeñas victorias que permitan que la gente recupere confianza. Y serán compromisos políticos difíciles, porque evidentemente habrá que introducir algunos cambios institucionales.
No puedo imaginar que ningún país se adhiera hoy a la Unión Europea si eso implica que va a obtener un derecho de veto. Habrá que ofrecerles otros incentivos para unirse, lo que significa que, en el momento en que eso ocurra, la cohesión se verá desafiada. Pero ocurrirá.
El problema es encontrar una forma creativa de introducir esos cambios de manera que fortalezcan el proyecto. Siempre he creído que la fuerza de cualquier proyecto político importante reside en su supervivencia. Cada vez que sobrevives a una crisis, eres más legítimo a los ojos de tus ciudadanos.
Eso es lo que los Estados nación han hecho a lo largo de su historia. La Unión Europea no estaba preparada para decisiones trágicas. Y estamos entrando en una época de elecciones trágicas. El retorno de la tragedia: eso es lo que vemos.
No la muerte de la tragedia, sino su renacimiento.
Sí, absolutamente.
Ese argumento sobre la duración aparecía en su libro After Europe.
Sí, para mí es un argumento muy importante. Rilke tiene un poema famoso: “¿Quién habla de victorias? Resistirlo todo es la victoria”. Tienes que ser capaz de sobrevivir, tienes que tener capacidad de cambiar. En mi opinión, la capacidad de autocorrección es la característica más importante de cualquier sistema político. Y si logras ejercerla, eso es lo que realmente importa.
Y paradójicamente, en un momento como este, todo gobierno, todo liderazgo político se enfrenta a la elección entre rigidez y flexibilidad. Y sobre esto tengo una opinión muy clara: flexibilidad. No hay que tener miedo: ciertas reglas se van a romper, habrá que crear otras nuevas.
Y una de las cosas que veremos es que algunos problemas antiguos van a volver a Europa, y Europa tendrá que lidiar con ellos. Por ejemplo, Europa no tiene ninguna posibilidad de alcanzar algún tipo de autonomía en defensa si Alemania no crea un ejército mucho más fuerte. Por otro lado, eso coincide con el auge de AfD y de la extrema derecha en Alemania, lo que asusta a muchos.
Y, por cierto, también asusta a mucha gente de extrema derecha en países como Francia. Europa tiene que saber cómo enfrentarse a eso.
¿Los partidos extremistas son fenómenos transitorios o han llegado para quedarse?
Han llegado para quedarse, van a formar coaliciones. La cuestión es si van a integrarse en el sistema democrático o no, y cómo van a influir en él. En este sentido, muchas de las cosas que antes tenían sentido han cambiado.
Por ejemplo, se debatía si ciertos partidos debían ser ilegalizados. Puedes prohibir un partido si tiene un 5% de apoyo electoral. Si un partido tiene un 20%, más vale que no lo hagas. En segundo lugar, ¿puedes impedir ciertas coaliciones? No. Así que tienes que buscar nuevos relatos, nuevas formas, pero también nuevos objetivos.
Y esto ocurre en un momento en que mucha gente desconfía de la política y está frustrada. Sé que hoy todo el mundo quiere ser crítico con los políticos, pero es mucho más fácil ser comentarista político que ser quien toma las decisiones.
Así que reconocer los problemas reales a los que se enfrenta el liderazgo político debería formar parte del realismo que Europa necesita ahora.
A veces se dice: dejemos gobernar a los populistas, lo harán mal y después saldrán del poder. Usted dice que no: que la parte difícil es llegar al poder la primera vez, y que volver es más fácil.
Bueno, han vuelto. Al menos en Europa del Este. El señor Kaczyński salió del poder y volvió. Y lo mismo ha ocurrido en Eslovaquia, en la República Checa. Es distinto en cada país. Pero, para empezar, las políticas económicas de la mayoría de los partidos populistas no son tan diferentes de las de los partidos de la corriente principal.
Y uno de los efectos principales del populismo es que, como la covid, afecta a todo el mundo. Y nadie estaba vacunado. Incluso en países como Alemania, donde se creía que el sistema inmunitario era muy fuerte, evidentemente no es así.
Por tanto, debemos reconocer que lo que vemos no es solo una crisis de la democracia, sino la transformación de los regímenes democráticos. Hay cosas que es muy importante preservar, porque si no el país dejará de ser una democracia, pero otras cosas van a cambiar. No será lo mismo.
Usted también dice que hemos pasado de una situación en la que las apuestas eran muy bajas a otra en la que son muy altas.
En los años noventa, daba igual quién estuviera en el gobierno: obtenías la misma política. Y eso vuelve muy cínica a la gente. Ahora estamos en una situación en la que las apuestas son muy altas: pierdes unas elecciones y temes perder tu libertad, perder tu propiedad. Así que tienes que aprender a reequilibrar, a rebajar este juego de apuestas tan altas y, al mismo tiempo, hacer que la política vuelva a tener sentido para la gente, para que tengan un motivo para votar.
Le gusta la frase de Napoleón según la cual, para entender a un hombre, hay que pensar cómo era el mundo cuando tenía veinte años porque eso es lo que nos determina.
Las instituciones son importantes, pero lo más importante son los miedos de la gente, sus esperanzas. No son teóricos. Y, como resultado, los partidos políticos serán exitosos cuando logren movilizar esos miedos y esas esperanzas, y construir en torno a ellos una coalición más estable.
Pero el nivel de volatilidad es muy alto: volatilidad en los mercados y volatilidad en la política nacional. En Europa, en un país los populistas van a ganar, en otro van a perder. ¿Cómo construir un proyecto político en el que jueguen partidos muy diferentes?
Y ahí está la paradoja. Hace diez años había varios grandes partidos europeos de extrema derecha que veían el futuro de sus países fuera de la UE. Ahora tenemos a los mismos partidos, probablemente tan desagradables como antes, pero ninguno hace campaña por salir de la UE.
Todas las historias hablan de transformar la UE. Estamos en un momento en el que también se va a firmar una especie de nuevo contrato social a escala europea, y eso obligará a compromisos en todos los lados. Y, por supuesto, el presidente Trump y el presidente Putin serán dos de las sombras bajo las que se firme ese contrato.