Un papa malo

El inmenso poder del papa puede frenar avances sociales, blindar privilegios o exacerbar conflictos; también puede hacer la contrario. Por eso, la decisión de quién encabezará la Iglesia no es irrelevante fuera de esta.
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“Que Dios os perdone por lo que habéis hecho”, dijo Jorge Mario Bergoglio a los cardenales que lo habían votado en 2013. Fue una frase breve, linda, recogida por muchos medios dedicados a otear en los asuntos del Vaticano y se leyó como una señal de hermosa modestia. A mí  me gusta la frase por otra razón: la leo como una advertencia que va más allá de los muros de San Pedro y las almas de las beatas. Cuidado con lo que hacen porque el papado es una maquinaria de poder. Quien la asume hereda un cargo simbólico con impacto político y una estructura global con capacidad real de influencia. 

Además de la fuerza religiosa en el terreno espiritual, un papa –cualquier papa– tiene a su disposición una red diplomática con presencia en 183 países, con nuncios, emisarios y observadores que operan tanto en escenarios multilaterales como en conflictos discretos. México tiene relaciones diplomáticas con 192 países, pero les aseguro que los emisarios del Vaticano tienen una línea más aceitada no solo con gobernantes, sino con criminales, medios, universidades, organizaciones, poderes fácticos empresariales. Hace mucho que un papa no pone coronas ni firma tratados de libre comercio, pero tiene derecho de picaporte y un gigantesco altavoz. 

Además, tiene algo que ningún otro líder mundial posee: una red organizada de emisarios en cada país del planeta. Miles de parroquias, órdenes religiosas, escuelas, hospitales, universidades y organizaciones no gubernamentales responden, directa o indirectamente, a su autoridad moral. Son millones de fieles, pero también cientos de miles de clérigos y agentes de pastoral con presencia local, capacidad de movilización y peso social. Ningún jefe de Estado cuenta con una red de esa magnitud, financiada de forma estable, con llegada territorial y legitimidad espiritual. No conozco toda la estructura pero encuentro un dato revelador en un diario religioso: el número de sacerdotes en 2024 fue cercano al medio millón de personas. A eso se añaden obispos, diáconos, cardenales, guardias suizos, monjas, hermanos y directores de escuelas maristas más los laicos que se sienten inquisidores. Total, un poder inmenso.  

Ese poder se puede aprovecharse mal y hacer muchísimo daño. 

Es por ello que para el mundo secular la decisión de los cardenales encerrados en el Vaticano no es irrelevante. A los católicos les importa el rumbo de su iglesia y la vigilancia de su fe, pero a los no católicos (cuatro quintas partes del planeta) les interesa el formato del poder desde el papado. Por eso no da lo mismo quién ocupa ese lugar. Un papa malo –uno que desprecie la ciencia, que promueva el autoritarismo, que cierre puertas en lugar de abrirlas– puede ser una desgracia mundial. No gobierna territorios extensos ni comanda ejércitos, pero gobierna conciencias sin fronteras, legitima causas y abre o cierra debates. Su influencia se filtra en decisiones estatales, en agendas internacionales, en activismos de izquierda revolucionaria y en programas de derecha armada. 

Un papa con sensibilidad humanista, como lo fue Francisco, puede poner en el centro de la conversación global temas como el cambio climático, la migración o la desigualdad. Puede hablar ante el Congreso de Estados Unidos y citar a Martin Luther King. Puede decir que “esta economía mata” y abrir espacios de diálogo.

Pero también puede pasar lo contrario. Un papa que desprecie el pluralismo, que minimice los derechos humanos, que busque devolverle a la Iglesia un rol de policía moral, puede hacer mucho daño. No solo hacia adentro –bloqueando reformas, protegiendo abusadores, reprimiendo disidencias– sino hacia afuera: legitimando discursos autoritarios, validando alianzas con regímenes opresivos, bendiciendo modelos excluyentes y ordenando rigidez a sus parroquias.

Como político, el papa Francisco no detuvo guerras (que sepamos), ni convenció a Donald Trump de reorientar políticas, pero tampoco estuvo alineado con los villanos contemporáneos y eso ya lo pone en el lado luminoso de la historia política. ¿Qué seguirá ahora? No descarto posibilidades de pesadilla con repercusiones globales. 

Un papa malo no es un mal sacerdote. Es un mal jefe de Estado y un mal actor global que puede frenar avances sociales, blindar privilegios o exacerbar conflictos. Un papa alineado con discursos de odio, programas antiderechos, banderas antidemocráticas o movimientos anticientíficos puede no solo frenar avances, sino legitimar retrocesos. Puede alentar populismos religiosos, autoritarismos morales o regresiones culturales con el sello de lo sagrado… ¡y ya nada más eso nos faltaba en el mundo del siglo XXI! ~


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