Foto: Amy Katz/ZUMA Press Wire

Posverdad para liberales

Cuando se trata de ponerse del lado de Israel y condenar el terrorismo de Hamás, se percibe entre personas alineadas con la izquierda "liberal" una cierta cautela o una franca invalidación y crítica radical.
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El 7 de octubre pasado, el mundo entero fue testigo del acto terrorista más cruel en contra de judíos desde el fin del Holocausto. No quiero repetir lo que se ha descrito una y otra vez, pero sí deseo compartir las varias formas de desasosiego que surgen desde la periferia del hecho terrorista en sí.

En las últimas tres semanas, mi hebreo ha mejorado casi a niveles de cuando lo estudiaba diariamente en el colegio, debido al tiempo que he pasado tratando de descifrar las narraciones en redes sociales sobre el secuestro de una niña, de un anciano, de una familia entera; relatos sobre el asesinato de otros tantos en manos de extremistas fanáticos. Cada historia viene con fotografías de la persona en su vida diaria, en momentos felices, y con una descripción desgarradora de su secuestro o su muerte en manos de los terroristas. Quizás el recuento que más rompe el corazón es el de una madre que agradece que su hija pequeña ya esté muerta y no en manos de Hamás.

Nuevamente, igual que en otros conflictos que involucran a Israel, como la guerra que Hamás también inició en 2014, hemos leído un sinfín de posturas de miembros de la izquierda en Occidente que, a pesar de identificarse como “liberales” y, en general, decir que están a favor de los derechos humanos, parecen tener reservas para denunciar el acto intencional y genocida de Hamás porque hacerlo los confrontaría con sus lealtades ideológicas y partidarias. Muchas personas supuestamente alineadas con la izquierda “liberal” ­–esa que debería estar etimológica y esencialmente en contra de una organización terrorista que oprime a su propio pueblo– afirman estar preocupadas por no caer en el engaño de la posverdad, pero paradójicamente, son los primeros en descontextualizar y opinar de la manera que mejor se adhiera a su intuición más primitiva. Por eso, cuando se trata de ponerse del lado de Israel, percibimos una cierta cautela en el mejor de los casos, o una franca invalidación y crítica radical, en el peor.

Hace nueve años, en conversaciones con amigos, escuchaba con demasiada frecuencia: “entiendo que Hamás es una organización terrorista y que Israel no tiene alternativa más que defenderse, pero en mi posición de izquierda, me resulta problemático apoyar a Israel” o “me resulta difícil porque la respuesta es desproporcionada; el ejército de Israel es demasiado poderoso.” Entonces me preguntaba qué significa todo eso. ¿Tendría Israel que demostrar enorme sufrimiento, muerte y debilidad para legitimar su operación de defensa o para hacer que esta sea digna del respeto de las afiliaciones de izquierda o liberales? No lo creí entonces y hoy, muy tristemente, compruebo que el dolor extremo de los familiares de civiles asesinados con saña, secuestrados o quemados vivos tampoco es suficiente. Una vez más, y a pesar de las cruentas imágenes grabadas por los perpetradores con sus cámaras corporales –mismas que después difundieron ampliamente y con orgullo tanto en sus medios de propaganda como en las páginas de redes sociales de sus víctimas–, escuchamos a una cantidad importante de intelectuales y académicos de izquierda pronunciarse neciamente en contra de Israel en este conflicto. Las formas son variadas: desde la sutil y vieja metáfora de las hormigas negras y rojas agitadas en un frasco, hasta la justificación por la ocupación en Cisjordania. El asunto es que, para ellos, Israel “se lo merece” o “se lo buscó”. Sin embargo, cualquier persona con un mínimo de sentido común –ya no digamos empatía– sabe que un bebé, una familia que aún no despertaba en la mañana, una pareja de ancianos o un grupo de jóvenes bailando en un festival por la paz ni se merecen el ataque ni se lo buscaron.

Pero los críticos empecinados se despojan de toda empatía y humanidad cuando se trata de Israel. Incluso cuando el gobierno de Israel todavía estaba pasmado por la sorpresa del ataque y por su propia ineficiencia, y apenas empezaban a contar a los muertos y desaparecidos, grupos de estudiantes de izquierda en universidades estadounidenses, como Columbia, salieron a protestar contra Israel con gritos y pancartas antisemitas –protestaban contra las víctimas. Sus prejuicios e ideas preconcebidas sobre poderosos y oprimidos simplifican un conflicto que no es en absoluto sencillo. La falta de responsabilidad con que lo hacen es imperdonable y sumamente peligrosa, ya que, como representantes del humanismo, poseen un poder de influencia importante. Las afiliaciones ciegas tienden a cristalizar y rigidizar las ideas y no le hacen ningún favor a los derechos humanos. Las izquierdas de Estados Unidos, Israel, México, Francia, Cuba o Venezuela son muy distintas; tienen muy diferentes agendas, diversos intereses para implementar sus propios conceptos de derechos humanos y variables niveles de corrupción. En el mundo actual la misma persona que se ubica en el centro-izquierda en Israel o los Estados Unidos puede quedar en el centro o centro-derecha en México y en la extrema derecha en Cuba o Venezuela. Pero ser liberal no significa pertenecer a uno u otro partido político; significa ejercer la libertad de pensamiento, de palabra, de expresión. También significa flexibilidad, capacidad de cuestionar y entender que las propias afiliaciones pueden cambiar o entrar en conflicto entre ellas sin implicar por ello una traición. La verdadera deslealtad es permanecer en silencio o tomar partido por algo en lo que no se cree realmente, en nombre de una abstracción. En el mejor de los casos, petrificar el concepto de liberalidad es una pereza intelectual que acaba encarcelando y corrompiendo el flujo de ideas, además de defraudar a la justicia. Los resultados pueden ser peores de lo que pensamos. La historia lo ha demostrado y los hechos actuales nos lo comprueban.

La inundación en las redes sociales acerca de la guerra entre Hamás e Israel nos hace sentir como si ya hubiéramos escuchado y leído más sobre este conflicto que sobre cualquier otro. Es desproporcionado. Por una razón u otra, el enfrentamiento entre israelíes y palestinos parece despertar reacciones extremas en la gente, sin importar si tienen algún vínculo con los grupos involucrados. Nadie llama a un boicot por las violaciones masivas a los derechos humanos en África, América Latina o muchas otras regiones a lo largo y ancho de Asia (como Siria o el mismo Irán, estado misógino como pocos y patrocinador del terrorismo de Hamás y Hezbolá) y, en general, son casi ignorados por completo en comparación con este conflicto. Parece como si casi cualquier persona con acceso a una computadora tuviera un interés valioso y de gran peso en este.

Así es que, si estamos tan involucrados, nosotros, los liberales, debemos firmemente declarar que estamos en contra de una organización terrorista que abusa y gasta las vidas de su propia población para cumplir el compromiso expreso en su carta constitutiva: matar al enemigo sionista y destruir a Israel. Sin embargo, incluso los grupos feministas de izquierda relativizan las violaciones multitudinarias que ocurrieron el 7 de octubre, como si los delitos sexuales fueran justificables cuando las víctimas son israelíes. Y si no las justifican, las omiten de sus discursos, como si el conflicto hubiera comenzado un día después de “lo que ocurrió” (y lo pongo entre comillas porque esa forma lingüística impersonal también es una forma pasivo-agresiva de relativizar la responsabilidad criminal).

El pueblo judío ha padecido persecuciones, expulsiones y migraciones forzadas en varios episodios de la historia. La inquisición en España o los pogromos en Rusia en el siglo XIX o en Irak durante la primera mitad del siglo pasado son ejemplos más o menos conocidos. Y más conocido que cualquier otro es la Noche de los Cristales Rotos (Kristallnacht) en 1938, que marcó el inicio del exterminio de judíos en manos de los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Se calcula que aproximadamente 35% de la población judía mundial pereció durante el Holocausto. Como resultado, el pueblo judío ha sufrido por generaciones de un trastorno colectivo de síndrome postraumático. Desgraciadamente, el ataque terrorista con tintes genocidas que cometió Hamás contra la población civil el 7 de octubre renueva el trauma que parece nunca desaparecer por completo. Me atrevería a decir que el trastorno no es postraumático, sino peritraumático: cuando ya solamente queda un puñado de sobrevivientes que sufrieron el trauma en carne propia, Hamás se ha encargado de imprimir su tatuaje de odio y terror en la siguiente generación.

No deseo continuar con lo que se ha dicho ya ad nauseam, pero sí quiero pedir a los humanistas ciegos que pintan este conflicto con el simplismo del colonizador y el colonizado, que, como lo escribió el historiador Simon Schama unos días después de la masacre, nos “dejen ser, sufrir, enfurecernos, llorar; decir el kaddish de los dolientes”.

El Estado de Israel es un hecho tangible de 75 años de edad y no tiene menos derecho de existir que ningún otro país libre. A pesar de su pésimo gobierno actual (y que tire la primera piedra el pueblo que no haya sufrido por algo similar en su historia), que ha puesto en peligro la seguridad y las libertades individuales de sus ciudadanos y ha orillado al país a una crisis política sin precedentes, Israel continúa siendo un estado democrático que contribuye al desarrollo humano.

Pero algunos acontecimientos históricos complican y comprometen otros acontecimientos históricos previos. Las tribus nativas de los Estados Unidos tienen derecho a su tierra, pero, aunque prácticamente todos sabemos esto y estamos básicamente de acuerdo, nadie espera que todos los caucásicos –o blancos– regresen al Mar Negro o al Reino Unido. El tiempo y la historia modificaron las circunstancias y la única opción fue quedarse todos y vivir juntos. Igual sucede con el conflicto entre Israel y el pueblo palestino.

En la actualidad, Israel no solamente es acusado de ser el ocupante, sino que también está obligado a fomentar la creación de un estado para el pueblo que construyó sus lugares sagrados por encima de la cultura y los sitios judíos. Para Israel, permitirlo no solo es una responsabilidad real, sino que está obligado a hacer todo lo que esté en su poder para facilitar la creación de un estado palestino, porque las circunstancias históricas no se pueden negar, incluso cuando entren en conflicto con las anteriores. El pueblo palestino y el pueblo de Israel comparten el espacio de facto y la única opción para la supervivencia de uno y otro es repartirse el territorio y facilitar la existencia de dos pueblos que se respeten mutuamente.

Es complicado y es la única opción. Pero Hamás nunca aceptará las circunstancias históricas que han estado en curso a partir de 1948: que Israel existe y que está ahí y permanecerá por su propio derecho. Por eso es indispensable dejar de legitimar las ideas y los actos de esa organización terrorista y desarmarla, y la manera en que hablamos de ello importa mucho y es nuestra responsabilidad como liberales. Por ahora, lo primero que el mundo entero debería pronunciar es: “Liberen a los rehenes”. Una vez que esta exigencia se cumpla, podremos volver a demandar que se libere a Palestina, tanto de su colonizador, como –y sobre todo– de la opresión del grupo gobernante terrorista, fanático, misógino y fascista de Hamás.

Esperemos que un día no lejano un gobierno israelí más funcional que el actual y un liderazgo palestino verdaderamente preocupado por su pueblo y libre de la coerción de Hamás, finalmente lleguen a un acuerdo para la solución de dos estados y vivan como vecinos respetando sus límites y fronteras. No comenzarán necesariamente como buenos amigos; más bien –como diría Amos Oz– serán como personajes chejovianos que no les queda de otra más que tolerarse mutuamente. Y quizá con el paso de tiempo, con mejores circunstancias históricas y con un liderazgo de libres pensadores, empiecen a respetarse y entenderse unos a otros e incluso logren transformar su tolerancia en cooperación para su mutuo avance y desarrollo humano. Si Alemania e Israel lograron tal nivel de reconciliación, no veo porque los palestinos y los israelíes no podrían. ~

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es autora de la novela Triple crónica de un nombre (Lectorum, FCEC, 2003), que obtuvo mención honorífica en el Premio Juan Rulfo para Primera Novela 2002, y del ensayo Sobre Paul Auster: Autoría, distopía y textualidad (Lectorum, 2012), así como de obras de ensayo, narrativa breve y teoría literaria publicadas en coautoría.


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