Izquierda, violencia e independentismo catalán

La izquierda tiene que deshacerse del prejuicio contra la coerción estatal en democracia.
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Sin monopolio de la violencia no hay Estado, y sin Estado no hay izquierda.

Lo primero lo sabemos desde Thomas Hobbes (¡al menos!). Lo segundo, desde Karl Marx (de nuevo: al menos). Se trata de un axioma que de tan familiar debería resultar obvio para cualquier defensor de un programa redistributivo, no digamos ya socialista: ¿cómo vas a expropiar a los que más tienes, cómo vas a pedirles siquiera que contribuyan a la caja común, si no puedes amenazarles “a golpe de porra”? Tal es la expresión que ha empleado el expresident Carles Puigdemont en un video desde el exilio. Vale la pena contemplar la cita completa, sin cortes, tal y como él la ha destacado en su cuenta de Twitter:

“Hasta 10.000 euros por familia marchan cada año para no volver. Los catalanes somos solidarios, pero cuando te la reclaman a golpe de porra, se dice atraco o expolio.”

He aquí un experimento: cambien “catalanes” por “la clase media y acomodada” en la frase. Queda una declaración libertaria, anti-estatista perfecta. La antítesis del axioma violencia-Estado-izquierda.

Qué hace un partido como ERC cerca de esas afirmaciones es algo que se explica fácilmente si se tiene en cuenta la dimensión nacional (muy a su pesar, pues suelen declararse independentistas mas no nacionalistas): la palabra clave de la frase para ellos sería “catalanes”, no “expolio”. Sin embargo, resulta más complicado entender qué hace una parte de la izquierda no secesionista, que no comparte proyecto nacional alguno (en teoría), tan cerca del mismo, y en franco contraste con la izquierda de la pasada generación.

Hay dos explicaciones inmediatas, y en cierta medida complementarias, a esta relación. Por un lado, el desafío secesionista se puede interpretar como una oportunidad de ruptura con el sistema establecido, una (en palabras de esta izquierda rupturista) “brecha en el régimen del 78”. Por otro, como tanto la izquierda como las posiciones pro-regeneración democrática correlacionan con la descentralización, hay algo de prisión electoral para los partidos. Ambas tienen algo de cierto, y representan caras de la misma moneda: una en la que el electorado de izquierdas y sus líderes se encuentran en la defensa de proyectos paradójicamente regresivos. Pero me parece interesante explorar qué marco hace posible este encuentro, especialmente en la izquierda de nueva generación.

La deslegitimación del comunismo y a la caída del Muro de Berlín iniciaron y consolidaron un proceso de cambio en los proyectos de izquierda occidentales. Haciendo corta una historia social y cultural tan larga y profunda que podría llenar y llenar bibliotecas enteras, el orden de prioridades se fue resolviendo a favor de posiciones liberales, en el sentido de que abogaban por la defensa de los derechos individuales, particularmente de las minorías, subrayando que el componente social y cultural del cambio político solo podía tener lugar desde la pluralidad. Los componentes autoritarios que habían acompañado a las propuestas revolucionarias durante el siglo XX se disolvieron poco a poco primero (y a considerable coste personal de no pocos “camaradas” que osaron cuestionar la ortodoxia), de manera precipitada después. Esto fue y sigue siendo una fabulosa noticia para los colectivos minoritarios oprimidos que impulsaron, forzaron a veces, y en definitiva protagonizaron el cambio. Se trata de una lucha que aún hoy tienen que seguir librando día a día, y no solo contra el esperado adversario conservador o reaccionario. Por ejemplo, dan la lucha en casa cuando Donald Trump gana unas elecciones presidenciales y muchos se apresuran a culpar a la nueva izquierda por exagerar la presencia de las minorías, “olvidando” los intereses de su antigua base, que también formaba parte de varios grupos dominantes (salvo el de clase, claro).

Los protagonistas de la izquierda occidental fueron durante mucho tiempo lo que hoy se resume como “hombres blancos heterosexuales”. Por supuesto que fue en su seno que las minorías encontraron espacios para desarrollar su propia búsqueda del poder: difícilmente podría suceder lo mismo entre liberales, conservadores, o nacionalistas. Pero en el centro de la intención emancipadora seguía casi siempre la misma figura. Al fin y al cabo, era la que representaba la fuerza de trabajo. La confluencia de proyectos anti- y post-coloniales, feministas, pro-derechos civiles en el nuevo espacio de cuestionamiento de la izquierda clásica supuso un cambio cualitativo que eclosionó en los sesenta, cuajó en los setenta, y se consolidó en los ochenta y principios de los noventa. Había nacido la nueva izquierda.

Es necesario volver sobre un punto: tal nueva izquierda era y es una gran noticia para el pluralismo democrático, para los defensores de la igualdad que entendían la necesidad de distribuir el poder para asegurar la libertad individual y de determinados colectivos oprimidos. Más allá del mero plano discursivo, el giro tuvo resultados palpables en los temas que ganaron protagonismo en la agenda de cambios y reformas: la igualdad de género, la lucha por los derechos de las minorías (y en particular la defensa universal de los Derechos Humanos), la redistribución global, la construcción de sistemas de bienestar más inclusivos que no se centrasen exclusivamente en el padre de familia. La coalición clase-minorías no se quedó en las formaciones verdes o de nueva izquierda, sino que penetró en mayor o menor medida en casi todos los ámbitos de la izquierda: desde los viejos partidos comunistas hasta, y sobre todo, la socialdemocracia y el laborismo clásicos.

Pero esta nueva generación de la izquierda venía con una desconfianza implícita hacia el monopolio de la violencia por parte del Estado que resultaba de su necesaria relación con las posturas liberales que le cedían parte del aparato argumental destinado a defender los derechos individuales. Incluso si el origen no era de corte individualista, sino puramente colectivista (la defensa de las minorías como grupo oprimido), dicha desconfianza seguía presente. Era un elemento necesario, en tanto que el Estado (en algunos casos de manera brutal) era el instrumento fundamental de los segmentos dominantes, ya fuese en regímenes dictatoriales o plenamente democráticos. En paralelo, se acentúa un proceso de orden social, casi antropológico, de lo que algunos han dado en llamar ‘pacificación de las costumbres’. Dejemos de lado el debate sobre el carácter definitivo o evolucionista de este fenómeno: el caso es que nuestras sociedades son hoy (no sabemos del mañana, pero sí del hoy) menos violentas que ayer. Otra gran noticia, de hecho. Pero pocos cambios sociales vienen sin consecuencias inesperadas. Y estos no son una excepción.

La desconfianza casi sistemática hacia aquel Estado que ejerza la coerción, sumada a la baja tolerancia hacia cualquier señal del uso de la fuerza, dejan a la izquierda occidental con un punto vulnerable. Uno que se evidencia en el caso catalán como en pocos. Pongámoslo así: si un 80% de los catalanes estuviesen a favor de la independencia; o si, independientemente de la cifra, estuviésemos ante un caso de violación de los derechos individuales, o de discriminación diaria y sistemática de una minoría claramente diferenciada; en cualquiera de estos casos, sería difícil negar el derecho a la autodeterminación en virtud del orden liberal occidental. Sin embargo, lo que tenemos es una sociedad partida en dos mitades con respecto a la independencia, y gozando de un nivel de autogobierno considerable, aunque con una percepción mayoritaria de que el sistema no funciona a su favor. La cuestión de la soberanía no parece aquí entrar en los parámetros que preocuparían a un pluralista democrático (entre otras cosas, porque tan defendibles son los derechos de la minoría independentista dentro de España como lo son los de la minoría no nacionalista en Catalunya). Pero, ¿qué pasa cuando se opone democracia y monopolio de la violencia? Tal es la estrategia central del independentismo, que se aprovecha precisamente del flanco débil.

Porque en realidad podría argumentarse que la oposición es una falacia. Y lo es (o debería serlo) sobre todo para la izquierda. En ausencia de una historia de discriminación sistemática después de la llegada de la democracia (y en presencia de instituciones de autogobierno fruto de un consenso común que tiene menos de cincuenta años), lo que nos queda es un grupo de personas que se ven a sí mismas como perdedoras en un sistema determinado. Eso de por sí es un problema en democracia, sin duda alguna: Adam Przeworski ya advirtió de que un sistema es plenamente democrático si una de las partes que lo compone no pierde sistemáticamente. Pero, por un lado, el mismo problema es para los que “pierden” dentro de Cataluña. Y, por otro, ¿qué pasaría si esos que se sienten como constantes perdedores fuesen, por ejemplo, los ricos del país? En cierta medida lo son, en el sentido de que el proyecto independentista es uno que se nutre de las clases medias de una de las áreas más ricas de España. En otras palabras: la soberanía tiene, en este caso, efectos redistributivos. Soberanía que no es sostenible sin que el Estado disponga de la capacidad para obligar a todos sus miembros a cumplir la ley.

El dato preferido del independentismo es ese 80% de los catalanes que está a favor de celebrar un referéndum para resolver la cuestión. En el resto de España no existe tal mayoría, y no puede ser (argumentan) que tal oposición de preferencias se resuelva con un mero “hay que cumplir la ley, y quien no la cumpla que se atenga a las consecuencias”. Pero, de nuevo, aquí están las falsas dicotomías. ¿No puede alguien, no puede la izquierda, defender al mismo tiempo la celebración de un referéndum y el cumplimiento de la ley vigente? Sí, si se deshace del prejuicio contra la coerción estatal en democracia. Ningún subconjunto de la población de un Estado está en su derecho para decidir no solo su futuro sino el de sus compañeros de viaje en ausencia de violaciones de sus derechos. A la izquierda, las alarmas le deberían saltar sobre todo cuando se trate de un grupo cuya situación socioeconómica es relativamente mejor a la media de la población, y cuando una parte no marginal de los argumentos tengan un cariz de superioridad social, política o cultural. Al mismo tiempo, ninguna divergencia acusada entre las preferencias de dicho subconjunto y el resto puede resolverse en el largo plazo sin cambiar el marco contractual del que se dotan todos los ciudadanos para convivir los unos con los otros. Esta reformulación podría realizarse a través de un referéndum, o no.

Hay una moraleja de toda esta historia: el Estado y su monopolio de la violencia son instrumentos particularmente poderosos cuando se ponen al servicio de los más débiles, o directamente cuando quedan en manos de la pluralidad. La democracia y el Estado social de derecho son precisamente un intento de consolidar este matrimonio. No son perfectos, qué duda cabe, pero una buena guía para la izquierda ante una encrucijada que promete mejorarlos es plantearse la siguiente pregunta: después del cambio, ¿en manos de quién quedará el poder? En realidad, nunca ha habido otra que importe.

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(Valencia, 1985) es director adjunto en el Centro de Políticas Económicas de Esade (EsadeEcPol), doctor en sociología por la Universidad de Ginebra, miembro del colectivo Politikon, y coautor de El muro invisible (Debate, 2017). Escribe en El País.


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