Dani Mateo, Gregory Lee Johnson y el dilema de regular la libertad de expresión

Los límites de la libertad de expresión no deberían quedar definidos por la construcción arbitraria y coyuntural de mayorías, sino por consensos amplios en los que quepa un debate diverso.
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En 1984, la Guerra Fría estaba recalentándose. Ronald Reagan encabezaba una Casa Blanca con un discurso inconfundiblemente anticomunista que contaba con un elevado apoyo popular, así que los propios comunistas estadounidenses (los pocos que había, en cualquier caso) se sentían aún más impelidos al rechazo de todo símbolo que representase su propia patria. Fue así como el joven Gregory Lee Johnson prendió fuego una bandera frente a la Convención Nacional Republicana que se celebraba aquel año en Dallas, mientras Reagan era gloriosamente investido como candidato (y casi seguro ganador) a las siguientes elecciones presidenciales.

Por aquel entonces, la ley de Texas preveía un castigo a quien atentase contra “objetos venerados”. Así que el activista comunista fue condenado a un año de cárcel y una multa de dos mil dólares. Pero Johnson y su abogado llevaron el asunto a apelación, terminando justo donde querían: en el Tribunal Supremo de los Estados Unidos. En 1989, en una decisión histórica por un ajustado margen (5 contra 4), la Corte decidió que la quema de banderas quedaba dentro de la Primera Enmienda de la Constitución. Se trata de una enmienda excepcional, porque no solo protege la libertad de expresión, sino que prohíbe expresamente que el Congreso (y, según la interpretación de la Corte, los Estados) regule nada para limitarla. Johnson quedó absuelto, y la quema de banderas, formalmente legalizada contra las leyes de 48 de los Estados miembros que hasta entonces la prohibían.

Dani Mateo no está, obviamente, sujeto a esta jurisdicción, sino a la española, que entiende la libertad de expresión de manera bastante distinta. El “ultraje” a la bandera, por ejemplo, sí está penado. No es nuestro país una rareza en Europa. Tampoco se espera que Mateo se enfrente a un proceso particularmente complicado, siendo nuestra ley garantista con los imputados de este tipo de delitos. Pero el caso es que ahí ha terminado por hacer como que se sonaba con la bandera patria. Y en los EEUU hubiera sido imposible, al menos después de 1989.

Ante la imputación de Mateo, como antes con los procesos contra otros que se ganan la vida expresándose, muchas voces se han alzado indignadas. Piden un cambio en esta y en otras leyes que protegen ciertos símbolos, normalmente de orden nacional. Curiosamente, otras veces estas voces han solicitado que se restrinja la libertad de expresión cuando tiene que ver con, por ejemplo, el recuerdo de la dictadura franquista. Por el otro lado, otros no tienen empacho en sugerir la prohibición del comunismo mientras defienden las posturas reaccionarias contra lo que definen como “la dictadura de lo políticamente correcto”.

Hay quien ha considerado que esta discusión puede ser zanjada comparando extremos. Como si uno pudiese poner en una balanza comunismo y fascismo, injurias contra los símbolos nacional-constitucionales y contra el feminismo, y decidir. Por supuesto, todos tenemos una opinión al respecto. Yo la tengo también. Pero no la expresaré aquí, porque eso es parte del problema. Los límites de la libertad de expresión no deberían quedar definidos por la construcción arbitraria y coyuntural de mayorías, sino por consensos amplios en los que, precisamente, quepa un debate diverso, rico y variado.

Excluida la discrecionalidad, nos quedan dos extremos entre los que escoger (y un continuo de grises y opciones intermedias, pero permítanme obviarlo para subrayar los dilemas a los que nos enfrentamos). Podemos seguir siendo España. Es decir: podemos mantener un filtro relativamente fuerte que prefiere descartar por exceso a hacerlo por defecto. La parte positiva es que odiar sale bastante caro, y es relativamente difícil. Hay herramientas para quien quiera luchar contra los discursos que considere tóxicos. El coste que pagamos es el de la autocensura por miedo a las consecuencias, y el castigo excesivo a expresiones probablemente absurdas pero también bastante inofensivas por sí mismas. De hecho, es posible argumentar que dejan de ser tan inofensivas cuando tienen la suerte de ser llevadas ante un juez. Entonces obtienen una palestra y un enemigo. Que es todo lo que desea una voz estúpida para ser escuchada, dado que por mérito propio no suele lograrlo.

Pero también (aunque esto exigiría una serie de reformas de considerable complejidad) podríamos acercarnos al modelo de los Estados Unidos. Entonces el filtro pasa a ser débil, y quien antes se autocensuraba por las posibles represalias se siente libre para expresar lo que le dé la gana porque sabe que la ley está de su lado. El límite que allí se emplea, el “discurso del odio”, pone la carga de la prueba en la persona (supuestamente) odiada. Las bolsas de toxicidad y estupidez se vuelven más estables, y si una persona sin escrúpulos recibe la atención mediática puede aprovecharse de ellas para jugar con los límites de la norma social, incluso de la norma moral. Pero a cambio el espacio para quienes intenten usar el filtro precisamente con su sesgo ideológico a cuestas es mucho menor.

Entre ambos extremos, como digo, quedan los grises. Pero el dilema es inescapable. Ningún arreglo es perfecto. Yo, personalmente, prefiero pagar el coste del filtro débil. Aunque reconozco que no es una posición que haya mantenido siempre, y es posible que vuelva a cambiar de opinión. Pero es precisamente esa tendencia a reconsiderar mis posturas lo que me hace temer por la libertad de expresión. Prefiero que nos atemos todos las manos, dejándola fuera de nuestras pequeñas veletas ideológicas, a permitir que el mismo tiempo que hoy sopla a nuestro favor lo haga mañana en nuestra contra. Y que cada uno haga con la bandera (y con su altavoz) lo que considere apropiado.

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(Valencia, 1985) es director adjunto en el Centro de Políticas Económicas de Esade (EsadeEcPol), doctor en sociología por la Universidad de Ginebra, miembro del colectivo Politikon, y coautor de El muro invisible (Debate, 2017). Escribe en El País.


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