Un monumento anti Israel erigido por el ayuntamiento de Teherán, Irán. Morteza Nikoubazl/NurPhoto via ZUMA Press

Golpes contra Israel

A los ataques de Hamás del 7 de octubre ha seguido una batalla de imágenes, apoyada por una prensa y una opinión pública proclives a atribuir a Israel toda culpa en el conflicto.
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“Gigantesco pogromo”, llamó Bernard-Henri Lévy a la masacre del 7 de octubre, cuando militantes de Hamás ingresaron a las granjas y refugios del sur de Israel para asesinar a sus moradores y perpetraron una carnicería en el festival musical Supernova. Ante tal festín de horror perpetrado contra civiles parecía previsible que la reacción –exceptuando, claro, la de los países árabes enemigos de Israel y de los apologetas del terrorismo– fuera unánimemente de compasión y duelo. En cambio, esa misma noche se difundió por Instagram una carta abierta, firmada por treinta y cuatro asociaciones de estudiantes de la Universidad de Harvard, afirmando que Israel “era totalmente responsable” de la violencia.

Sería la primera de varias proclamas semejantes. Estudiantes por la Justicia en Palestina (Students for Justice in Palestine) calificó el ataque como “una histórica victoria para la resistencia palestina”; en Pensilvania, un grupo de escritores palestinos invitó como conferencistas a oradores acusados de antisemitismo; y en la Universidad de Stanford un maestro, en plena clase, separó a sus alumnos de origen judío, los llamó “colonizadores” y a continuación peroró sobre Israel como un estado colonizador. En el mitin de Cambridge del 9 de octubre, convocado por la asociación universitaria BDS Boston, una mujer orgullosamente espetó: “Nuestra resistencia es la resistencia de la poesía y la protesta… La nuestra es la resistencia de la piedra, el cuchillo, la pistola, el dron, el túnel, el cohete, y sí… ¡el parapente!” Y concluyó: “Ninguna liberación se logra sin riesgo. La liberación tiene un costo. ¿Estás preparado para ello?”.

Ha vuelto la vieja retórica revolucionaria, la cólera sanguinaria, la antiquísima religión de la violencia que enarboló Bakunin –“hay que liquidar de inmediato”– aderezada con ese pensamiento woke de quienes, por recoger lemas del basurero de la historia, se creen los más listillos. No es exclusiva de las universidades ni de las ligas de apoyo a Palestina, también la enarbolaron los Socialistas Democráticos de América o Black Lives Matter Chicago (hay un interesante recuento en este artículo de Time).

Entre los aliados del terrorismo tradicionalmente se ha contado a la izquierda, sea de manera franca o por su tácita complicidad. Esta ocasión tampoco fue la excepción. Obsesivamente, el presidente de Colombia, Gustavo Petro, un exmilitante guerrillero que participó en un atentado contra la embajada de Israel en 1982, emitió durante la primera semana del conflicto más de cien mensajes contra este país en su cuenta personal en la red social X, justificando tácitamente la matanza al comparar al régimen israelí con el nazi –un símil común en los manuales de izquierdismo para dummies–. Andrés Manuel López Obrador, presidente de México, quien como su homólogo colombiano fue reacio a condenar la invasión de Rusia a Ucrania y con frecuencia ha sido acusado de insensibilidad por las víctimas de las masacres cometidas por el narco durante su mandato, se proclamó neutral y equiparó la actuación de Hamás con la de Israel. Esa pasividad que en realidad es contubernio la compartieron otros líderes de izquierda en Latinoamérica, como Evo Morales y la candidata presidencial por el Frente de Izquierda en Argentina, Myriam Bregman. En Europa, Jeremy Corbyn, Jean-Luc Mélenchon y Yolanda Díaz, además de los partidos Podemos, Sumar y la Francia Insumisa, se negaron a considerar terrorismo la masacre de civiles y arguyeron la falacia de que, siendo Palestina una nación subyugada, había razón para tales crímenes.

Desde el primer momento, se suscitaron protestas virulentas contra Israel y Occidente. Las escenas con cánticos antisemitas y clamores violentos en las manifestaciones; o de ondeantes banderas palestinas y arengas celebratorias se repitieron en diversas ciudades europeas. En el mundo árabe, durante las marchas hubo agresiones a las embajadas de Israel y Estados Unidos, pero también a las de Inglaterra y Francia. Europa no ha estado exenta de trifulcas y provocaciones hacia los ciudadanos y comercios de origen judío, como en Gran Bretaña, España, Holanda e Italia. En países donde el gobierno prohíbe actos públicos que exalten el terrorismo, durante las concentraciones hubo reyertas con la policía, como sucedió en Berlín, donde más de sesenta agentes resultaron heridos. Revitalizada por esta marejada, la hidra extremista ha vuelto a erguir sus cabezas. Partidarios de Hizb Ut-Tahrir (Partido de la Liberación), al que el gobierno británico ha vinculado con atentados terroristas, en los mítines en Londres han gritado Allahu Akbar” y “jihad, jihad, jihad”, e incitado a la multitud a la yihad, la acción violenta. Parafraseando a Marx, se diría que un viejo fantasma recorre a Europa, o más bien, un fantasmón: la sábana percudida, agujerada y raída del antisemitismo.

La batalla de las imágenes

El historiador Elie Barnavi ha dicho que Israel perdió la batalla de la imagen. Durante estos días, dicha nación ha sufrido dos golpes, ambos con fines mediáticos. La operación Diluvio Al Aqsa fue minuciosamente calculada, de acuerdo con los especialistas, para detectar las grietas en el sistema de seguridad. Esa madrugada del sábado 7 de octubre, 400 militantes de Hamás procedentes de Gaza irrumpieron en el cruce de Erez, librando una barrera erigida a un costo millonario, y se internaron hacia las poblaciones cercanas de esa región sureña. La incursión a gran escala por tierra, mar y aire, mediante motocicletas, lanchas motoras y parapentes, demostró que no había lugar seguro. El mismo lanzamiento de 2,500 cohetes tuvo más el propósito de arredrar y confundir a la población que de causar estragos –para esto estaban sus milicias–. Más aún, el ataque considerado como “el peor día en la historia de Israel”, resultó el más grave desde los combates de Yom Kippur en 1973 y ocurrió en el mes del cincuentenario de esa guerra. Para refrendar el simbolismo, la invasión de Hamás sucedió el último día del Sucot, la Fiesta de los Tabernáculos, que conmemora los cuarenta años de peregrinación por el desierto tras librarse de la esclavitud en Egipto.

Más que acciones bélicas, las atrocidades fueron un espectáculo destinado a impactar el imaginario colectivo. En los testimonios, varios grabados y difundidos por ellos mismos, los yihadistas recorren las casas disparando a su interior. Durante la masacre en la rave celebrado a las afueras del kibutz Reim, abren las casetas de baños portátiles, requisan los autos, persiguen a quienes buscaban refugio… en todos los casos dispararon a quemarropa sobre sus víctimas. Algunos exhiben violaciones y humillaciones violentas celebradas por los asaltantes. Son los protagonistas y los autores de su propia película y lo celebran porque saben que encontrarán eco en las masas ávidas, del mismo modo que los cárteles del narco se han convertido en creadores de contenido, en influencers y en diseñadores de tendencias culturales.

No es impropio denominarlos “terroristas”, pues el fin tanto de los ataques como de la difusión de sus testimonios audiovisuales fue desafiar a Israel y aterrar no únicamente a los habitantes de ese país, sino también a los judíos del mundo.

Si ese primer golpe fue invasivo y un recordatorio de los asaltos de las SS, el segundo fue más terrible por sus consecuencias. Durante la madrugada del martes 17 de octubre, una explosión destruyó parcialmente el hospital anglicano de Al Ahli, en el centro de Gaza. De inmediato el ministerio de Salud gazatí culpó a Israel y afirmó que habían muerto 500 palestinos y más de 314 resultaron heridos.

Faltando a los principios elementales del periodismo, más perentorios en la cobertura de una guerra, sin consultar a la otra parte, los medios, sin importar su prestigio ni su lugar de origen, aceptaron y difundieron la acusación. El Ejército israelí la desmintió y aseguró que el grupo armado Yihad Islámica Palestina había lanzado diez cohetes a la hora de la explosión, uno de los cuales reventó en pleno vuelo, y sus restos cayeron sobre el estacionamiento del hospital, donde se incendiaron. Además de explicar las características de los daños causados por un misil, distintos a los que se aprecian en las pocas fotografías del suceso, en su apoyo el ejército israelí exhibió imágenes de radar y un video donde se observa un proyectil rezagado al que le sucede algo tras lo cual se escucha un estruendo.

El perjuicio, sin embargo, estaba hecho. La opinión pública, siempre presta a atribuir a Israel la culpa en cualquier conflicto, reaccionó iracunda y la prensa no enmendó sus titulares, añadiendo secundariamente la réplica israelí. Sería hasta horas después que corregirían sus notas. Posteriormente, el Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos sentenció que no había indicios que respaldaran esa incriminación. Por su parte, las principales agencias y periódicos –la BBC, The New York Times, The Guardian y DW– realizaron pesquisas particulares consultando a especialistas. Tras el análisis de los testimonios audiovisuales, con base en la onda calórica y el cráter suscitado por la detonación, los daños estructurales en la edificación e incluso el número tentativo de las víctimas, concluyeron que no había fundamentos para inculpar a Israel. No obstante, cedieron al eufemismo, pues aunque los dictámenes exculpen a dicho país, prefieren anotar que no hay manera de comprobarlo. Así una nota de la BBC, tras asentar “que las pruebas no corresponden con los daños que uno esperaría de un ataque aéreo israelí de gran alcance”, remata con “no hay conclusiones”. Un ejemplo más, el reporte de DW, sentencia: “Actualmente, las informaciones no son lo suficientemente claras como para poder sacar conclusiones. No obstante, investigaciones preliminares apoyan la versión del Ejército israelí”.

No es peregrino afirmar que el segundo golpe, la imputación contra Israel de la explosión, tuvo como objetivo enardecer a la opinión pública y virar la percepción de terroristas hacia Israel. Diríase que Hamás buscó una manera de enmendar el efecto que sus atrocidades, registradas por ellos mismos, había tenido en la comunidad internacional. Misión lograda: aunque las evidencias digan lo contrario, Israel ha quedado asociado al bárbaro ataque a un hospital. Vilipendiado, ha vuelto a perder la legitimidad que le asistía en defenderse de la barbarie. Nada extraño, pues desde tiempo atrás es un pueblo sentenciado: enquistamiento de la malévola civilización occidental –¡aliado nada menos que de Estados Unidos– en el orbe arábigo y eterno sospechoso de victimización.

Como en guerras recientes, internet se ha convertido en una ampliación del campo de batalla. Aunque los bulos han surgido de uno y otro bando –como la afirmación de que se habían descubierto los cadáveres de 40 bebés degollados–, predominan las noticias falsas emitidas por cuentas de organizaciones simpatizantes con Hamás, de propagandistas de la causa palestina e incluso de activistas rusos que consideran a Israel aliado de Ucrania y de la OTAN. TikTok –junto con X, la red social más denunciada por esparcir desinformación– tomó medidas para su combate, eliminando más de quinientos mil videos y cerrado 8000 transmisiones en vivo. Las quejas han afectado al propio dueño de X, Elon Musk, acusado por la Unión Europea de complacencia con las cuentas que repiten mentiras y difunden videos e imágenes falsas, amén de promover cuentas antisemitas. Por su parte, Michelle Donelan, secretaria de Tecnología del Reino Unido, convocó a los jefes británicos de X, TikTok, Snapchat, Google y Meta para abordar “la proliferación del antisemitismo y el contenido extremadamente violento” que ha asolado estas plataformas en este lapso.

Ante este fragor, cuya misión es propiciar el caos –ah, la vieja lección de los anarquistas que tan bien expuso Los endemoniados de Dostoievski–, el único recurso parece ser la morigeración: resistirse a difundir noticias impactantes sin previa verificación; moderación y control que se antoja difícil para los febriles y muchas veces obsesivos usuarios de las redes sociales, quienes prefieren tomar postura que analizar sus pasiones.

No hay, empero, que minimizar esa internalización del odio. Tan imperativo como combatir la autoinculpación y la frivolidad del victimismo es recuperar los valores de la Ilustración: nuestra simpatía con los oprimidos no puede exculpar crímenes contra la humanidad; nuestra solidaridad no puede justificar atrocidades ni siquiera por indiferencia; nuestro rechazo a la globalización no debe cegarnos ante la crueldad de los muyahidines ni la visión medieval, feudal y teocrática que los alienta. Defender la autonomía palestina no obliga a simpatizar con los terroristas ni abogar por “el califato mundial”, objetivo de la sharía que proclama una gran parte de los grupos con que se han aliado organizaciones de izquierda desde tiempo atrás. Condenar los asesinatos de Hamás no niega la beligerancia de Benjamin Netanyahu, como tampoco juzgar a esa organización yihadista un impedimento para la liberación de Palestina es una justificación para los bombardeos indiscriminados de Israel. ¿Por qué parecemos atrapados en la falacia del falso dilema, censurar a uno es vindicar al otro, en vez de reparar en que ambos extremos pueden ser deplorables?

Ante la violencia y la ola de antisemitismo que esta guerra está empezando a propiciar, hay que exigir que los manifestantes respeten las leyes de los países de los que son ciudadanos y reprobar los cánticos terroristas, la incitación a la degollina y las agresiones contra sus connacionales, sin importar su religión ni militancia política. Sin estas medidas, seremos cómplices en haber invocado al monstruo y de haber contribuido al derrumbe de la cultura de la Ilustración. ~

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(Minatitlán, Veracruz, 1965) es poeta, narrador, ensayista, editor, traductor, crítico literario y periodista cultural.


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