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Las cuatro verdaderas transformaciones de México

La verdadera cuarta transformación de México trajo elecciones libres, una presidencia limitada y poderes autónomos. Es su futuro el que se juega en los comicios del 2 de junio.
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En su larga, tortuosa y nunca completada marcha hacia la modernidad, México ha vivido cuatro verdaderos intentos por transformar al país. Los tres primeros fracasaron en gran medida por falta de una base social que los sostuviera. Está en manos de los mexicanos que el cuarto intento, aún vigente, viva o muera.

México ha sido por siglos una sociedad refractaria a los valores del mundo moderno. La filosofía y la ciencia, el liberalismo político, el estado de derecho, el capitalismo y la libre empresa han sido solo defendidos por unas élites cultas y cosmopolitas. La historia de México es la historia de cómo esas élites, con tanto ahínco como ceguera, han intentado imponer el cambio como camisa de fuerza para grupos de interés beneficiados por el statu quo y grandes estratos del pueblo, ajeno y abstraído a menudo en atavismos del pasado. Es una historia común con España y el resto de Hispanoamérica.

Los mexicas fueron esencialmente una civilización premoderna sustentada en el absolutismo teocrático, el colectivismo y una concepción mágica y religiosa del mundo donde el individuo no era más que una pieza prescindible, subordinada a las necesidades de los dioses, del engranaje del cosmos. Los extraordinarios logros en matemáticas y astronomía no deben considerarse auténtico pensamiento científico porque fueron conocimientos al servicio y dentro de los límites de la religión, y nunca tuvieron un fin en sí mismo o un propósito utilitarista en beneficio del progreso de la comunidad. La España que llegó a México no era menos antimoderna. La conquista injertó en el sustrato mexica una versión caduca de Occidente que estaba ya por entonces empezando a morir: una concepción absolutista del poder construida a imagen y semejanza de la estructura vertical, despótica y unipersonal de la Iglesia católica romana, unas relaciones económicas sustentadas en los monopolios feudales de la Corona y la Iglesia, la absoluta intolerancia religiosa frente a los cambios promovidos por la Reforma protesante, la contumacia acrítica en el escolasticismo aristotélico frente a Copérnico y Descartes, y luego Newton. Pervivencia del medievalismo, del feudalismo: un país hijo de la Contrarreforma y del repliegue de España, y por tanto de la América española, sobre sí mismas. Mientras las colonias anglosajonas de Norteamérica, el embrión de los futuros Estados Unidos, nacían de hecho con la modernidad un siglo después, México se desarrollaba de espaldas a la modernidad, en contra de ella. Un lastre que marcaría a fuego la naturaleza misma de ambos países y sus posibilidades de futuro.

México y España fueron víctimas de un mismo devenir histórico desde el siglo XVI. Ambos tienen historias paralelas que desembocan violentamente en los siglos XIX y XX, cuando los aires de cambio liberales impulsados por minorías ilustradas se estrellan, se frustran y se ciegan, en periodos intermitentes, por contrarreacciones conservadoras. Un movimiento pendular entre modernidad y premodernidad. México fue víctima de España, pero España también fue víctima de sí misma.

El primer intento serio de transformar las anquilosadas estructuras políticas y económicas ocurrió desde mediados del siglo XVIII, en particular reinando Carlos III en España y Nueva España. Hubo un auténtico impulso reformista, desde los límites que imponía el despotismo ilustrado, para liberar fuerzas productivas tanto en la burocracia como en la economía nacional. Se buscó profesionalizar la administración para reducir la corrupción, se limitó el poder del virrey y de la Iglesia, y se ordenaron las primeras desamortizaciones. Una reforma aduanal abrió el comercio del virreinato al mundo. Se favoreció a la burguesía trabajadora y se ensalzó el concepto de trabajo, desvinculándolo del derecho de hidalguía. La expulsión de los jesuitas fue la consecuencia lógica del impulso modernizador. Jovellanos calificó la obra de Carlos III como una “revolución” que buscaba reemplazar la religión –la superstición y la ignorancia– por el espíritu científico y las leyes de la economía moderna. “La nación empieza a tener economistas,” escribía en 1788.

Los cambios enajenaron a gran parte de las élites criollas, incluso si algunos nunca llegaron a aplicarse. El malestar se agravaría años después con el ventarrón liberal provocado por la invasión napoleónica de España. Frente al desbarajuste europeo, los grupos de poder privilegiados en México cambiaron de bando y acabaron apoyando la independencia de España como una manera de mantener su poder y sus canonjías. El movimiento independentista, lejos de profundizar en las reformas borbónicas, significó el cambio necesario para que nada cambiara.

La Independencia trajo la ruptura con España pero no con la Iglesia ni con las estructuras políticas y económicas del virreinato. La Constitución liberal de Cádiz de 1812, incluso con sus grandes protecciones a la religión católica, provocó la animadversión no solo de los grupos de poder dominantes, sino de amplios estratos del pueblo llano, temerosos de que las nuevas ideas francesas revolucionarias barrieran de un soplo la plácida quietud de siglos que habían heredado y cuidado con mimo padres, abuelos, tatarabuelos, quebrando el orden natural de las cosas exigido por la costumbre, la tradición y la religión. El tumulto del proceso independentista, en el que confluyen otras diversas motivaciones, debe verse en esencia como una contrarreacción conservadora. Hidalgo veía en la revolución liberal europea una amenaza existencial para el México monárquico, católico y tradicionalista, su México. Morelos fue quizás el primer líder social-liberal de México, pero con una gran salvedad, típicamente hispana, tan grande que casi invalida todo lo demás: su intolerancia religiosa era tan radical como hubiera cabido esperar de un cura nacido en el virreinato. Siguiendo el espíritu de la Constitución de Cádiz, que pretendía regir a las Españas de ambos hemisferios, Morelos escribió en su segundo y frecuentemente olvidado sentimiento de la nueva nación mexicana: “Que la Religión Católica sea la única, sin tolerancia de otra.”

El movimiento reformista que culminó en Juárez buscaba resolver esta contradicción histórica. Fue el segundo impulso transformador para meter a México en el mundo moderno. La Reforma mexicana recoge, no sorprendentemente, los principios de lo mejor del movimiento ilustrado. Ocampo o Ignacio Ramírez habrían compartido la desolación y el crudo diagnóstico de Benito Feijoo, el gran fraile ilustrado español, cuando un siglo antes atribuía las causas del retraso científico en España al “vano temor de que las doctrinas nuevas en materia de filosofía traigan algún perjuicio a la religión.” Los ilustrados y los liberales de aquí y de allá tenían la misma hambre, la misma pasión por extirpar lo viejo y dar a luz un nuevo México, una nueva España.

La falta de bases de apoyo al proyecto de Juárez desembocó, nuevamente, en una regresión premoderna: Porfirio Díaz. La dictadura de Díaz no fue más que la cristalización en un hombre y un régimen de un México que no estaba preparado para el cambio, donde las fuerzas del orden establecido eran aun más poderosas que las que empujaban por dar el salto a la modernidad. Tampoco hubo condiciones materiales para que las mayorías defendieran el legado juarista. Los viejos fantasmas que nunca se habían ido del todo volvieron a acuciar a México: el poder absoluto de un solo hombre, el yugo de la Iglesia en la educación y las costumbres, la oscuridad. Díaz promovió el capital extranjero y el desarrollo económico y financiero, pero fue un capitalismo corporativista antagónico del libre mercado basado en reglas y auténtica competencia. Fue un modelo más bien cercano al mercantilismo tan familiar a México. Si la Corona y la Iglesia casi monopolizaban el poder político y económico en el virreinato, Díaz y sus colaboradores cercanos y compinches extranjeros hacían lo propio a finales del siglo XIX. En aquella misma época, por contraste, Estados Unidos estableció los primeros reguladores antimonopolio.

La vertiente liberal de la Revolución de 1910 se debe entender como una reivindicación de Juárez. El tercer momento transformador trataba de hacer efectivo un cambio trunco. La piedra había vuelto a caer por la ladera de la montaña, y como Sísifo, una minoría de mexicanos ilustrados y liberales se empeñaba por tercera vez en la nunca terminada y siempre recomenzada tarea de sacar a México del pasado y llevarlo en volandas al futuro. El sueño era pasar de un país de creencias, patrimonialista y autoritario en lo político, monopolístico y cuasi feudal en lo económico, donde prevalecía la superstición y la ignorancia en las grandes masas, a otro de ideas y luces, abierto, plural y democrático, donde rigiera el estado de derecho y el libre mercado. Si el pasado demostraba su pesada carga de arbitrariedades, violaciones a los derechos y libertades fundamentales, injusticias y monstruosa desigualdad, la modernidad prometía democracia, libertad, progreso e igualdad.

Resultó el enésimo fracaso. De nuevo faltaron condiciones materiales y apoyo popular para un proyecto moderno de cambio. Destruir lo viejo había sido relativamente fácil; lo difícil era reconstruir con cimientos y materiales diferentes. Una nueva dictadura corporativista se asentó en México, esta vez colectiva y de partido casi único. El dominio del Partido Revolucionario Institucional por 70 años se puede entender como una pervivencia del pasado remoto mexicano bajo formas políticas nuevas. Los presidentes se sucedieron en riguroso orden cada seis años sin poder reelegirse, hubo cambios legales e institucionales no menores para avanzar hacia una economía social de mercado, nuevos derechos laborales y sociales que sobre el papel favorecían a las mayorías. Pero detrás de los velos y las celosías, el viejo modelo político y económico pervivía monolítico, intocado. Como con Díaz, el pasado nunca había sido pasado y se volvía a hacer presente. Sobre el papel, la Constitución establecía todo tipo de derechos; en la realidad, poco o nada se cumplía. En esa línea que separa la civilización de la barbarie, México volvía a caer en el lado de la barbarie.

Y así llega la verdadera cuarta transformación de México, la apertura económica y política de los años 90 del siglo pasado. En un contexto nuevo, el objetivo fue esencialmente el mismo que en los tres intentos anteriores: pasar en definitiva de una sociedad cerrada a otra abierta. Se logró la inserción económica y comercial plena de México en el mundo, y se estableció una democracia liberal basada en la competencia por el poder a través de elecciones libres y auténticas. Ambos logros han tenido hasta ahora continuidad histórica por primera vez en la historia del país.

Fue un proceso imperfecto, insuficiente y a veces frustrante, como lo fueron otros similares en épocas no muy distantes en el sudeste asiático, en Europa del este o la propia España, que ha creído encontrar su propia puerta a la modernidad en la Transición y la entrada en la Unión Europea en el último cuarto del siglo XX. No estuvo exento de corrupciones y desembocó en cuasimonopolios en algunos sectores estratégicos del país, como las telecomunicaciones. Tampoco ha traído un estado de derecho pleno a México, ni mejores instituciones de justicia. Un Estado crónicamente débil ha creado las condiciones para que la delincuencia crezca y se extienda por grandes regiones del país.

Pero el impulso democratizador y aperturista fue real. México ha vivido tres alternancias en la presidencia en 25 años. El país se transformó de una economía estatista y petrolera en una potencia manufacturera y comercial que exporta un millón de dólares por minuto a Estados Unidos, más que ningún país del mundo. Los vacilantes cambios de los años 90 fueron perfeccionándose en las últimas décadas. Se crearon reguladores anticompetencia más fuertes, la autoridad electoral y el poder judicial fueron ganando voz propia y autonomía, los gobiernos divididos hicieron del Congreso un contrapeso real. El presidente poco a poco fue perdiendo poder, acechado por límites que iban creciendo de forma lenta pero continua. El proceso debía llevar necesariamente a un fortalecimiento del Estado, principalmente de las instituciones de justicia, como garante del estado de derecho.

Ahora, al menos una parte de ese legado, de esa cuarta transformación, está en riesgo. Movimiento de Regeneración Nacional, el nuevo partido hegemónico de México del presidente López Obrador, y su candidata para las próximas elecciones del 2 de junio, han propuesto reducir dramáticamente el tamaño y el presupuesto de la autoridad electoral, poniendo en riesgo la celebración de elecciones libres. Han pretendido reformar la Constitución para que consejeros electorales y jueces, magistrados y ministros de la Suprema Corte de Justicia sean electos por voto popular, una regresión que conduciría inexorablemente a la captura política de pesos y contrapesos clave de la incipiente democracia mexicana. Han propuesto eliminar órganos autónomos que de facto acotan los poderes presidenciales y la arbitrariedad política. Han pedido al pueblo mexicano un apoyo arrollador que los lleve de nuevo a la presidencia con más votos que en las anteriores elecciones de 2018, y con la mayoría calificada necesaria en ambas cámaras del Congreso para poder reescribir la Constitución. En la particular visión de López Obrador, su proyecto político representa la cuarta transformación de México solo por detrás, según él, de la Independencia, la Reforma y la Revolución. Pero de consumarse el plan, el resultado sería una democracia bajo asedio, un poder judicial cooptado y una presidencia todopoderosa. Una vez más, una contrarreacción conservadora se cierne sobre México. Una vez más, la historia coloca a México en una encrucijada decisiva.

La gran incógnita es si esta vez, por fin, a más de dos siglos del comienzo de una lucha interminable, los cambios de los años 90 serán irreversibles, gracias al apoyo de una mayoría social que los sustente. Lo que está en juego en las elecciones de junio es esa cuarta transformación, y no otra. ~

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(Madrid, 1983) es periodista y analista político.


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