Judith Shklar y la obligación política

La filósofa política habría visto con horror las tendencias autodestructivas de las democracias occidentales de los últimos años, y sus últimas clases proporcionan orientación y reflexiones para el contexto actual.
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Las cuestiones en torno a la obligación política están en el corazón de la práctica y de las ideas políticas. Tienen que ver con el poder, la autoridad, los derechos, el autocontrol y el control sobre los demás. ¿Cuándo estamos obligados a seguir decisiones colectivas? ¿En qué se basa esa obligación? ¿Dónde están sus límites?

Esas preocupaciones y similares, en esos mismos términos, motivaron a la teórica política Judith Shklar a impartir su último curso en Harvard antes de fallecer en otoño de 1992 (sus clases, editadas y prologadas por Samantha Ashenden y Andreas Hess, se acaban de publicar en Yale University Press).

Para Shklar, era importante transmitir a sus alumnos “la convicción de que una persona completa debe ser capaz de pensar de manera inteligente sobre el gobierno” y que hacer eso implica descubrir “cómo encajan las ideas políticas en la república de las letras en general, [y] en particular en el sistema político en el que tienen lugar”.

Era consciente de que pensar sobre la obligación política en un contexto como el de la democracia estadounidense no era una tarea fácil. Eran necesarias algunas prevenciones: contra la inclinación a pensar en Estados Unidos en términos excepcionalistas, como hacían (y todavía hacen) algunos politólogos e historiadores, y contra la idea de ver la democracia estadounidense solo a la luz de la “libertad negativa”, como la simple libertad de interferencias.

Shklar insistía en que esas nociones eran de algún modo reduccionistas. Argumentaba que en el contexto estadounidense la democracia no estaba basada en una pugna imaginaria por el reconocimiento entre el amo y el esclavo, como sugirió en una ocasión un famoso filósofo alemán, sino que surgió de una pugna real por derechos y libertades positivas. La lucha por la emancipación de los esclavos y los derechos civiles eran una prueba de ello.

Aunque algunos críticos consideraron que el liberalismo del miedo de Shklar tenía de alguna manera una inclinación minimalista, su liberalismo básico no estaba formado exclusivamente en términos negativos. Defendía que para sostener las democracias liberales hacía falta una participación de los ciudadanos basada en dos cuestiones clave: derecho al voto e ingresos. Este enfoque no significaba que las democracias liberales tuvieran que aspirar o trabajar por conseguir el mejor resultado, el summum bonum. El liberalismo del miedo de Shklar nos pide que nos concentremos en la erradicación de lo peor, el summum malum, la crueldad y el miedo.

Esta inclinación significaba que los vicios cotidianos como la hipocresía, la traición o la misantropía, valores contra los que suele dirigirse el descontento democrático, simplemente no pueden compararse con los peores vicios; por lo tanto estos fenómenos multifacéticos no deberían ocupar un lugar prominente cuando abordamos las concepciones liberales de lealtad y obligación política. En resumen, el liberalismo de Shklar no era perfeccionista, y sin embargo eso no implicaba que hubiera que olvidarse de las cuestiones de participación.

Cualquiera que lea los libros y ensayos de Shklar se dará cuenta de que es una autora que siempre fue reacia a adoptar una gran teoría de la justicia, como la que sugirió su amigo y compañero de Harvard John Rawls, por ejemplo. Pero lo que falta en su conceptualización de un liberalismo fundamental es una discusión sobre lo que se puede esperar, siendo realista, de un ciudadano en una democracia liberal, especialmente en relación con la obligación y la lealtad. ¿Cuánta obligación y lealtad podemos exigirle a una democracia funcional o, de hecho, a una comunidad política liberal?

En busca de una psicología política

Esas preocupaciones obviamente señalaban que lo que se necesita en la cúspide de las instituciones funcionales es una psicología política que proporcione una brújula moral fiable. Shklar sabía que esto era difícil de conceptualizar. Consideraba que las antiguas virtudes republicanas pertenecían al pasado, y era imposible resucitarlas en un entorno moderno donde el proceso formativo colectivo ha sido generalmente sustituido por una multitud de preferencias y decisiones individuales. Al mismo tiempo, la democracia liberal moderna no puede sostenerse sin un software psicológico fiable por parte de sus ciudadanos.

Cuando la comparamos con regímenes políticos del pasado, la democracia liberal resulta revolucionaria. El punto de vista moderno de la soberanía implicaba que la gente se consideraba autora de sus propias leyes. Esto tiene efectos en la concepción de la obediencia, ya que implica el reconocimiento de uno mismo en la colectividad y el reconocimiento del autocontrol. En los Estados democráticos modernos, dice Shklar, la conciencia individual y la oposición se enfrentan a nuevos retos y dilemas.

Los argumentos de Henry David Thoreau y Martin Luther King sobre la desobediencia civil, incluida la discusión sobre la obligación individual, y las posibilidades pero también las limitaciones de esta en condiciones democráticas, son relevantes. De su ejemplo podemos aprender cómo los conflictos entre la conciencia individual y las comunidades políticas pueden convertirse en curvas de aprendizaje colectivas con resultados positivos.

En realidad las clases de Shklar sobre la obligación política tienen limitaciones históricas. Impartidas en 1992, no contienen nada sobre las redes sociales y sus usos y abusos. Hay muy poco sobre nociones de obligación específicamente centradas en el género, aunque el tema surge, por ejemplo, cuando escribe sobre Antígona de Sófocles. Tampoco hay mucho sobre desacuerdos y conflictos multiculturales tal y como los comprendemos en el nuevo milenio.

Shklar habría visto con horror las tendencias autodestructivas de las democracias occidentales de los últimos años, y sus clases proporcionan orientación y reflexiones para este contexto. Hay dos cuestiones importantes en sus clases sobre la obligación que nos vienen a la mente: primero, su sugerencia de que nos centremos en la condición de los exiliados como un medidor de nuestras obligaciones; en segundo lugar, que demos una adecuada atención política al estatus vulnerable de los refugiados en todo el mundo.

La posición precaria del exiliado y el refugiado pone de manifiesto algunos de los problemas fundamentales de la obligación política: ¿cuándo se alcanza exactamente el punto en el que la situación fuerza a alguien a exiliarse?, ¿y puede detallarse o delimitarse claramente ese punto de “salida”? En términos de obligaciones y deberes, hay diferencias obvias entre una dictadura y una democracia. ¿Cómo se relacionan un Estado democrático y la conciencia personal? ¿Tiene una comunidad prioridad sobre las preocupaciones y dudas personales?

El segundo punto tiene que ver con el hecho de que un país como Estados Unidos se construyó y sigue construyéndose a partir de la salida de gente de otros países. En los últimos años esto ha sido también una tendencia que han acabado reconociendo los europeos, aunque no han hecho gran cosa desde el punto de vista institucional. Dicho esto, durante mucho tiempo la memoria de lo que significa dejar un país permanecerá como una fuente vital y un depósito para repensar los límites de la lealtad y la obligación de los ciudadanos en democracias.

El tratamiento de los exiliados que se convierten en ciudadanos –los refugiados y migrantes de hoy– es el indicador principal de la calidad de una democracia. Ni el espléndido aislamiento del Brexit ni la retórica de los muros ni el intento de construir uno pueden acabar con eso, al menos no inmediatamente.

 

Traducción del inglés de Ricardo Dudda

Publicado originalmente en Open Democracy.

Creative Commons.

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Samantha Ashenden da clases de política en Birkbeck College, en la Universidad de Londres.


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