Se entiende la necesidad de encuadrar los debates electorales como una justa en donde forzosamente deben aparecer un ganador y un perdedor. Es la mejor manera de sintetizar lo acontecido, comparar el desempeño de quienes ahí participaron y construir una expectativa sobre un resultado esperado de la elección en curso.
Una aproximación garantista diría que nuestra democracia gana cuando posiciones opuestas en el espectro político son capaces de dialogar y confrontarse pacíficamente de cara a la ciudadanía. Puede no gustar el tono, lenguaje o frivolidad de los argumentos, pero vale la pena reconocer que, como práctica deliberativa, los debates electorales son ya parte de nuestro paisaje democrático. Democracias como Italia, Israel o Sudáfrica han dejado de realizarlos básicamente por diferencias irreconciliables entre las fuerzas políticas. Existe incluso una buena posibilidad de que los debates presidenciales en la próxima elección presidencial en los Estados Unidos no se lleven a cabo debido, en gran medida, a la abierta negativa del partido Republicano y Donald Trump a participar en ellos.
Es cierto que los debates no garantizan ni una elección más pareja ni una gobernabilidad a largo plazo. Sin embargo, su realización, cuando la ciudadanía se apropia de ellos, carga con un peso simbólico importante al momento de juzgar qué tan democrático es un proceso electoral. Vale más la pena tenerlos que prescindir de ellos.
El principal reto de los debates electorales en la actualidad, no solo en México, es la profunda naturalización de la mentira en las democracias deliberativas. Se ha vuelto común dar y recibir información falsa, imprecisa o abiertamente alucinante, sin que ello traiga una consecuencia inmediata en la valoración que las personas hacen de los partidos políticos (de por sí profundamente desprestigiados) y de sus candidatos. La mentira ya no mancha como antes porque ahora importan más nuestra afinidad, valores y creencias personales que la evidencia objetiva de hechos o datos.
En el juego de las expectativas creadas tras el primer debate, era posible anticipar que la estrategia de la candidata de Sigamos Haciendo Historia, Claudia Sheinbaum, seguiría siendo la de centrar su oferta de valor en los éxitos y logros de la administración saliente. No hubo un solo resquicio de crítica a la gestión de López Obrador o de autocrítica en la suya al frente de la Ciudad de México. La candidata oficial al frente de las preferencias electorales necesitaba cuidar su ventaja, resguardada en el espejismo en el que se han convertido los logros de la cuarta transformación. Etiquetada como la “candidata de las mentiras” por Gálvez, Claudia presumió “logros” que no resisten la menor verificación.
Esta actitud temeraria por utilizar la mentira como moneda de cambio disminuyó el impacto informativo del debate. Sumado a este desdibujamiento deliberativo estuvo la postura más frontal y agresiva de parte de Xóchitl Gálvez quien, a diferencia del primer debate, distrajo a Sheinbaum mediante acusaciones e interrupciones. A pesar de ser muy aplaudidas por sus simpatizantes, estas acciones poco contribuyeron a elevar el nivel de la conversación. Máynez, por su parte, utilizó su tiempo para deslizar algunas propuestas sin perder de vista que su principal objetivo no es comunicar un proyecto político (que no existe) sino llevarse consigo los votos de quienes desaprueban la gestión del presidente, pero no simpatizan del todo con Xóchitl Gálvez. En síntesis, lo que los dos debates revelan es que aún estamos lejos de una cultura política de debate que no pase por la virulencia personal o, cada vez con mayor frecuencia, la temeraria imputación de crímenes a diestra y siniestra. En algún momento Sheinbaum sintetizó la inexistencia en México de un estado de derecho al pedirle a su contrincante que presentara las denuncias correspondientes. Todos supimos que quería decir con eso.
Un punto aparte, pero indiscutiblemente ligado al desarrollo del proceso, es la nota negativa que deja el papel de la autoridad electoral. El INE enfrentaba el enorme reto de corregir los errores cometidos en el primer debate, como el apretado formato de preguntas y re-preguntas, el fondo de pantalla totalmente ilógico, la falta de seguimiento puntual de los tiempos en los cronómetros del estudio y la impericia de la presidenta del Instituto, quien insistió en presenciar el debate desde el interior de la sala del consejo junto con una camarilla de consejeros electorales afines a ella.
Trascendió que el afán de Taddei por mirar el debate desde el estudio no disminuyó y que, en contra del acuerdo de la propia comisión que preside la consejera Carla Humphrey, mandó instalar un cuarto oscuro para, en plan de franca irreverencia, apersonarse en dónde no tienen nada que hacer más que estorbar. ¿Cómo explicar este nivel de irresponsabilidad?
Malas cuentas entregó también el INE en el área de comunicación social con la organización en la sala de prensa en donde, por segunda vez consecutiva, hubo fuertes reclamos por la pérdida de señal en la transmisión en vivo. ¿Es intencional el maltrato a la fuente o en verdad no existe interés por facilitar el trabajo periodístico al interior del Instituto?
Se ha dicho que la Comisión de debates del INE hoy sirve a dos amos. Fuentes al interior del Instituto afirman que la presidenta de la Comisión, Carla Humphrey, acuerda una cosa con los representantes de las candidaturas y, casi de inmediato, la presidenta del Consejo General, que por reglamento no puede participar en la Comisión, les concede todos sus caprichos. Es notorio el desdibujamiento de una idea clara sobre para qué se están haciendo estos debates y a quién se está buscando complacer.
El papel de la moderación es representar el espíritu crítico de la audiencia para evitar que candidatas y candidato se vayan por las ramas o emprendan una andanada de insultos sin atender los temas de fondo. Pero basta con mirar el papel cada vez más discreto de los moderadores, quienes no insisten en que se respondan las preguntas planteadas previamente por la audiencia o por ellos mismos. Aun con un formato obsesionado con los tiempos, el INE debe apoyarse mucho más en la moderación para dotar de dinamismo y veracidad la deliberación frente a la audiencia. También debe entender que los protagonistas del debate son las candidatas y el candidato y no los desplantes VIP de un Instituto hoy tristemente dividido. Todavía falta un debate antes del 2 de junio y es de esperarse que, de cara al cierre de las campañas, los ánimos entre contendientes lleguen aún más encendidos. Del INE se requiere, más que perfección, compromiso por servir al interés público. La única garantía para extender la vida útil de los debates es demostrar que cumplen con el propósito de informar el voto de la ciudadanía. ~
es investigador del CEIICH-UNAM y especialista en comunicación política.