El 4 de junio de 2014 el Estado Islámico lanzó una ofensiva sobre Mosul, la tercera ciudad más grande de Iraq. Sorprendentemente el ejército iraquí se desplomó y la ciudad cayó en menos de una semana. La catástrofe militar sirvió para descubrir la frágil estructura del ejército iraquí, horadado por la corrupción, el absentismo y el partidismo político.
En aquel momento de emergencia nacional, el gobierno iraquí recibió ayuda militar urgente de Estados Unidos, Irán y Rusia. El gran ayatolá Alí Al-Sistani, figura clave de la rama chií del islam en Iraq, llamó en su sermón del viernes 13 de junio a todo hombre iraquí capaz de empuñar un arma a acudir en defensa del país por encima de fracturas sectarias. Diferentes organizaciones políticas chiíes acudieron a la llamada constituyendo unidades paramilitares, conocidas en su conjunto Fuerzas de Movilización Popular.
Ya en 2016 comenzó el proceso de crear un marco legal para que todas aquellas milicias partidistas se integraran en la cadena de mando de las fuerzas armadas iraquíes y acabar así con una peligrosa quiebra del monopolio de la violencia en manos del Estado.
En 2019 comenzó una campaña de ataques desde las Fuerzas de Movilización Popular contra la presencia estadounidense en el país. Durante octubre y noviembre se produjeron lanzamientos de cohetes contra la llamada Zona Verde, el distrito protegido de Bagdad, donde se encuentra la embajada de Estados Unidos, además de contra instalaciones militares con presencia estadounidense.
El 27 de diciembre un ataque contra una base militar en el norte de Iraq produjo la muerte de un trabajador de una empresa contratista estadounidense e hirió a varios militares de esa nacionalidad. Esta ofensiva agotó la paciencia de Washington ante la campaña de ataques de las milicias chiíes y la incapacidad del gobierno iraquí, sumido en una profunda crisis política, para frenarla. La aviación estadounidense bombardeó instalaciones de una de las organizaciones que forman las Fuerzas de Movilización Popular, las Brigadas del Partido de Dios (Kataeb Hezbolá) el día 29.
La respuesta de las milicias chiíes fue lanzar un asedio a la embajada estadounidense en Bagdad. La acción sin duda agitó la imaginación en el cuerpo diplomático estadounidense. La hostilidad entre Estados Unidos y la República Islámica de Irán tiene su primer episodio relevante en la crisis desatada por el ataque a la embajada estadounidense en Teherán el 4 de noviembre de 1979 y la toma de 66 rehenes por un grupo de estudiantes universitarios. Pero las imágenes de las turbas de milicianos chiíes en el perímetro de la embajada estadounidense en Bagdad traían recuerdos también del ataque contra el consulado de Bengasi el 11 de septiembre de 2012, que se saldó con la muerte del embajador estadounidense en Libia y otros tres ciudadanos estadounidenses. La contundente respuesta posterior estadounidense ha de entenderse a la luz de este pesado legado histórico.
La animadversión de las milicias chiíes iraquíes contra la presencia estadounidense no es nueva. Las fuerzas militares de Estados Unidos, y países aliados como España, debieron enfrentarse en Iraq entre 2003 y 2011 no solo a las sucesivas fases evolutivas de la organización que terminó convirtiéndose en el Estado Islámico, sino también a organizaciones insurgentes chiíes. Estas organizaciones armadas recibieron el apoyo de Irán, que les proporcionó dinero, entrenamiento y artefactos explosivos avanzados. Estos últimos fueron responsables de un buen número de bajas estadounidenses en Iraq.
Irán extiende su apoyo a grupos armados en Oriente Medio a través de la Fuerza de Jerusalén (Quds), la rama del Cuerpo de Guardianes de la Revolución Islámica encargada de las operaciones clandestinas en el exterior. Desde 1998 fue comandada por el general de división Qasem Soleimani, un personaje bien conocido para la inteligencia estadounidense gracias a los breves y pocos conocidos periodos de colaboración en materia de inteligencia y diplomática con Irán previos a la invasión de Afganistán en 2001 y posteriores a la caída de Saddam Hussein en 2003.
Su reciente viaje a Bagdad se interpretó en Estados Unidos como parte de los preparativos para una intensificación de la campaña de ataques de las organizaciones armadas chiíes, aunque al parecer el viaje se había justificado como una ronda de contactos con personalidades iraquíes. Pero Soleimani era algo más que el comandante en jefe de una organización iraní encargada de operaciones militares y de inteligencia clandestinas en el exterior. A pesar de la naturaleza discreta que se le supone al cargo, se había sido convertido en un personaje célebre y era la cara visible de la política intervencionista iraní en la región, apoyando a grupos armados en lugares como Líbano, Gaza y Yemen.
El general Soleimani había estado en el punto de mira de Israel y Estados Unidos en tiempos de anteriores presidentes. Pero en el cálculo de costes y beneficios se había considerado que la muerte de un personaje tan popular y de tan alto rango generaría una respuesta desmesurada por parte iraní. Las explicaciones de por qué se autorizó que el ataque de un dron el 3 de enero de 2020 acabara con la vida del general Soleimani varían. Pero la aparente irracionalidad del presidente Donald Trump podría esconder un método.
Se acumulaban meses de incidentes como el derribo de un dron estadounidense en el Golfo Pérsico, una serie de ataques contra petroleros en el Golfo Pérsico y el ataque con drones sufrido por unas instalaciones petroleras en Arabia Saudita en septiembre de 2019. En tales circunstancias, se podría considerar que el poderío militar estadounidenses en Oriente Medio no estaba generando disuasión alguna. La aparente irracionalidad y volatilidad del presidente Trump, calculadas o no, eran razones para que Irán considerara cambiar de actitud.
En agosto de 2012, el presidente Obama anunció en una rueda de prensa que el uso, o incluso el traslado de armas químicas, en Siria suponía una “línea roja” que cambiaría sus “cálculos” sobre la guerra civil que sufría el país. Cuando en agosto de 2013 el régimen sirio empleó armas químicas contra la población civil siria en Guta, en las afueras de Damasco, el gobierno de Obama trasladó la decisión sobre la respuesta al Congreso, involucró al Reino Unido y terminó dejando que Rusia acudiera al rescate de Bashar Al Asad con un plan de entrega y destrucción de los arsenales de armas químicas. Al año siguiente del paso atrás de Obama, Rusia invadió Ucrania y China aceleró su programa de construcción de bases en el Mar de la China Meridional.
Al anuncio iraní de la elección de 35 objetivos para sus misiles balísticos, el presidente Trump respondió a principios de año que estaba listo para golpear muy rápido y muy duro un total de 52 objetivos iraníes, especificando que se trataba de blancos de importancia para Irán y su cultura. Sin explicación oficial, quedó abierto el terreno para la especulación de si el presidente Trump estaba refiriéndose a la destrucción del patrimonio cultural iraní, lo que es un crimen de guerra.
En la madrugada del 8 de enero, a la misma hora local que un dron acabó la vida del general Soleimani, la fuerza aeroespacial del Cuerpo de Guardianes de la Revolución disparó una salva de misiles balísticos contra tres bases iraquíes que albergan tropas estadounidenses. La vigilancia por satélite de las bases de misiles iraníes y la interceptación de comunicaciones permitió saber que se preparaba un ataque y alertar sobre el disparo de los misiles. Cuando estos impactaron sus objetivos, las tropas estadounidenses e iraquíes estaban a resguardo en refugios. Los ataques se saldaron con algunos daños materiales y cero bajas.
El resultado de la acción iraní creó una oportunidad para desescalar la crisis porque podía ser interpretado como un resultado satisfactorio simultáneamente en Washington y Teherán. La ausencia de bajas permitía al presidente Trump tomar decisiones sin preocuparse por las peticiones de venganza de la opinión pública de un país desarrollado y democrático occidental que valora por encima de todo la vida humana. Desde el punto de vista iraní, lo que estaba en juego, por encima de todo, era el honor y orgullo nacional. Así que haber lanzado un desafío militar a la hiperpotencia estadounidense y haber ejecutado un ataque de tal envergadura suponía una victoria persa.
Ahora, queda esperar si los acontecimientos de las últimas semanas desembocan en una petición formal del gobierno iraquí para que las tropas estadounidenses abandonen el país. Lo que sería una victoria póstuma del general Soleimani: lograr expulsar a Estados Unidos de Iraq. O si por el contrario, tras haber medido Estados Unidos e Irán sus respectivas fuerzas, se inicie una proceso discreto de diálogo que lleve a un nuevo acuerdo con Irán que satisfaga a Donald Trump.
Mientras tanto, el jueves 9 de enero, el comandante en jefe de las fuerzas aeroespaciales del Cuerpo de Guardianes de la Revolución apareció en una rueda de prensa flanqueado por las banderas de seis grupos armados que Irán apoya en la región. Anunció que el reciente ataque fue sólo el comienzo de una campaña que abarcará toda la región y que aspira a la salida estadounidense de Oriente Medio.
Jesús Pérez Triana es analista de seguridad y defensa y autor del blog Guerras Posmodernas.