Las muertes de los activistas Homero Gómez González y Raúl Hernández Romero son los casos más recientes de violencia en contra de las personas dedicadas a la defensa de los derechos ambientales.
Homero Gómez era el administrador del santuario de la mariposa monarca El Rosario, en Ocampo, Michoacán. El 13 de enero había sido reportado desaparecido, y el 29 de enero fue hallado sin vida en un pozo de riego, con una herida en la cabeza. Raúl Hernández, guía del mismo santuario, había desaparecido el 27 de enero; su cuerpo fue hallado el 1 de febrero, con signos de violencia. Al dar a conocer los resultados de la necropsia de Gómez, la Fiscalía General de Michoacán no aclaró si consideraba el hecho como un asesinato. El caso de Hernández sí es investigado como tal.
Gómez y Hernández habían denunciado la tala ilegal de los bosques que sirven de hábitat a las mariposas monarca en Michoacán. Amnistía internacional señaló la importancia de que su muerte sea investigada partiendo de su labor de defensa del medio ambiente, en tanto que la UNESCO expresó su preocupación tras la “sospechosa” muerte de los activistas y pidió que se esclarezcan las circunstancias en que ocurrieron. En una carta pública, numerosas organizaciones de la sociedad civil condenaron los asesinatos de estos activistas y exigieron su investigación. En su conferencia de prensa matutina, Andrés Manuel López Obrador lamentó la muerte de Homero Gómez y aseguró que su gobierno trabaja para impedir la tala clandestina.
Las muertes de Gómez y Hernández no son, por supuesto, casos aislados. Los asesinatos de Nora López, responsable del proyecto de reproducción de la guacamaya roja en Chiapas, en agosto de 2019; del activista rarámuri Julián Carrillo, en octubre de 2018, y del también ecologista José Luis Álvarez Flores, defensor del santuario del mono saraguato en Tabasco, en julio del mismo año, son otros casos que han tenido relevancia pública.
Según la organización Front Line Defenders, en 2019 fueron asesinados 24 defensores de derechos humanos en México, un 40% de los cuales eran ambientalistas. Desde 2010, de acuerdo con el Centro Mexicano de Derecho Ambiental (CEMDA), han ocurrido 440 ataques contra personas dedicadas a la defensa del medio ambiente. En 2018, el Centro documentó 49 casos de agresiones, que resultaron en el asesinato de 21 personas. Además del homicidio, las agresiones físicas, las amenazas, la intimidación y la criminalización –es decir, el uso del sistema penal por parte del Estado para debilitar las acciones de defensa ambiental– son frecuentes. Según la investigación del CEMDA, los ataques están relacionados con la labor de los defensores ante proyectos de infraestructura, despojo de tierras, minería, proyectos hidroeléctricos y de energía renovable, entre otros.
México no es una excepción. Según Global Witness, 164 personas fueron asesinadas a nivel global por sus actividades en defensa de la tierra y del medio ambiente en 2018. Filipinas, Colombia, India, Brasil, Guatemala y México son los países que concentraron el mayor número de casos.
En un país donde la inmensa mayoría de los crímenes no son investigados y la tasa de impunidad llega al 99.9%, no es de sorprender que las agresiones contra las personas defensoras del medio ambiente no se castiguen. A esto debe añadirse que, según el informe del CEMDA antes citado, el Estado –que abarca, desde luego, a diversas corporaciones y órdenes de gobierno– es, en la mayoría de los casos, el principal agresor de los defensores de derechos ambientales.
En su informe de 2017 sobre la situación de los defensores de derechos humanos en México, Michel Forst, relator especial de las Naciones Unidas, hizo una serie de recomendaciones al gobierno de México, entre las cuales se cuentan garantizar investigaciones prontas e imparciales sobre las agresiones contra personas defensoras de derechos humanos, así como elaborar y adoptar políticas públicas integrales con el objetivo de prevenir las violaciones a los derechos humanos de los defensores.
Las acciones que el actual gobierno ha emprendido para enfrentar este problema no han conseguido frenarlo. El Mecanismo de Protección para Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas, que durante 2019 protegió a 721 personas dedicadas a la defensa de los derechos humanos, tiene una capacidad insuficiente: mientras que el número de personas que trabajan en él no ha cambiado desde 2014, el número de personas atendidas aumentó en 236% en ese lapso. En un comunicado difundido a comienzos de 2020, la instancia anunció que atraviesa una “reingeniería institucional”.
Días después de la muerte de Homero Gómez, el secretario de Medio Ambiente y Recursos Naturales, Víctor Manuel Toledo, anunció que buscará crear un cuerpo especializado, en el que participen la Guardia Nacional y otros órdenes de gobierno, que se encargue de la protección del territorio y de los defensores ambientales. Esta iniciativa fue criticada por las organizaciones que condenaron los asesinatos de Gómez y Hernández, toda vez que, consideran, “no ahonda en los problemas estructurales que generan las políticas en relación a megaproyectos y que derivan en graves violaciones a derechos humanos. Al contrario, es una medida reactiva y limitada. Además, no está enfocada en generar mejores condiciones para la defensa de derechos humanos, sino que consolida la militarización de los territorios, privilegiando así un modelo de desarrollo que prioriza la sobre explotación del patrimonio natural y cultural”.
En 2018, México firmó el Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales (Acuerdo de Escazú), el primer tratado ambiental regional para América Latina y el Caribe, y el primero en el mundo que cuenta con mecanismos específicos de protección para las personas que defienden el medioambiente. Sin embargo, el Senado no lo ha ratificado, retrasando su entrada en vigor.
Adicionalmente, el gobierno ha reducido el presupuesto al ramo de Medio ambiente y Recursos Naturales, de 37 mmdp en 2018 a 31 mmdp y a menos de 30 mmdp en 2020. Al mismo tiempo, impulsa grandes proyectos de infraestructura como el Tren Maya y la refinería de Dos Bocas, contra la opinión de activistas y expertos medioambientales.
Si las múltiples sospechas son ciertas, la muerte de Gómez y Hernández fue ocasionada por su oposición a la tala ilegal en una región específica del país. Pero muchas otras personas en todo el territorio nacional corren riesgos similares, al enfrentarse a grupos económicos poderosos, a menudo relacionados con el crimen organizado, desprotegidos por un Estado en el mejor de los casos omiso ante los actos de depredación ambiental, y en el peor, cómplice o promotor de los mismos.
Una recomendación crucial que hizo Forst en 2017 fue la de reconocer públicamente, tanto a nivel federal como estatal, el papel fundamental que desempeñan los defensores de los derechos humanos en las sociedades democráticas, así como condenar cualquier expresión pública que los desacredite. Las condolencias presidenciales son necesarias y bien recibidas. Pero cuando desde el mismo podio se afirma que los activistas y organizaciones ambientales opuestos al Tren Maya solo buscan que el gobierno “quede mal”, o cuando el gobierno organiza una consulta indígena en torno a ese proyecto que, según la ONU, no cumple con todos los estándares internacionales en la materia, parece evidente el reconocimiento no es uniforme, que ciertos activistas causan incomodidad y que, antes que reconocer su trabajo, se buscará silenciarlos o desacreditarlos. Si no hay, desde los más altos niveles, un reconocimiento irrestricto de la labor de los defensores de derechos humanos, no se puede esperar que el panorama cambie en lo sustancial.