Las peculiares normas que rigen las campañas electorales desde la malhadada reforma política del 2007, han decretado semanas de ayuno político: una cuaresma electoral.
El resultado inmediato de estas reglas, que nadie entiende, es que a cuatro meses de las elecciones de julio no sabemos casi nada de las propuestas concretas de dos de los candidatos a la presidencia: Enrique Peña Nieto y Josefina Vázquez Mota. Sabemos muchísimo más de los precandidatos republicanos en los Estados Unidos que han escenificado incontables debates. A estas alturas de las primarias republicanas –y a nueve meses de las elecciones– sólo los estadounidenses que no quieren ver no conocen a fondo a los políticos que compiten por la candidatura republicana, para no hablar del presidente Obama. En cambio, el electorado mexicano sigue practicando el arte de la adivinación: ¿qué pretenderán los candidatos que se disputan la presidencia?, ¿cuál será su política económica y social?, ¿cómo resolverán el problema de la seguridad y qué política exterior tienen en mente?
La excepción es López Obrador, porque lleva casi un decenio en campaña –digan lo que digan las nuevas normas electorales. Sus propuestas son el único tema posible en esta cuaresma. La diferencia entre el AMLO pre2006, post ocupación de Reforma y “presidencia legítima”, y el de hoy, es que el de ahora se ofrece en una nueva presentación. Le preocupa la “grandeza espiritual” del país y está empeñado en crear una “república amorosa” (“¿Cómo transformar a México?”, Reforma, noviembre 2, 2011).
Habría que informarle que el espíritu mexicano goza de muy buena salud. Nuestros valores y tradiciones han resistido, no sólo el embate del “modo de vida norteamericano”, sino también el de la informática moderna. Para no hablar de la cultura. México sigue siendo el territorio de la creatividad. Cada generación genera una pléyade notable de escritores, pintores, arquitectos, artistas y artesanos y cineastas de primera línea.
Sería bueno que AMLO entendiera, asimismo, que lo que necesitamos no es una república “amorosa”, sino una república plenamente democrática. Con un quehacer político que funcionara al revés del que él practica. Hace unos días, convocó a un mitin que es un botón de muestra inmejorable de la política antidemocrática que no necesitamos. Es también una prueba más de su talante autoritario (“Pacta AMLO con SME…” Reforma, febrero 6, 2012).
AMLO se reunió con los afiliados del SME (16,599 trabajadores más 22,000 jubilados). Se declaró “molesto” porque el SME había negociado con Peña Nieto para recuperar una empresa a la que expoliar. (La ineficiencia y corrupción de Luz y Fuerza del Centro nos costaban a todos 3,000 millones de dólares anuales). Su clientela es su clientela ¡faltaba más! y no aceptará robalos que naden en dos aguas. El SME tiene que garantizarle el voto de sus afiliados. A cambio –dijo– él les dará una nueva empresa.
AMLO olvidó que la democracia empieza por el ejercicio del voto personal, libre y secreto. En su visión política corporatista, los miembros de los sindicatos votan en bola y a fuerza por el candidato aliado con sus líderes. Tampoco le importó ofrecer ahí mismo “democracia y libertad sindical”. Prácticas que mandarían automáticamente a retiro a sindicatos como el SME. Prometió también, él que nunca pudo aceptar su derrota en 2006, que de llegar a la presidencia someterá cada dos años a la opinión pública su desempeño y abandonará el poder sin aspavientos si una mayoría lo pide.
La nota termina en un tema mucho más importante que nuestra salud espiritual: la económica. AMLO asegura ahora que creará 7 millones de empleos en 6 meses. Si en noviembre, sus asesores calculaban que con una tasa de 6% de crecimiento del PNB se generarían un millón 200,000 empleos al año, haga usted cuentas sobre la tasa de crecimiento que México necesitaría para generar siete millones en seis meses. Ningún país lo ha conseguido: ni China creciendo al 11 o 12%.
Lo hará, afirma, “sin endeudamiento, inflación, ni aumento de impuestos” (“¿Cómo Transformar…”) Y, cabe apuntar, sin emprender las reformas fiscal, laboral y energética que el país necesita. Los ingresos para apuntalar un inflado estado benefactor y financiar obras a lo largo y ancho del país provendrán de la abolición de la corrupción: ahorraremos 800,000 millones de dólares anuales, dice AMLO. Más allá de que cualquier cálculo del dinero que se mueve en el oscuro territorio de la corrupción es una estimación incomprobable, el fin de la corrupción colocaría ese dinero en los bolsillos de quienes la financian, no en las arcas del gobierno. A menos de que AMLO pretenda incluir un nuevo renglón en la declaración de impuestos que obligue a los causantes cautivos a entregar al fisco lo que tenían destinado a dar mordidas a diestra y siniestra. No cabe duda que prometer no empobrece.
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Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.