Hace cinco años, en el otoño de 2017, nuestro país se enfrentó a una grave quiebra constitucional con la insurgencia en Cataluña. Se trató de un auténtico intento de golpe de Estado, una subversión del orden constitucional vigente que trató de ser sustituido por uno nuevo, con la fundación de la República catalana que predicaban las leyes de ruptura aprobadas el 6, 7 y 8 de septiembre de aquel año por un Parlamento catalán en clara insubordinación al Estatuto de Autonomía de Cataluña y a la Constitución española de 1978. Aquel ataque no fue una “mera ensoñación” ni un “artificio engañoso” para forzar al Estado a negociar, como el Tribunal Supremo concluyó, a mi juicio de forma desacertada. En aquellos momentos hubo un peligro cierto de que las fuerzas independentistas hubieran doblegado al Estado, aunque no recurrieran a medios violentos. Y es que, como ya nos enseñara Curzio Malaparte al estudiar las técnicas del golpe de Estado moderno, no es necesario valerse de la violencia para derrocar a un régimen.
Así, frente a este intento de ruptura, el Estado español reaccionó como corresponde a una democracia y dio al traste con la intentona rupturista: el Tribunal Constitucional dictó con celeridad sendas sentencias que declararon radicalmente nulas aquellas leyes rebeldes; se activó el art. 155 como instrumento excepcional de coacción federal; y se juzgó y condenó a los líderes de la insurrección. Todo lo cual se acompañó de una providente intervención del Rey que en aquellos trágicos momentos hizo visible al Estado y reivindicó la vigencia del Estado de Derecho, auspiciando la reacción cívica que certificó el fracaso golpista. En definitiva, vivimos la defensa extraordinaria de la Constitución, como pude estudiar de forma más desarrollada en mi libro Crisis constitucional e insurgencia en Cataluña: relato en defensa de la Constitución (Dykinson, 2019).
Ahora bien, que finalmente se lograra parar el golpe no puede llevarnos a acomodarnos en una posición complaciente, sobre todo porque nada indica que en un futuro no vayamos a tener que enfrentarnos a situaciones similares. A este respecto, creo que el principal desafío es, seguramente, afrontar la quiebra política subyacente. Hay que lograr que la Constitución vuelva a desplegar su fuerza integradora en todo el territorio nacional. Para ello hace falta que los principales partidos nacionales sean capaces de diseñar una política de Estado sobre la organización territorial de nuestro país con dos claras dimensiones: una netamente jurídica, dirigida a la reforma del Estado autonómico para corregir sus actuales insuficiencias en sentido federal, que culmine con una reforma de la Constitución; y otra, fundamentalmente política, para atajar la “colonización identitaria” que han venido desarrollando los partidos independentistas durante décadas, lo que exige ir más allá de políticas reactivas de defensa para impulsar una “política transformadora”, en palabras de Juan Claudio de Ramón, con sentido de país que ayude a generar antitoxinas frente a los nacionalismos.
Pero, al mismo tiempo, debemos asumir que la Constitución no puede quedar desprotegida ante eventuales ataques. Y una de las enseñanzas que nos dejó la insurgencia catalana es, precisamente, la obsolescencia del actual marco penal para defender la Constitución. Aquí es, de hecho, donde deberíamos situar el actual debate sobre la rebaja de las penas para el delito de sedición y la pretendida “homologación” europea.
Vaya por delante que nuestro Código penal no diverge sustancialmente de los del resto de países europeos. Así, hay un primer nivel de delitos, la gama más alta, que son aquellos que protegen la existencia misma del Estado, donde estaría nuestro delito de rebelión (art. 472 CP), con penas de prisión de hasta 25 o incluso 30 años, si se han esgrimido armas o ha habido combates. En Alemania el delito análogo sería el delito de alta traición, que puede ser castigado con cadena perpetua; en Francia también hay un delito que castiga con penas de hasta treinta años los actos que pongan en peligro las instituciones de la República o que atenten contra la integridad del territorio nacional. Delitos similares se encuentran en casi la totalidad de los Códigos penales con penas análogas. Eso sí, la nota común suele ser la exigencia de violencia o amenaza de la misma. Luego, una gama inferior de delitos serían los que castigan las conductas de resistencia y atentados a la autoridad o los desórdenes públicos, con penas que pueden llegar a los 3 o 5 años de prisión. También aquí, aún con matices, pueden encontrarse bastantes similitudes entre los Códigos penales de los países vecinos. Y, por último, encontraríamos un escalón intermedio entre los anteriores, el de la sedición, que es especialmente problemático. Este delito castiga con penas altas (pueden alcanzar los 15 años en nuestro país), los alzamientos tumultuarios que supongan una forma de resistencia a la autoridad. Se trata de proteger la eficaz realización de la voluntad del Estado frente a conductas tumultuarias que puedan obstaculizarla, las cuales pueden ser a priori ejercicio de la libertad de manifestación o de reunión (de ahí la dificultad de deslindar cuando se produce un exceso que merezca castigo). Tales razones justifican una revisión de este delito para adecuarlo a la lógica constitucional, aún más de lo que lo hizo el Código penal de 1995. Así lo hicieron en Alemania: en 1970 decidieron derogar un delito equivalente, aunque, como se ha dicho, mantienen una panoplia de delitos que castigan distintas formas de resistencia a la autoridad con penas más altas que en España. En Suiza, por el contrario, han mantenido un delito similar a nuestra sedición (Aufruhr). Quede por tanto claro que tampoco somos una rara excepción.
En todo caso, más allá de estas cuestiones sobre la mayor o menor identidad de nuestro marco penal con el de otros países (que son de orden muy secundario), el debate tendría que centrarse en las dificultades a las que se enfrentaron nuestros jueces para poder castigar una insurgencia como la vivida. Y, a este respecto, hay dos posibles aproximaciones a aquellos hechos: los mismos pueden verse como una serie de árboles aislados o como un bosque. Así, si juzgamos los hechos viendo solo los árboles, las conductas podrían encajar en diferentes delitos (desórdenes públicos, desobediencia o el derogado delito de convocatoria de referendos ilegales). Pero si se ve el bosque, nos encontramos con que hubo un acto claramente rebelde contra el orden constitucional. El problema es que no se dio la componente de violencia en el grado exigible para consumar este delito, como constató el Tribunal Supremo (conclusión que comparto). Y aquí es donde se observa la principal insuficiencia de nuestro Código penal, que no concibe una insurgencia no violenta.
De hecho, el Tribunal Supremo, que vio el bosque y no solo los árboles, para castigar los hechos tuvo que echar mano de ese delito en buena medida obsoleto pero vigente, la sedición. El castigo se fundó en que lo que se vivió en 2017 no fueron unos meros desórdenes públicos, ni un acto singular de resistencia a la autoridad, sino una serie de actos idóneos para perturbar la paz pública, los cuales, en palabras del Tribunal Supremo, llegaron a comprometer “el funcionamiento del Estado democrático de Derecho”. Los líderes independentistas se conjuraron para provocar un “levantamiento multitudinario, generalizado y proyectado de forma estratégica” con el objeto de desactivar al Estado. A lo que se añadió, además, el delito de malversación de fondos públicos. Lo que justifica la gravedad de las penas impuestas, que rondaban los diez años de prisión.
Aprendamos, por tanto, de la trágica experiencia. Si hubiera estado vigente el delito de convocatoria de referendos ilegales en 2017, muy probablemente habría servido para que algunos se hubieran pensado dos veces haber montado el 1-O. De ahí que mi conclusión sea que no podemos desproteger a nuestra Constitución. Puede ser oportuna la revisión del delito de sedición, pero esta reforma tendría que venir acompañada de un endurecimiento de los delitos de desobediencia (sobre todo cuando es contumaz por parte de autoridades públicas contra mandatos del Tribunal Constitucional) y, en especial, habría que contemplar una nueva modalidad del delito de rebelión no violenta que castigue claramente cualquier intento de golpe institucional como el que vivimos.
Es profesor de Derecho constitucional de la Universidad de Murcia.