Hacia un “pensar sin asideros”

Para comprender el presente de la política hay que acudir a la historia de las ideas y reencontrarse con categorías clásicas como tiranía, república o poder que van más allá de izquierda/derecha.
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“Como saben, la izquierda piensa que soy conservadora y los conservadores algunas veces me consideran de izquierdas, disidente o Dios sabe qué […]. Usted habló de «pensar sin fundamento»; yo tengo una metáfora que no es tan dura, que nunca he hecho pública ya que me la he guardado para mí misma. Yo lo llamo «pensar sin asideros»”.

Hannah Arendt (1972)

 

Cartografiar un mapa de ideas políticas nunca ha sido fácil. Acontecimientos como la Revolución francesa o la Guerra Fría pueden contribuir a simplificar percepciones, tomar atajos y presentar sistemas de creencias relativamente congruentes. Así, el eje izquierda/derecha se ha revelado útil para distinguir entre bloques ideológicos a lo largo de 200 años. Ni siquiera la eclosión de los totalitarismos de entreguerras socavó este criterio, toda vez que se continuó hablando de totalitarismos de derechas (fascismo) y de izquierdas (comunismo). Y en la actualidad, la pujanza del populismo –una suerte de totalitarismo soft– parece de nuevo abocado al mismo enclasamiento. Con todo quizá las cosas esta vez sean diferentes, y de ahí la confusión reinante. Si miramos hacia Estados Unidos, de donde continúan procediendo gran parte de las innovaciones conceptuales, asistimos a una reformulación del pensamiento político –tanto en los planteamientos progresistas como conservadores–, aún por consumar.

Desde posiciones “demócratas”, Mark Lilla publicó en 2017 un alegato muy crítico con el rumbo del ideario liberal-progresista, al menos desde los años setenta (The Once and Future Liberal). Su tesis sostiene que, tras la “hegemonía rooselveltiana” posterior a la Segunda Guerra Mundial, articulada sobre el New Deal, la izquierda norteamericana se habría entregado a un activismo de movimientos sociales, fundado en el victimismo identitario. Esta mentalidad, sin perjuicio de sus aportaciones puntuales, hundiría sus raíces en un romanticismo autoexpresivo, indiferente a la noción de “bien común”, que no habría servido sino para hacerle el juego a la derecha.

Es más, la carrera por reclamar actas de autenticidad (también en el mundo artístico) habría desembocado en un modelo excluyente de identidad que, en última instancia, invierte el sentido del lema “lo personal es político”, al acabar privatizando el espacio público. No extraña que la política de la identidad sea, literalmente en Lilla, “reaganismo para progres”. Como es obvio, la historia no se comprende sin rastrear la astucia libertaria activada tras la Administración Nixon, basada en un credo hiperindividualista, donde la prosperidad se fía por entero a la libertad de los mercados, pero que resulta igualmente ajena al “bien común”.

Antes de detenernos en esta línea, conviene insistir en la admonición de Lilla hacia ese progresismo multiétnico que, llevado al límite, bloquea incluso la posibilidad del debate razonado, amparado en el relativismo cultural. Su firme llamamiento a centrarse en la batalla por las instituciones y a reconducir la educación cívica, bajo un tratamiento que podría suscribir H. Arendt –“para preservar lo que hay de revolucionario en cada niño, la escuela debe ser conservadora”–, no impide una lectura escéptica, aunque acaso el impacto de Trump depure los objetivos demócratas.

Ahora bien, el desplome progresista en absoluto ha impulsado el programa conservador. Como recuerda Lilla, la derecha estadounidense tuvo el acierto de aglutinar –a partir de la candidatura “fundacional” de Barry Goldwater– un mensaje unitario, levantado sobre un entramado de think tanks y editoras, que encontró su punta de lanza en la National Review, dirigida por William F. Buckley.

En su artículo “Las raíces intelectuales del conservadurismo americano” (2007), Julio Aramberri explicaba cómo Buckley logró aunar en una misma matriz (liberal-conservadora) visiones tan dispares y a menudo contrapuestas, como la de Hayek o Leo Strauss, enfocándolas hacia una sola causa: minar la hegemonía progresista y erradicar el relato del “centro vital” (teorizado en 1949 por Arthur Schlesinger Jr.), dando guerra incluso en el ámbito de las luchas culturales. No hará falta recordar la filiación socialista o directamente trotskista de algunas figuras de este rearme conservador (James Burnham, Max Eastman, Jeane Kirkpatrick…), ni evocar sus años dorados, que se extienden desde la llegada de Reagan hasta el segundo mandato de Bush Jr. Lo relevante es que, con la llegada de Trump al poder, todo esto parece haber llegado a su fin.

Es tentador y así lo sugieren muchos, identificar en el Tea Party el caldo de cultivo que favoreció la irrupción del actual presidente norteamericano. No obstante, aunque parte de su base electoral se encuentra en este nicho, colindante al partido republicano, no resulta del todo exacto descifrar la victoria de Trump bajo esta clave. Y es que, sin menoscabar los pautajes tradicionales del voto conservador, con su elección nos topamos ante un fenómeno ideológico inédito, que no en vano ha recabado la hostilidad de la intelligentsia republicana.

En noviembre de 2016 Charles Krauthammer afirmó: “Yo solía pensar que Trump tenía la edad mental de un niño de once años […]. Me equivoqué en diez años” (The Washington Post). “No le apoyaría”, le reconoció antes William Kristol a Marc Bassets (Otoño americano, 2017). Frente a ello, el único producto intelectual que se ha presentado consiste en una escurridiza alt-right, que oscila entre el filofascismo y una simpatía sistemática, llevada a su paroxismo, hacia todo lo que resulte políticamente incorrecto. Y aun cuando a Steve Bannon todavía le continúe correspondiendo la mayor popularidad, probablemente sus mayores exponentes sean Milo Yiannopoulos y Richard B. Spencer, líderes respectivamente de las facciones Breitbart y Radix, medios online donde se expresan sus ideas (Marcos Reguera: “Alt-Right: radiografía de la extrema derecha del futuro”, 2017).

El primero, joven periodista de origen judío y orientación homosexual, encarna la versión lúdica y transgresora de la corriente, sin que ello oculte su admiración hacia los padres del conservadurismo autoritario (Spengler, Julius Evola, etc.). Su fama ha llegado al terreno de la ficción, encarnándose en el personaje de Felix Staples de la serie The good fight. “Eres un payaso”, le espeta en un episodio la abogada Diane Lockhart, símbolo de la sofisticación liberal. Y continúa: “Lo peor es que eres un payaso inteligente que de vez en cuando tiene un punto, un punto que has destruido al mezclarlo con el racismo y una misoginia en los que probablemente ni siquiera creas”; para sentenciar: “eres lo que tenemos que tolerar”.

Pero el Yiannopoulos real no se ha arredrado ante el establishment, como bien demuestra su Guía de la Alt-Right (2016), en donde además de explayarse en un derechismo insumiso y desacomplejado, alude a la influencia del filósofo Nick Land. A este ciberactivista postmoderno se le conoce por ser uno de los impulsores del “aceleracionismo”, el cual postula una drástica intensificación del desarrollo tecnológico tal que logre el colapso del sistema capitalista. Pero el núcleo de su visión queda reflejado en el manifiesto de la Ilustración Oscura, antiprogresista, contrario al universalismo igualitarista y, por ende, a la democracia liberal como mejor forma gobierno.

No hay que menospreciar, en este sentido, la habilidad de la alt-right para nutrirse del rechazo mecánico que provocan determinadas áreas de estudio entre la izquierda académica, apropiándose, en ocasiones indebidamente, de aportaciones de investigadores como Charles Murray o Jonathan Haidt (tampoco, todo sea dicho, debe sobreestimarse el peso de estos círculos en el electorado conservador). El problema, se sobreentiende, no radica en la interpelación analítica –legítima e imprescindible para el avance del conocimiento– sino en el escrúpulo acrítico que impide adentrarse en el escrutinio empírico sobre ciertas cuestiones.

En todo caso, si Yiannopoulos presenta el lado frívolo del pensamiento alt-right, con ribetes de subversión esteticista –en los que se aprecia la herencia del futurismo artístico–, con la rama de Richard Spencer nos encontramos ante una perspectiva más lúgubre, abiertamente supremacista, que retoma el motivo de las políticas de la identidad, para blandirlas en favor de una concepción “nativista” del Estado, sustentada por la población blanca. De este modo, la facción Radix opera como una traslación estadounidense de la Nueva Derecha francesa fundada en los años setenta por Alain de Benoist, en tanto su cuerpo teórico descansa sobre una misma intuición: la primacía de la pertenencia colectiva a un grupo cultural diferenciado, que retoma la obsesión decadentista y por los ideales heroicos de la Konservative Revolution –aspirando a su palingenesia– y que incluso se declara neopagana en cuestiones religiosas.

Al margen de detalles, el propósito principal es generar un clima de opinión reactivo, que apela emocionalmente –a través de la propaganda, redes sociales incluidas– a la América blanca, empobrecida y trabajadora (previamente espoleada, bien es cierto, por el Tea Party). En este punto es cuando cabe recuperar la ascendencia de Bannon (empresario y productor de cine, formado en Georgetown y Harvard), en primer lugar y ante todo sobre la campaña de Trump. Pero también como promotor, tras su paso fugaz como jefe de estrategia del Gobierno, de una “internacional populista” bajo el nombre de The Movement: un proyecto que busca esparcir en el continente europeo los triunfos de Trump y el Brexit.

Sin pretensión de anticipar su suerte (interrumpida tras las elecciones de mayo de 2019), conviene subrayar que el momento es propicio, toda vez que aún perduran las tendencias que han dado cuenta del impacto populista en Occidente. Así, por un lado, la desigualdad derivada de la automatización tecnológica, la crisis financiera y las políticas de austeridad, habría afectado a una amplia capa de trabajadores no cualificados o parados (los “perdedores de la globalización” de los que habla Branko Milanovic), susceptibles de rendirse a la retórica populista.

Sin embargo, el razonamiento económico no basta para entender por qué avanza el populismo en naciones prósperas (Austria) ni para explicar su auge antes de 2008 (ya en 2002 Jean-Marie Le Pen pasó a segunda vuelta de las presidenciales francesas). Por eso y por otro lado, según exponen los politólogos Ronald Inglehart y Pippa Norris en su estudio: “Trump, brexit and the rise of populism” (2016), hay que incorporar el ángulo cultural. De hecho, tras la vasta difusión del espíritu progresista (posmaterial) en temas de género, medioambiente, tolerancia, etc., que aparejó a finales del siglo XX el desarrollo económico, se estaría produciendo un retorno a valores securitarios y tradicionales: una reacción básicamente protagonizada por una población blanca y envejecida, que no ha cesado de observar el declive de sus creencias al tiempo que perdía estatus social. En rigor, ambas teorías están unidas en virtud del repliegue que determina la inseguridad económica, lo que no es óbice para que Inglehart y Norris consideren –debido al cariz intergeneracional del asunto– que al final el progresismo prevalecerá.

Esta conclusión no es menor por cuanto mitigaría el alcance de la oposición (axiológica) entre populismo y cosmopolitismo –adelantada en 1892 por Maurice Barrés–, manteniendo en cambio la vigencia del antagonismo (económico) entre izquierda y derecha, renivelado a escala global. Ello, aparte de proyectar el legado teórico-político occidental a futuro, desprende un relativo optimismo sobre el anclaje de la democracia liberal, algo osado en tiempos de incertidumbre. Tanto más si, al margen de los aspectos económico y cultural, atendemos a otras dimensiones hasta ahora orilladas: la puramente política, la comunicativa y, sobre todo, la internacional.

Según nos recuerdan Fernando Vallespín y Máriam Martínez-Bascuñán en su libro Populismos (2017), el mundo atestigua una “recesión democrática” que ilustra la pérdida de atractivo que genera este sistema y la gradual erosión de su calidad institucional, a lo que se agrega la crisis de representación que sufren los partidos políticos, hoy indistinguibles y elitistas –según el veredicto de Peter Maier en Gobernando el vacío (2015)–. A su vez la esfera mediática, que históricamente ha venido a articular las críticas y demandas de la opinión pública de cara al poder, quizá sea la que con más crudeza haya pasado a un escenario dominado por los mensajes simplistas y los recursos sentimentales, dando pábulo a las fake news, la posverdad y los “hechos alternativos”.

Y pese a que esta deriva obedece, más que al desprestigio de las cabeceras consagradas, al funcionamiento de las redes sociales –auténticas cajas de resonancia que reproducen los prejuicios grupales, configurando un “filtro burbuja” que engendra el “pensamiento en enjambre” (Byung-Chul Han)–, el efecto sobre la deliberación política resulta devastador, relegando el ideal ilustrado del uso público de la razón a supuesto quimérico. Nada, por cierto, que dejase sin advertir el propio Lilla, enfatizando en la atmósfera genuinamente postmoderna, de profunda colisión epistemológica, a la que nos lleva la “identidad Facebook”.

Con todo, realmente es al dilatar el foco de análisis al plano internacional –donde confluyen los factores tratados–, cuando se constata con mayor nitidez la magnitud del terremoto en el campo de las ideas. “It’s the end of the world as we know it”, cantaba REM hace treinta años y se lo preguntaba la historiadora Anne Applebaum, aplicando el interrogante sobre Occidente a finales de 2016. Tres años después parece existir un consenso entre los internacionalistas de que así es.

El orden mundial liberal, construido tras la Segunda Guerra Mundial bajo el liderazgo de EEUU, de acuerdo con un diseño de cooperación multilateral fundamentado en instituciones como el FMI, el Banco Mundial, la OTAN o la OMC se desmorona. El marco normativo inspirado por una visión universalista en el que la democracia y el capitalismo se expandirían globalmente pende de un hilo. El ascenso de las potencias emergentes, impulsadas por la difusión tecnológica y su empuje demográfico (Asia y África condensan el 75% de la población mundial) ha roto las reglas de juego, creando nuevas instituciones internacionales, como el Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras, que trazan nuevas alianzas supranacionales y operan al margen del establishment hegemónico.

En este contexto se percibe un regreso de la geopolítica realista, liderada por “hombres fuertes”, como evidencian los casos de Rusia, China, Turquía, Filipinas, Irán o Corea del Norte (aparte de EEUU). Por si fuese poco, con un autoritarismo que parece de vuelta y un talante postcolonial que desaprueba el relato whig de la historia, las élites liberales viven en una especie de “momento Maria Antonieta” (Wolfgang Münchau), subestimando la situación como si se tratase de un episodio pasajero, en lo que acaso suponga la actitud más contraproducente. De ahí que quepa replantearse los esquemas conceptuales desde el cruce de los ejes cosmopolitismo/nacional-populismo e izquierda/derecha: no es improcedente reflexionar acerca de la variedad de combinaciones, concomitancias y propensiones recíprocas a extraer de esta óptica.

Sin embargo, al igual que la fiebre optimista de los años noventa resultó a todas luces precipitada, también puede serlo ahora abandonarse a la moda apocalíptica. Por decirlo con Philipp Blom, los “años de vértigo” no tienen por qué llevarnos a la “fractura”. Junto con los reiterados anuncios que insisten en la inminente liquidación de la democracia, proliferan asimismo estudios que abundan en el bienestar sin precedentes del que disfruta la humanidad. Y más aún, no es imposible acoplar ambos enfoques, detectando en el sinuoso y lento reequilibrio global rasgos de convergencia. La historia económica acredita la diacronía entre crecimiento y desigualdad (curva de Kuznets), así como la inviabilidad de la prosperidad bajo regímenes autocráticos, en cualquiera de sus formas: no hay riqueza sin innovación y no hay innovación sin ciencia ni confrontación crítica de hipótesis. No por ello el desarrollo económico alumbra automáticamente pluralismo político.

Del mismo modo, para comprender el presente y el porvenir inmediato de una política ya internacionalizada quizá ayude acudir a la historia de las ideas y reencontrase con las categorías clásicas –sobre la tiranía, la república, el poder, la guerra, las leyes o el contractualismo– que, previas a la cristalización de los Estado-nación, desbordan la estricta oposición entre izquierda/derecha. Sin valerse de atajos ni servirse de “asideros”.

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José Andrés Fernández Leost es profesor de teoría política en la UCM.


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