La semana pasada fue Ingrid Escamilla. Esta semana, Fátima Cecilia Aldrighett, de 7 años, secuestrada afuera de su escuela y encontrada sin vida dentro de una bolsa de plástico. Difícil describir aquí la barbarie detrás de estos feminicidios. A ellas se suman las más: las desconocidas. Crecen también la indignación y el reclamo, tanto de activistas como de ciudadanos.
Los datos son un problema en sí mismos. Las cifras oficiales, las de grupos activistas y las de organizaciones de la sociedad civil son a menudo diferentes, en parte porque el país no se ha logrado poner de acuerdo sobre cómo medir el feminicidio. Los números suelen no ser comparables de una institución a otra o contra años anteriores. Las cifras oficiales apuntan a aproximadamente diez mujeres asesinadas al día. A nivel nacional, en 2018, fueron 912 víctimas, y en 2019 ascendieron a 1,006, un incremento del 10.31%. En la Ciudad de México el crecimiento fue mayor, pues pasó de 43 víctimas a 68, un 58.14%. Y según el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, el feminicidio ha crecido 111% de 2014 a 2019. El problema es que estos son números de casos catalogados expresamente como feminicidios, mientras que la gran mayoría de los asesinatos de mujeres son clasificados como homicidios violentos. Según el INEGI, por ejemplo, en 2018 hubo 3 mil 663 homicidios de mujeres, que no son catalogados como feminicidios. Encima, estas cifras son oficiales y no concuerdan con las de diversas organizaciones no gubernamentales. Por ejemplo, la ONU Mujeres estima 35 mil “defunciones de mujeres con presunción de feminicidio” en los últimos 25 años. Lo que es innegable es el crecimiento exponencial.
La constante es la displicencia de las autoridades. Al descuido de gobiernos anteriores se suma lo que parece un absoluto desinterés del actual. Se pensó que sería un gobierno progresista con perspectiva de género que pondría esta emergencia como prioridad. Resultó uno que no solo es conservador, sino frívolo e indiferente. En cada reacción a las demandas, en cada pregunta incómoda, el presidente parece espetar que hay temas más importantes: su popularidad, sus rifas, sus apapachos multitudinarios. Para eso, todo el tiempo que sea necesario. El asunto aquel de las mujeres… es culpa del neoliberalismo.
Sorprende que un político al que se le atribuye tanta habilidad política sea tan áspero con una tragedia nacional. Pronuncia con jovialidad humanista que a los criminales hay que tratarlos con respeto, pues son seres humanos, pero carece de la mínima sensibilidad para con las mujeres indignadas. Ante la cólera colectiva, pide que por favor no le pinten las puertas del Palacio Nacional, como si fueran más importantes los monumentos que las víctimas. Y remata con un vamos bien, no hay malestar social, la gente está contenta, son provocaciones de los adversarios conservadores. Ninguna palabra de condolencia con las víctimas.
Luego vienen los verdaderos encontronazos, pues se puede ignorar la realidad, pero no las consecuencias de ignorarla. ¿Quién hubiera pensado que los grupos feministas entrarían en colisión directa con el obradorismo? Parece evidente que la amalgama morenista que presumió pluralidad en todo el espectro político e ideológico más bien usó a quienes le servían electoralmente. Tal vez el enojo dentro de ciertos sectores del feminismo se deba a que perciben una suerte de traición, una vez que al abandono y la negligencia se agrega la represión en aras del orden público.
No hay mayor muestra de esta obcecación que las ocurrencias moralinas y pontificaciones clericales. Ante la falta de políticas públicas que protejan a las mujeres –albergues, estancias infantiles, números de emergencia, redes de apoyo comunitario, protección a la víctima, acceso a justicia efectiva y cero impunidad– se recetan decálogos bíblicos, con mandamientos voluntaristas.
Según referencias de ONU Mujeres en coordinación con INMUJERES, El Colegio de México y la iniciativa Spotlight en México un esfuerzo serio tendría que pasar por algunas de las siguientes acciones, entre muchas: fortalecer los servicios de atención y protección para las víctimas; mejorar los registros administrativos sobre violencia contra las mujeres e incorporar la experiencia académica y científica en la producción de información; establecer fiscalías especializadas en todas las entidades de la república y homologar su operación; crear un sistema integrado de información estadística sobre impartición de justicia y con perspectiva de género; mejorar el ciclo de impartición de justicia, desde la investigación policiaca y obtención de pruebas, hasta la eliminación de la impunidad.
Pero la realidad –a juzgar por los hechos– es que este gobierno no cree en políticas públicas. Se ha declarado abiertamente antitécnico, anticientífico y antiempírico. Lo que quedan son arranques y ordenanzas al calor del momento, tan efímeros e ineficaces como la pulsión que los produce. El resultado es un problema de violencia de género cada vez más apremiante, cada vez más cruel, que no cede.